Por Pascual Albanese.-
El cambio en la Jefatura de Gabinete representó un punto de inflexión en el proceso político iniciado en diciembre de 2023. Javier Milei señaló que había una fase cumplida y que comenzaba una nueva etapa, cuyo abordaje exige un instrumental distinto al empleado hasta ahora. Al margen del anecdotario, la sustitución de Nicolás Posse por Guillermo Francos patentiza esa realidad.
El rasgo determinante de este escenario novedoso es que el gobierno se aproxima a una nueva instancia en su batalla contra la inflación. El descenso registrado en la tasa mensual de aumento de precios al consumidor desde el 25,5% de diciembre pasado al alrededor del 5% previsto para el mes de mayo indica un éxito y, a la vez, la proximidad de un límite. En los meses que se avecinan resulta aprobable que esa tendencia hacia la baja mute hacia un amesetamiento. En junio, por ejemplo, impactarán los anunciados y postergados aumentos en las tarifas de los servicios públicos.
Este hecho no implica un fracaso del programa económico sino el cumplimiento de la primera etapa del ajuste. No estamos ante el principio del fin sino, en todo caso, ante el fin del principio. Pero esa percepción genera también una incipiente modificación en las expectativas de la sociedad. El hecho de que la brecha cambiaria se haya ensanchado en las últimas semanas desde el 15% a más del 40% y que en el mismo lapso el riesgo país haya subido más de 200 puntos es un síntoma que si bien no supone una reversión de la tendencia descendente en ambos ítems marca sí la sensación de que algo cambió.
Las encuestas revelan un descenso de la inflación como el tema absolutamente prioritario para la opinión pública y un correlativo aumento de las preocupaciones por el desempleo y la pobreza. En esa dirección, aunque en un registro diferente, cabe interpretar la multitudinaria movilización nacional del pasado 23 de abril en defensa de las universidades públicas, cuya masividad adelantó esa modificación en las expectativas de la sociedad.
Pero los sondeos de opinión reflejan también el mantenimiento del respaldo mayoritario de la opinión pública al gobierno de Javier Milei. Aunque parezca paradójico, no se puede descartar que una parte relevante de ese respaldo a Milei no sea “a pesar” del ajuste sino que, precisamente, responda a un reconocimiento de su inexorabilidad. Así podrían compatibilizarse dos tendencias cuya consistencia en el tiempo está reflejada en las estadísticas económicas y en todas las encuestas de opinión, tanto cualitativas y cualitativas. La primera es la fenomenal caída en los niveles de producción y de consumo, unidos al aumento del desempleo y de los niveles de pobreza. La segunda es el mantenimiento de los índices de aprobación de la gestión presidencial.
Lo cierto es que esta segunda etapa del gobierno requiere no solo afianzar el equilibrio fiscal y financiero sino también encarar las reformas estructurales enunciadas, lo que demanda un mayor respaldo parlamentario, y la inauguración de un ciclo de inversión que abra camino al crecimiento económico. En ese sentido, los progresos registrados en el tratamiento de la “Ley de Bases” y la reforma fiscal en el Senado, derivados de la inédita flexibilidad exhibida por Francos en la negociación con los distintos bloques legislativos, constituyó un signo favorable.
Muchas de las críticas al elenco gubernamental no contabilizan que su integración está en línea con el mismo fenómeno político aluvional que lo llevó al poder. Ambos constituyen un “combo”. A esta particularidad hay que agregar que para Milei la prioridad excluyente en estos primeros seis meses estuvo concentrada en una drástica reducción de la inflación. Esa preocupación relegó a un segundo término a todos los demás problemas.
Lo que sucede ahora es que el cumplimiento de ese objetivo prioritario está medianamente acreditado pero es insuficiente para afrontar una nueva etapa que exige avanzar en las reformas estructurales necesarias para mejorar los actuales niveles de competitividad internacional de la economía. Pero este nuevo trayecto ya no puede fundarse exclusivamente en el ejercicio del hiperpresidencialismo. Requiere un escenario de sustentabilidad política de largo plazo, que articule el indispensable respaldo de la opinión pública con un sólido consenso político-institucional.
En el discurso que pronunció desde el Cabildo de Córdoba el 25 de mayo, dos días antes de la dimisión de Posse y la designación de Francos, cabe rastrear un anuncio importante, que pasó casi desapercibido: la intención de avanzar hacia la configuración de un “Consejo de Mayo”, un organismo multisectorial que estaría compuesto por un delegado del Poder Ejecutivo Nacional y un representante de los gobernadores, la Cámara de Diputados, el Senado, el sector empresario y el sector sindical.
