Por Hernán Andrés Kruse.-

Pese a la grieta que nos agobia desde que estalló el conflicto por la resolución 125, al odio que lacera nuestro espíritu, en algo los argentinos estamos todos de acuerdo: la presión fiscal es intolerable. La inmensa mayoría de la sociedad se siente asfixiada por un chaleco de fuerzas granítico, monolítico. Todos los meses no tiene más remedio que destinar un importante porcentaje de sus ingresos para pagarle al fisco, para financiar a un Estado que cada día es más grande, más ineficiente y, para qué negarlo, más corrupto. La presión fiscal es de tal magnitud que no hace más que dinamitar toda posibilidad de progreso económico, de aplastar el sueño de cada argentino de una mejor calidad de vida.

Siempre se ha hablado en nuestro país de la imperiosa necesidad de solucionar de una vez por toda la pesadilla que significa para el pueblo un régimen de impuestos regresivo, perverso, profundamente amoral. Existe una relación inversamente proporcional entre el volumen de los ingresos de un ciudadano y la presión fiscal. Cuanto menor sea el volumen de los ingresos de un ciudadano, cuanto más bajo sea su salario, mayor es la presión fiscal. Pareciera que hubiera un ensañamiento del Estado con quienes perciben un salario fijo e insuficiente para garantizarle una vida digna.

El régimen de impuestos regresivo siempre fue un tema tabú para la clase política. En cada campaña electoral los diversos candidatos que supimos conseguir no se cansaban de prometer una profunda reforma de dicho régimen porque, pontificaban, era intolerable que en materia impositiva los que menos tienen paguen más que los que más tienen. Evidentemente se trata, al menos hasta ahora, de una misión imposible, ya que ningún gobernante se atrevió a modificar, aunque sea superficialmente, el régimen impositivo vigente. Estamos en presencia, qué duda cabe, de un tema tabú, de un asunto que toca intereses muy poderosos. Y en nuestro país está vigente una ley no escrita que dice que no conviene meterse con los poderosos.

Roberto Cachanosky y la presión fiscal

Quienes siempre bregaron por la necesaria e imprescindible reforma impositiva han sido los economistas liberales. Para ellos hay un único culpable de la regresividad del régimen impositivo: la clase política. Así lo sostiene, por ejemplo, un emblema de esta corriente de pensamiento, Roberto Cachanosky. Este economista es muy sólido doctrinariamente y, además, es honesto intelectualmente. Siempre sostuvo lo mismo en materia impositiva: para bajar los impuestos hay que achicar el Estado, lo que en la práctica significa que hay que tocar el bolsillo de la clase política. El 2 de marzo de 2016 Cachanosky publicó un artículo titulado “Bajar la presión tributaria ya”. Es muy claro y didáctico, y su lectura ayuda sobremanera a comprender el enfoque liberal del Estado. Escribió Cachanosky (fuente: Economía para todos):

“A propósito del gradualismo económico que se debate en estos días, se presenta una situación curiosa. Se argumenta que hay que bajar gradualmente el gasto público para evitar una crisis social. Ahora bien, siendo que el gasto público se financia con impuestos o bien con el impuesto inflacionario, la pregunta es: ¿por qué el contribuyente, que soporta una asfixiante carga tributaria puede seguir perdiendo nivel de vida y soportarlo sin que se produzca una crisis social y el que vive sin producir a costa del contribuyente no puede esperar? ¿Acaso el que vive a costa del contribuyente tiene alguna prerrogativa ante la ley, lo cual sería inconstitucional? No se entiende por qué el contribuyente tiene que seguir siendo explotado por el ñoqui o por el que vive de subsidios como si fuera su derecho a ser mantenido indefinidamente porque si el ñoqui o el subsidiado tienen que buscar un trabajo sería una política de ajuste. Una actitud de falta de solidaridad”.

