Por Hernán Andrés Kruse.-

El sábado 25 de mayo se conmemoró un nuevo aniversario de la gesta de Mayo de 1810. El 22 de mayo de aquel lejano año los reunidos en un cabildo abierto -el general Ruiz Huidobro, Saavedra, Castelli, Moreno, etc.-votaron a favor de la deposición del virrey. Lo interesante de esta votación es que, pese a sus diferencias políticas e ideológicas, los protagonistas decidieron dejarlas de lado para lograr el objetivo que todos deseaban: independizarse de España. El 24 tuvo lugar una reacción oficialista que se tradujo en el nombramiento de Cisneros como presidente de la Junta. Los revolucionarios le hicieron saber al establishment político que debía conformarse una Junta integrada por Saavedra como presidente, Paso y Moreno como secretarios, y Alberti, Azcuénaga, Belgrano, Castelli, Larrea y Matheu como vocales. Al mediodía del día siguiente Cisneros presentó su renuncia. El Cabildo finalmente aceptó la constitución de la nueva Junta y de inmediato se realizó la ceremonia de juramento. Había quedado constituido el primer gobierno criollo.

El 20 de mayo de 2004 el doctor Horacio A. García Belsunce pronunció una conferencia en el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires titulada “La doctrina política y la doctrina jurídica de la Revolución de Mayo”. El ensayo corrobora un hecho fundamental: la gesta de Mayo fue protagonizada por dirigentes políticos y militares que, además de ser patriotas, eran verdaderos hombres de Estado. Al compararlos con quienes nos gobiernan actualmente y con quienes se presentan como opositores, emerge en toda su magnitud la decadencia de la Argentina.

LA DOCTRINA POLÍTICA DE LA REVOLUCION DE MAYO

“Expuestos como quedan los hechos y el derecho que constituyeron la Revolución de Mayo, es mi objetivo analizar la fundamentación o doctrina política de la Revolución. El movimiento de Mayo se apoyó en dos ideas fundamentales que concurrían a justificarlo. La primera consistía en la caducidad del gobierno legítimo de España -presupuesto de hecho que no fue discutido- y la otra en que, por tal razón, el ejercicio del poder volvía al pueblo de Buenos Aires. Lo primero era un hecho que Zorraquin Becú califica de intergiversable, pues si Carlos IV y Fernando VII cedieron sus derechos a Napoleón, se había producido esa falta de legitimidad, especialmente en lo relativo a las Indias. Por un lado, los reyes de España no podían ceder o traspasar sus derechos majestáticos, y en consecuencia José Bonaparte era un usurpador. Por el otro, las Juntas constituidas en la península para combatirlo, sólo fueron un expediente empírico, pero sin fundamento legal, para salvar momentáneamente una situación de emergencia. Y aun cuando la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino había sido consentida por todo el imperio, su disolución volvía a plantear el problema en torno de un Consejo de Regencia nombrado por aquélla sin facultades y sin el voto de la nación.

Si normalmente los hechos constituyen el objeto de la regulación por el derecho, en situaciones de emergencia o excepcionales, ciertos hechos, que aparentemente están al margen del derecho, crean derecho, lo que en otros términos, se llama el derecho de la necesidad o de la emergencia y, en casos como éstos el derecho de la revolución. Los patriotas de Buenos Aires juzgaban que la Junta Central de España era “de mero hecho”, es decir, sin base jurídica y que estando la América incorporada a la Corona de Castilla, “no se puede ver el medio de inducir un acto de necesaria dependencia de la América española a la Junta de Sevilla, pues la constitución no precisa que unos reinos se sometan a otros” (Memorial de Castelli, Belgrano, Beruti, Vieytes y Nicolás Rodríguez Peña a la Princesa Carlota, 20 de septiembre de 1808).