En esta nueva etapa Milei estará obligado entonces a articular su hiperpresidencialismo con la profundización del camino de la negociación con los gobernadores y la denominada oposición “dialoguista” para garantizar la viabilidad política necesaria para la implementación de las reformas estructurales indispensables para posibilitar la permanencia del equilibrio fiscal, consolidar la estabilidad monetaria, reducir la brecha cambiaria y eliminar el cepo, condiciones indispensables para salir de la recesión.
En este contexto, Milei estableció una nueva prioridad de política exterior: el establecimiento de un sistema de alianzas con las principales compañías tecnológicas estadounidenses, que son el motor de la Cuarta Revolución Industrial. Esa es la explicación de su reciente viaje a San Francisco. En esa aproximación juega un papel significativo la relación personal de Milei con Elon Musk.
En ese sentido, el proyecto de instalación de un polo de empresas de inteligencia artificial en la Patagonia, cuya localización geográfica obedecería a la cercanía de las fuentes de los enormes volúmenes de energía que demandaría su desarrollo, constituye un ejemplo de la intención de impulsar la inserción de la Argentina en este escenario de la Cuarta Revolución Industrial.
Las reglas de juego planteadas en el denominado régimen de incentivo a las grandes inversiones (RIGI), muy especialmente la garantía de seguridad jurídica que supone el establecimiento de mecanismos de arbitraje internacional para la dilucidación de las eventuales controversias, promueven condiciones propicias para la rápida radicación de nuevas inversiones en la agroindustria, la energía, en especial el petróleo y el gas de Vaca Muerta, y la minería, en particular el litio y el cobre. La concreción de esos proyectos puede representar un significativo empujón para el desarrollo de las economías regionales, desde el Norte hasta la Patagonia, y para la reactivación productiva del interior argentino, incluido el interior de la provincia de Buenos Aires.
Estas perspectivas favorables explican el comportamiento de la casi totalidad de los gobernadores en sus negociaciones con el gobierno nacional y su postura en el tratamiento de la cuestión en el Senado, donde las provincias mineras ya consiguieron un incremento del 3% al 5% (es decir de un 60%) en las regalías y las patagónicas una excepción favorable en el mínimo no imponible en el impuesto a las ganancias para beneficiar a sus trabajadores.
Pero el impacto de estas perspectivas de reactivación, fundadas en el drástico descenso de la tasa de inflación y en la aprobación del RIGI, tiene diferentes tiempos, que a su vez suponen distintas implicancias políticas. En el corto plazo, la salida de la recesión no podrá venir tanto del aumento en los deprimidos niveles de consumo, que dejarán de caer pero en el corto plazo no tendrán un aumento significativo, ni de la inversión en la actividad de las industrias ya instaladas, que tienen un 50% de capacidad ociosa y por lo tanto no necesitan nuevas inversiones para abastecer un potencial incremento de la demanda.
La reactivación posible tendrá que venir entonces de la mano de esas nuevas inversiones con epicentro geográfico en el interior. Esto supone una notoria diferencia de tiempos con el conurbano bonaerense, que requiere un proceso de reconversión económica orientado a incrementar fuertemente los bajísimos niveles de productividad de su aparato industrial, basado en la pequeña y mediana empresa. Una transformación de esa naturaleza requiere un período bastante más prolongado.
Esta dicotomía estructural tiene implicancias políticas que nos retrotraen abruptamente al tiempo presente. Dejando de lado los múltiples aspectos anecdóticos, más apropiados para programas de chismes de espectáculos que para el análisis político, la controversia generada en torno al Ministerio de Capital Humano y que provocó la remoción del Secretario de Niñez y la Familia, Pablo De la Torre, obliga a focalizar la atención en la situación social del Gran Buenos Aires. Porque si la provincia de Buenos Aires suele considerarse la “madre de todas las batallas”, el conurbano bonaerense podría caracterizarse como el “padre de todas las crisis”, como quedó acreditado en los estallidos sociales de junio de 1989 y de diciembre de 2001.
Para colocar las cosas en su justo lugar corresponde, ante todo, formular dos aclaraciones. La primera es que todas las encuestas de opinión coinciden en que, a diferencia de lo que sucedía en el mejor momento del gobierno de Mauricio Macri, cuando Esteban Bullrich derrotó a Cristina Kirchner en las elecciones legislativas de 2017 en la provincia de Buenos Aires, el respaldo a Milei tiene un carácter claramente transversal, porque se manifiesta en todos los estamentos sociales y abarca en igual medida a los sectores más vulnerables de la población, incluidos las villas de emergencia y los asentamientos populares del conurbano.