“Acá hay una muy mala interpretación de lo que significa bajar el gasto público. En primer lugar no es solo hacer que los ñoquis vayan a trabajar, algo que, en todo caso, sería un acto de justicia, también es decirle a quienes reciben subsidios sociales que no los van a recibir para siempre, que tienen que reempadronarse y que en caso de surgir algún trabajo acorde a sus habilidades tendrá dos opciones: a) tomar el trabajo, cobrar el sueldo y además el 50% del subsidio por 6 meses o B) si no toma el trabajo automáticamente deja de cobrar el subsidio”.

“Por otro lado, bastante gasto público se podría podar mediante una revisión de los contratos de obra pública que, en muchos casos, han sido verdaderos bolsones de corrupción”.

“Resulta verdaderamente disparatado que a los ñoquis que están en el Estado viviendo del trabajo ajeno le ajusten los salarios por inflación y a los contribuyentes que pagamos ganancias o bienes personales nos tengan con mínimos no imponibles de 14 años atrás sin indexar. No se entiende por qué en un caso se denuncia costo social y en el caso de los que producimos y somos exprimidos con impuestos no tengamos costo social”.

“Es falso que para bajar la presión impositiva primero haya que reducir la evasión y luego las tasas. Es exactamente al revés. Para reducir la evasión impositiva, primero hay que simplificar el sistema tributario y reducir las tasas de los impuestos. Al reducir las tasas de los impuestos disminuye el premio por evadir y el que está fuera del sistema considera que es más conveniente entrar al sistema que asumir el costo de ser detectado por no pagar los impuestos”.

“Creo que en Argentina nos fuimos del otro lado de la curva de Laffer. La teoría de Laffer era que a medida que crece la tasa del impuesto sube la recaudación. Pero llegado un determinado punto, si el Estado sigue subiendo la tasa del impuesto, comienza a recaudar menos porque estimula la evasión o bien disminuye la actividad porque la presión tributaria hace que no sea rentable producir”.

“En Argentina, la voracidad fiscal es tan grande que el Estado ha aumentado hasta tal nivel la presión impositiva que estimula la evasión y desestimula la producción y la inversión. Tanto exprimió al contribuyente que éste produce menos y, por lo tanto, la base sobre la que recauda es cada vez menor. Dicho de otra manera, si antes el Estado aplicaba un 20% de impuesto sobre $ 1000 de base imponible, recaudaba $ 200. Ahora aplica una tasa del 30% pero sobre una base imponible de $ 600 con lo cual recauda $ 180. Aumentó la carga impositiva un 50% pero recauda un 10% menos porque la economía produce menos y la evasión es mayor. Las altas cargas impositivas marginan a la gente del sistema formal y hacen que la economía se achique, de manera que por más que aumenten las tasas de imposición ya sea nominalmente o bien en términos reales no ajustando por inflación los balances, los mínimos no imponibles y las deducciones no van a recaudar más. Por eso considero que es un error de estrategia postergar la reducción de la carga tributaria, en particular de ganancias”.

“Lo que se necesita desesperadamente es que la economía crezca. Que la gente produzca más. Uno de los mayores obstáculos para captar inversiones y producir más es, justamente, esta locura de sistema tributario que ha dejado el kirchnerismo. Mi visión es que habría que hacer exactamente la inversa. Bajar ya la presión impositiva para agrandar la economía y sobre una mayor riqueza recaudar más o lo mismo que antes”.

“Por supuesto que pueden intentar sostener estas tasas de imposición y buscar reactivar la economía con deuda externa recurriendo a la receta keynesiana, pero habrá que tener en cuenta que se estarán distorsionando las variables económicas al recurrir al endeudamiento externo, no se solucionarán los problemas heredados y una vez que se acabe el financiamiento externo volveremos al punto de partida”.

