Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 25 de febrero, El Cohete a la Luna publicó un artículo de Eduardo Rinesi titulado “Nido de ratas”. Escribió el autor: “No debe haber ningún antecedente, en la historia democrática argentina, de un Presidente votado por el pueblo que afirmara que el Congreso de la Nación, institución fundamental de esa democracia liberal y representativa que tenemos, es un “nido de ratas”, como dijo días pasados en Corrientes el Presidente Milei, con una frase tan exaltada como brutal que es necesario, desde luego, rechazar con la mayor fuerza. Por supuesto, la metáfora de la “rata” es frecuente en nuestro lenguaje sobre el mundo social y político, como lo son tantas otras provenientes del mundo de la zoología. Al propio Presidente le gusta comparar su melena con la de un león, un felino cuya dignidad monárquica ya había inspirado anteriores comparaciones en la historia política nacional, sin excluir la del pacífico león herbívoro que él gustaba usar para sí el general Perón.

En la frase del Presidente Milei, ante un grupo de conmilitones libertarianos, las ratas no aparecen solas, vagando por las calles de París o inquietando la paz de las colonias. Milei recurre a una expresión ya consagrada y nos habla, no (no sólo) de los diputados y senadores como ratas, sino del Congreso como el nido que les da cobijo y alimento. El Congreso, dijo, es un “nido de ratas”. La palabra “nido” es sugerente, y se deja connotar por aquel o aquellos a quienes imaginamos dentro: si lo es de una familia de horneros laboriosos y madrugadores lo imaginamos de un modo, escolar y edificante; si lo es “de amor” nos representamos todo un universo de dulzuras y placeres; si lo es de un animal asqueroso, como lo son las víboras o las ratas, su significado es muy distinto. (…) En cambio, si decimos “nido de ratas” estamos en el extremo opuesto de cualquier interés por la complejidad que tiene siempre nuestra vida individual o colectiva; designamos, simplemente, un ámbito que promueve las formas más repugnantes e inmorales del comportamiento humano.

El Congreso, dijo, es un nido de ratas. Es un insulto gravísimo (contra los y las representantes del pueblo que desarrollan en el Congreso su trabajo, contra el pueblo que los y las votó), pero sobre todo es una evidencia más de lo que piensa el Presidente sobre la democracia y sus instituciones. El Congreso es un nido de ratas. El Congreso es el mal. Porque el mal, para el Presidente, es cualquier espacio de discusión en el que las disparatadas ideas con las que aspira a gobernar este país deban enfrentar la evidencia de que en el mundo hay otros que piensan otras cosas y que también cuentan”.

Como bien señala Rinesi, para el presidente libertario los legisladores nacionales son unas ratas. Pero también es una rata el Congreso como institución fundamental de la democracia liberal y republicana. Es cierto que, a lo largo de nuestra historia parlamentaria, hubo numerosas ratas que ocuparon bancas tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado. Me vienen a la memoria aquellas ratas que, al comienzo de la primera presidencia de Carlos Menem, aprobaron la Ley de Reforma del Estado, que significó lisa y llanamente la legalización del saqueo más grande de la Argentina contemporánea. Pero también hubo legisladores que honraron al Congreso, como Lisandro de la Torre, Enzo Bordabehere, Alfredo Palacios, Arturo Frondizi, Oscar Alende, Ricardo Balbín, Emilio Hardoy y Jorge Vanossi, entre muchos otros. Pero lo más grave es que el presidente desprecia al Congreso como institución porque, en el fondo, prefiere la democracia plebiscitaria, es decir, el contacto directo con el pueblo.

Mucho se ha escrito sobre la relevancia del Parlamento como columna vertebral de la democracia liberal y republicana. Buceando en Google me encontré con un ensayo de María Esther Seijas Villadangos (Profesora de Derecho Constitucional, Universidad de León, España), titulado “La centralidad del Parlamento. Una teoría crítica de sus funciones”. A continuación paso a transcribir partes del paper.

LA CENTRALIDAD DEL PARLAMENTO EN LA DEMOCRACIA

“Comenzar el análisis por el elemento más evidente, la punta del iceberg, que es la crisis del Parlamento y del parlamentarismo, nos lleva a aceptar sin matices un silogismo en virtud del cual la crisis del Parlamento es el trasunto de la crisis de la representación, que a su vez es el paradigma de la crisis de la democracia. Si para resolver esta ecuación utilizamos un método de igualación, eliminando el término común a cada una de estas expresiones -crisis- que, pese a tener manifestaciones diferenciadas, puede ser equiparable en esos supuestos, el resultado es una tríada conceptual -democracia, representación y Parlamento- que podemos integrar y razonar bajo un paraguas constitucional. El Estado constitucional es la plasmación de un poder político limitado, tanto funcionalmente de la mano de la división de poderes, como materialmente, a partir de la regulación de derechos. Su fundamento es democrático, en cuanto se sustenta sobre un cuerpo general, todo un pueblo, con soberanía indivisible. La garantía constitucional del mismo determina un poder político institucionalizado en el Estado de naturaleza limitada. Su plasmación es la distinción entre un poder constituyente y un poder constituido.