La devolución del poder al pueblo, cuando desaparece el soberano, era sin duda una doctrina comúnmente admitida. Nadie la discutió en el Cabildo abierto después de haber sido expuesta por Castelli, pero en lo que no había acuerdo era que el poder, en esas excepcionales circunstancias, volviera solamente “al pueblo de Buenos Aires” (según la versión de los oidores), o al “pueblo de esta capital” (versión de Sagui). Los historiadores coinciden en afirmar que a esto se limitó la teoría de Castelli y que cuando las leyes y las doctrinas tradicionales se referían a la comunidad o al pueblo, querían significar el conjunto orgánico de la población del Estado, es decir, la de todas las provincias o regiones. Tal fue la crítica fundamental que hizo el fiscal Villota a los argumentos de Castelli. Ante las teorías enfrentadas de Villota y Castelli, Zorraquín Becú sostiene que “la verdad era que en los dos últimos años se había afirmado un nuevo derecho: el de cada provincia a erigir, en circunstancias urgentes, juntas de gobierno para proveer a la ausencia de una autoridad legítima. El procedimiento había quedado, en cierto modo, justificado con el ejemplo español, sobre todo cuando podían invocarse razones de necesidad o urgencia para organizar un nuevo gobierno local”.

En resumen, la fundamentación política del movimiento de Mayo consiste en: a) la afirmación de que había caducado el gobierno legítimo de todo el imperio español, lo que ponen de resalto Floria y García Belsunce cuando afirman que la doctrina política que opera en Mayo de 1810 surge del texto de la comunicación de la Junta de Buenos Aires remitida el 28 de mayo a los embajadores de España y Gran Bretaña en Río de Janeiro, al Virrey del Perú y a los Presidentes de Chile y de Cuzco, que decía: “la Junta Central Suprema, instalada por sufragio de los Estados de Europa (se refiere a los reinos peninsulares) y reconocida por los de América, fue disuelta en un modo tumultuario, subrogándose por la misma sin legítimo poder, sin sufragio de estos pueblos, la Junta de Regencia, que por ningún título podía exigir el homenaje que se debe al Señor Don Fernando VII”; b) que producida esa situación, el pueblo de Buenos Aires recuperaba su autoridad originaria o los derechos de la soberanía y c) que esa reversión le permitía instalar un nuevo gobierno, sin perjuicio de la consulta ulterior de las demás ciudades del Virreinato.

La doctrina expuesta en el Cabildo abierto limitaba al pueblo de Buenos Aires la reversión de la soberanía, sin perjuicio de que la ciudades del interior eligieran en Cabildo abierto sus representantes, y éstos se reunieran a la mayor brevedad en Buenos Aires, para establecer la forma de gobierno que se considere más conveniente. El sentimiento porteño ya aparece entonces en su afán dominador, porque no se contentó con invitar a las ciudades del interior a enviar a sus representantes como acabo de decir, sino que impuso a ellas el envío de un contingente armado para sostener esas elecciones y conseguir resultados favorables.

Buscando la interpretación del hecho que antes he señalado como b), o sea, la reversión de la soberanía en Buenos Aires, Mitre sostiene que “la España ha caducado y con ella las autoridades que son su emanación. El pueblo ha reasumido la soberanía del monarca y a él toca instituir el nuevo gobierno en representación suya” y pone en boca de Castelli la teoría según la cual “la América no dependía de la España, sino del monarca a quien había jurado obediencia, y que en su ausencia caducaban todas sus delegaciones en la metrópoli”.

La teoría política en la que se fundamentó la tesis de Castelli, luego aprobada por el Cabildo abierto, es materia de discusión por parte de los historiadores. Estos han recurrido a las teorías que se suponen más en boga en ese entones: la de Rousseau por un lado y la de Suárez por el otro. Para Zorraquin Becú, Suárez no era el único autor que podía proporcionar argumentos para justificar la reversión de la soberanía al pueblo. El empleo de esta palabra -soberanía- que no figura en el vocabulario escolástico, hace suponer que se manejaban ideas más modernas tomadas posiblemente de los autores contemporáneos. Y que así era lo demuestra también el hecho de que no aparece en ninguna fuente el origen divino del poder según San Pablo.