La segunda aclaración, que en parte pero no del todo explica lo anterior, es que durante estos primeros seis meses de gobierno, cuando la inflación tuvo un incremento acumulado de alrededor de 110%, aunque con un incremento bastante mayor en el rubro de alimentos, la tarjeta Alimentar aumentó un 137%, la asignación universal por hijo (AUH) un 259% y la ayuda escolar por hijo un 311%. Esas cifras implican una mejoría del 28% en relación a diciembre del año pasado, un 33% respecto a noviembre y un 45% en comparación con junio de 2023.
También en ese mismo lapso la implementación de la decisión de establecer un nuevo mecanismo de distribución alimentos a los comedores populares para prescindir de la participación de los movimientos sociales ocasionó una cadena de desajustes que desataron un vendaval de quejas, protestas y denuncias por parte de los damnificados.
En ese escenario corresponde inscribir las sucesivas advertencias del presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, monseñor Oscar Ojea, obispo de San Isidro, el coordinador del Equipo de Pastoral Social del Episcopado, monseñor Luis Lugones, obispo de Lomas de Zamora, y el responsable nacional de Cáritas, monseñor Oscar Tisseira, obispo de Quilmes, así también como la denuncia de Juan Grabois, y la intervención del juez federal Sebastián Casanello, a quien algunos trascendidos periodísticos de incierto origen asignan un contacto frecuente con el Papa Francisco,
En esa dirección se inscribe el contenido y la oportunidad política del informe difundido en sugestiva coincidencia por Cáritas, la organización que administra la red más importante de comedores populares, que apunta que el 10% de la población experimenta lo que define como “inseguridad alimentaria severa”. A fin de ubicar estos números en un contexto más amplio corresponde acotar que la suma de esa ayuda estatal a las familias vulnerables alcanza para cubrir solo el 47% de la llamada “canasta de indigencia”.
Para avanzar en la comprensión de este fenómeno vale consignar un estudio del Centro de Investigación y Acción Social (CIAS), el instituto de investigación de la Compañía de Jesús que dirige el sacerdote Rodrigo Zarazaga. A partir de un relevamiento realizado en barrios populares del Gran Buenos Aires, el trabajo consigna que solamente el 20% de sus pobladores vive exclusivamente de los planes de ayuda social mientras que el 80% restante, o sea la inmensa mayoría, complementa esa ayuda estatal con ingresos provenientes del trabajo informal, donde la caída de los salarios y del empleo es todavía muchísimo mayor que el registrado en el sector formal de la economía.
Esta notoria diferencia implica que los beneficios del incremento presupuestario en los planes asistenciales permitieron paliar la situación del 20% de la población vulnerable del conurbano pero en el 80% restante no alcanza a compensar la caída de ingresos derivada de la recesión.
La conclusión de todos estos números es una obviedad que salta a la vista. El modelo asistencialista impuesto por el “kirchnerismo” y predominante en los últimos veinte años, cuyo agotamiento definitivo es la causa estructural del triunfo electoral de Milei y que había transformado en una suerte de “política de Estado” las medidas de emergencia adoptadas para superar la hecatombe de diciembre de 2001, no sólo no que benefició sino que agravó la situación social de los sectores que pretendía favorecer. Ninguna política social puede resolver los problemas derivados del sistema de capitalismo prebendario cuya crisis terminal desembocó en el estancamiento económico que padece la Argentina con sucesivos gobiernos en los últimos doce años.
Si este agotamiento del modelo “kirchnerista”, que combinaba el capitalismo prebendario con una estrategia social asistencialista, originó el ascenso de Milei, cabe deducir que sólo el crecimiento económico de largo plazo puede responder efectivamente a los desafíos sociales que puntualiza la Iglesia. Pero, por definición, el largo plazo excede cualquier mandato presidencial. Requiere una reformulación integral del sistema de poder, orientada a generar una acumulación de poder que no sea el patrimonio exclusivo de un gobierno, que jamás podría alcanzar a conseguirlo por sí solo, sino una plataforma de lanzamiento para recrear la confianza necesaria para construir el futuro de la Argentina.
Ese fue seguramente el sentido del llamado formulado el 25 de mayo en la Catedral por el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge Ignacio García Cuervo, cuando convocó a forjar una “alianza social para la esperanza”. Esa confluencia exige un nuevo punto de partida. Hay un “antes” y un “después” de Milei. La Argentina vive un verdadero cambio de época. Nada de que venga después de Milei podrá parecerse a lo que hubo antes. Pensar lo nuevo exige pensar de nuevo.
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