La manifestación de esa voluntad general democrática se realiza a través del poder constituyente y a través de los poderes constituidos, indirectamente (Aragón, 2008). Esa traslación se realiza mediante un cauce, la representación, por lo que la democracia se convierte en democracia representativa. El concepto de democracia representativa, que ha sido descrito como un oxímoron por esa contradicción entre el todo y los representantes (Keane, 2010), determina que las decisiones se adopten por esos representantes que aglutinan una diversidad dinámica de intereses sociales e, incluso geográficos (Urbinati, 2006). Aquí emerge, y no será la primera vez, la confrontación entre la democracia representativa y democracia directa o de identidad, el debate entre Montesquieu y Rousseau y cuya resolución no es únicamente pragmática, por la inviabilidad de una democracia directa en el siglo XXI, sino teórica, desde el marco de la democracia constitucional. Para ello se sirve de un órgano, el Parlamento, que es ese poder del Estado que tiene atribuida una serie de funciones capitales, como la legislación y el control del gobierno, para el funcionamiento del Estado constitucional, que deviene así en democrático, representativo y parlamentario”·.

LA IMPRESCINDIBILIDAD DEL PARLAMENTO

“El parlamentarismo, que pivota entorno a un órgano colegiado, elegido por el pueblo, es la esencia de la democracia. En palabras de Kelsen “la única forma real en que se puede plasmar la idea de la democracia dentro de la sociedad presente” (Kelsen, 1934). Aún más, como reconocía Ignacio de Otto en el prólogo a “Esencia y Valor de la democracia”, es un presupuesto del que no se puede prescindir ni siguiera a la hora de discurrir por caminos divergentes e, incluso, opuestos. Los totalitarismos también se sirven de la democracia y del Parlamento para su formación y consolidación. Lo imprescindible del Parlamento se fundamenta en que es el órgano que provee de legitimación al órgano de gobierno, a la vez que sirve para su control. El Parlamento refleja y garantiza el pluralismo social, geográfico, económico, pero sobre todo político. Es esa base social heterogénea a la que contribuye a integrar, consiguiendo una ficticia comunidad de intereses. La sociedad podrá dotarse de normas e, incluso, podrá alcanzar progreso económico y tecnológico, prescindiendo de un Parlamento, pero no podrá forjar una base democrática de apoyo y legitimación de los mismos, si no es a través de un Parlamento (Rubio Llorente, 1993).

Hablar de la esencialidad de los Parlamentos nos obliga a disertar acerca del origen de los mismos. En ese punto es preciso recordar que la Unesco declaró el 18 de junio del año 2013 que los Decreta de León de 1188 constituyen la “manifestación documental más antigua del sistema parlamentario europeo”. Cuando hablamos de Parlamento es preciso que diferenciemos entre el significante y el propio significado del término. De acuerdo con Pollard, el uso más temprano registrado de la palabra Parlamento se puede datar en la frase “en sunplenierparlement”, de Jordan de Fantosme, quien la escribiría a finales del reinado de Enrique II, en el siglo XII (Pollard, 1920). El Obispo Stubbs la usaría, de modo casual, en una Asamblea celebrada en Gaitington en 1189. En 1214, Alejandro II de Escocia recibiría un salvoconducto “para reunirse con el Rey y su Consejo en Northumberland… durante la reunión del Parlamento” y el sheriff de Northumberland recibió la orden de pagar una suma de dinero como consecuencia de los cultivos pisoteados a causa del Parlamento entre el Rey inglés y el Rey de Escocia.

En estas referencias, Parlamento significa nada más y nada menos que parlamentar, hablar o conversar con otra u otras personas. Es en ese sentido en el que se usaría hasta finales del siglo XVI. A mayor abundamiento, estos antecedentes de carácter semiológico son más precisos si utilizamos el plural, Parliamenta, en cuanto no existía continuidad entre un Parlamento y otro, teniendo cada uno de ellos una entidad individual. Vinculado al término Parlamento se puede hacer una referencia a la palabra Cortes. Con ella se alude a la ciudad o lugar donde residía el monarca y en el que se sitúan sus Consejos y Tribunales. Desde su étimo latino, Cohors, un espacio o recinto donde se asentaba una décima parte de una legión, toma importancia ese aspecto físico, pero que se traslada tomando el todo por las partes, al conjunto de consejos, tribunales, ministros y oficiales cuya tarea era asesorar y servir al monarca y a su séquito. Cortes también hace referencia al Consejo ciudadano cuyos representantes están autorizados para formular propuestas, demandas o peticiones al monarca. En ese sentido, la Curia Regia, que se configura como el precursor institucional de las Cortes, es una sesión plenaria o extraordinaria en la que tendrían cabida los ciudadanos.