Dice este autor que no cabe atribuir a Rousseau la pertenencia de esa idea, porque para él el asiento de la soberanía nunca dejaba de estar en el pueblo, y por consiguiente, no podía volver a la comunidad. El pacto social era el que formaba la organización política, no el que la sometía al monarca. Agrega que parecen más aplicables las ideas de los iluministas franceses o españoles, que defendían la posición del despotismo ilustrado, para quienes la soberanía era inseparable de la persona del rey llamado legítimamente a la sucesión del trono. Concluye en que el substractum de esas teorías que fundamentaron la posición revolucionaria debe buscarse no tanto en la adhesión exclusiva a ciertas escuelas de derecho público, sino más bien en una combinación de todas las influencias que podían gravitar entonces sobre el pensamiento rioplatense, con una acentuada inclinación modernista, y que esta inclinación fue la que hizo abandonar la postura católica tradicional, para buscar en el derecho natural racionalista la base que permitía sostener la facultad de cada pueblo a darse un gobierno en ausencia de la autoridad legítima.

Si los revolucionarios se inspiraron en Suárez, sólo admitieron una parte de su doctrina, y no la que es fundamental y ésta secularización del ideario tradicional, permitía que la parte aceptada coincidiera en cierta medida con las opiniones contemporáneas. Concluye Zorraquin Becú en que conviene destacar, en el análisis de la doctrina revolucionaria, su tendencia netamente separatista, pues si el pueblo de Buenos Aires recuperaba sus derechos originarios para designar un nuevo gobierno, no lo hacía con la pretensión de reemplazar al de todo el imperio sino que limitaba sus aspiraciones al ámbito del Virreinato, actitud en la que ya aparece implícita la inclinación a la independencia.

Floria y García Belsunce consideran que la controversia doctrinaria de los intérpretes respecto de los orígenes e influencias ideológicas sobre los hombres que encabezaron el movimiento independentista, no se resuelve mediante respuestas unilaterales. Admiten que es exacto que las doctrinas que se utilizaron para separar la estructura del poder rioplatense de la metrópoli estaban más cerca de Suárez y de Grocio que de Rousseau, pero debido a los cambios operados en el pensamiento del siglo XVIII, en los que Rousseau tuvo parte intelectual decisiva, fue que Suárez y Grocio se actualizaron. Sostienen que las revoluciones norteamericana y francesa tuvieron influencia mediata, pero fue a raíz de la revolución española que la apetencia de los cambios políticos y sobre todo la posibilidad de su concreción, estimularon las expectativas de los criollos y los decidieron a actuar.

Aún en una visión superficial de la historia argentina, se advierte que la Revolución de Mayo fue nada más y nada menos que el comienzo cierto y feliz de una revolución por la independencia política, que se consolidará en 1816. Este proceso histórico, concatenando hechos como causas y consecuencias, recíprocamente, fue visto con claridad por Mariano Moreno, cuando escribió que la Revolución de Mayo había disuelto el pacto político que unía a las colonias rioplatenses con la Corona española, y no el pacto social de los colonos entre sí. La Revolución de Mayo, por otra parte, desencadenó el comienzo del problema de Buenos Aires con el interior, que rechazó la pretensión de la capital del Río de la Plata de transformarse en la cabeza dominante del nuevo estado nacional. “Conquistado el poder, la guerra civil sería el largo intermedio dramático hacia nuevas formas de convivencia política” (Floria y García Belsunce).

Para terminar con los objetivos y la doctrina política de la Revolución de Mayo, cabe señalar que ésta tuvo como inspiración un ideal americanista, que buscaba extender la revolución a todo el Virreinato y a todas las Indias españolas, lo que no era fácil de conseguir atento a la diversa idiosincrasia de los diferentes pueblos americanos”.

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