Este término es el que se usó en el Reino de León en 1188. Acompañando a la tesis tradicional de situar las instituciones parlamentarias como “el mayor regalo de los ingleses a las civilizaciones del mundo” (Pollard, 1920) y, consecuentemente, catalogar a Inglaterra como “el país donde el gobierno representativo se desarrolló por vez primera” (Hattersley, 1930) y se sentaron las bases del parlamentarismo constitucional (Mackintosh, 1830), una propuesta se lanzó a la esfera internacional en el año 2009 cuando John Keane manifestó que el “el primer parlamento había nacido fruto de la desesperación” (Keane, 2009), a finales del siglo XII, en el noroeste de la Península Ibérica, en León. La figura de Alfonso IX se alza como su mentor, y su desesperación es fruto de diversas circunstancias personales (salud, familiares, luchas sucesorias) y políticas (presión militar sobre el Reino de León, arcas vacías), que confluyeron en un momento único en la historia, la germinación de la institución parlamentaria (Seijasvilladangos, 2015).

El impulso internacional consolida una tesis que había trascendido el ámbito histórico y se había divulgado desde comienzos del siglo XX, con trabajos como el de José Ramírez Santibánez, con el sugerente título “Aventando cenizas. Estudio comparativo entre el ordenamiento de León de 1188 y la Gran Carta Inglesa de 1215”, (1922), pero sobre todo con los estudios de Arvizu y Galarraga y Fernández Catón, al hilo de la conmemoración del noveno centenario de los Decreta. Dos argumentos sintetizan la relevancia de este antecedente y consolidan su trascendencia, aupándose a otros referentes como el Althing de Islandia, la primera Dieta alemana de 1232 o la primera reunión de los Estados Generales franceses en 1302, pero sobre todo a la Carta Magna de 1215. En primer término, desde una perspectiva formal, en marzo de 1188, una generación antes que el rey Juan, Alfonso IX presidió las primeras Cortes. El triángulo representativo estaba formado por vez primera por nobles, obispos y ciudadanos, descritos como “hombres buenos/ bonnihomines”. Su presencia se atribuye a diversas razones, bien llamados por el Rey o bien atraídos por la convocatoria e invitados a tomar parte en la misma, lo cual no empece su presencia referencial en la curia. En segundo lugar, materialmente, su presencia se enfatiza en los distintos roles que se les atribuyen, consejo (Decreto IV: “Prometí también que no haré guerra ni paz ni pacto a no ser con el consejo de los obispos, nobles y hombres buenos, por cuyo consejo debo regirme”); función testifical al incluir a los ciudadanos como un aporte que evidencia la articulación de un procedimiento judicial rudimentario que se confirma en los Decreta V, IX y XI y, finalmente, en el Decreto XVII, los ciudadanos son comprometidos, prestando juramente, a proveer fiel consejo al monarca, “a fin de mantener la justicia y conservar la paz”. A partir de ahí, la presencia de los ciudadanos será una constante en las Curias Regias, v. gr. Benavente 1202 y después Castilla o Aragón, confiriéndose continuidad a esa presencia ciudadana en el órgano que adoptaba las principales decisiones del Reino.

La conexión de Parlamento y principio democrático es muy posterior y se referencia a partir del principio de que solamente los representantes de la sociedad pueden vincular a esta en su conjunto a las normas que regulan la convivencia (Biglino, 2001). Esa idea de parlamentarismo representativo es la que fructifica en el referente inglés y se verá reforzada por la consolidación de derechos civiles y políticos y por el afianzamiento de mecanismos de elección y votación ciudadana, así como por la pugna por mantener un status independiente frente al poder ejecutivo. Una vez consolidado el Parlamento, su evolución es susceptible de periodificarse en cuatro etapas diferenciadas (García Morillo, 1997). Una primera etapa, de preeminencia parlamentaria en la que el Parlamento era soberano y el poder ejecutivo estaba supeditado por completo al poder legislativo. Esta etapa salvaje se ilustra con la III República Francesa (1870-1940), República de Weimar (1918-1933) y parte de la II República española (1931-1936). Una segunda etapa, descrita como parlamento racionalizado, aportación doctrinal encomiable de Mirkine Guetzevich, se implementa a través de la Ley fundamental de Bonn 1949, y en ella se marca como objetivo primordial que el Parlamento sea un agente activo de estabilidad política, a la par que sea capaz de llenar las lagunas de poder que el sistema incorporaba. En una tercera etapa se aborda una profundización en los objetivos del parlamentarismo racionalizado con objetivos de alcance institucional, priorizando la dimensión orgánica del mismo, por lo que se identifica esta etapa como parlamentarismo estructurado. Finalmente, una cuarta etapa, en la que con matizaciones nos hallaríamos en la actualidad se identifica como parlamentarismo limitado”.

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