“Me parece que hemos caído en tal locura de gasto que el Estado no aplica un sistema tributario para financiar sus gastos de funcionamiento sino que parte de la siguiente premisa: ¿cuánto puedo exprimir al contribuyente para llevar la carga tributaria al máximo y así financiar la colección de programas populistas que tengo en el presupuesto? El principio es cuánto puedo explotar al contribuyente, no qué gastos necesito para tener un Estado austero y eficiente”.

“¿Por qué una persona puede estar dispuesta a vivir en sociedad sacrificando parte de sus ingresos y libertad? Para resguardarse de los ladrones errantes. De otros grupos de delincuentes. Si uno se une a grupos más amplios para defenderse de los depredadores tendría más posibilidades de defenderse de ellos. Sin embargo el populismo estatista y distribucionista terminó por transformarse en el gran depredador. Los que producen le delegaron transitoriamente el monopolio de la fuerza a un grupo de personas para que los defienda de los depredadores y ese grupo de personas terminó utilizando el monopolio de la fuerza para depredar a los que producen y mantener a los que no producen”.

“En síntesis, tengo la impresión que el camino indicado no es postergar la disminución de la carga impositiva sino, por el contrario, anticiparla para estimular la generación de más riqueza que es igual al ingreso y así tener más ingresos fiscales por ampliación de la base imponible”.

“De lo que se trata es de ir para el otro lado de la curva de Laffer, si es que queremos que el Estado deje de ser un depredador y sirva para lo que fue creado: defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad de las personas”.

Para Cachanosky el Estado es un monstruo creado pura y exclusivamente para expoliar al contribuyente, al ciudadano. La presión fiscal es de tal magnitud, enfatiza, que lo único que logran los burócratas enquistados en el Estado es estimular el no pago de impuestos-evasión-y enervar la producción y la inversión. Asfixiado por los tentáculos estatales el contribuyente produce cada vez menos lo que termina por achicar la base sobre la que recauda. La presión fiscal expulsa a mucha gente del sistema formal ocasionando el achique de la economía, lo que impide al Estado incrementar el volumen de sus ingresos. Sólo si la economía crece la sociedad logrará elevar su nivel de vida. Para logar el crecimiento económico es fundamental que los ciudadanos no se enloquezcan cuando reciben las boletas. Cachanosky está convencido que la única forma de poner en marcha el sistema productivo es bajando la presión tributaria, pero para lograr ese objetivo no queda más remedio que achicar el gasto público. Considera que lo que persiguen los gobernantes que supimos conseguir es exprimir al máximo al contribuyente para obtener los recursos que les posibilite seguir financiando el sinnúmero de planes sociales que permiten que millones de personas logren apenas sobrevivir. Al gobernante no le interesa financiar un Estado austero y eficiente sino financiar “la colección de programas populistas que tengo en el presupuesto”.

Según Cachanosky la presión fiscal es el arma de que se vale el Estado para atentar contra la libertad de cada uno de los miembros de la sociedad. Es tal la voracidad fiscal de nuestros gobernantes, acusa, que terminaron por convertirse en feroces depredadores que se valen del monopolio de la fuerza para expoliar a la sociedad. La Argentina comenzará a solucionar los graves problemas que la aquejan en la medida en que sus miembros y, fundamentalmente, su clase política sean conscientes de que el Estado fue creado pura y exclusivamente para “defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad de las personas”.

El enfoque de Ludwig von Mises

Cachanosky piensa de esta manera porque durante toda su vida se nutrió de las enseñanzas de los más preclaros exponentes de la Escuela Austríaca de Economía: Carl Menger, Eugen Böhm von Bawerk, Friedrich von Vieser, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y Murray Rothbard, entre otros. De entre ellos merece destacarse von Mises quien, en compañía de Hayek, ejerció un gran influencia sobre los economistas liberales vernáculos. En su magna obra “La acción humana” (ed. Sopec, Madrid, 1968) Mises expresa lo siguiente respecto a la presión fiscal:

“El impuesto total grava completamente -confisca- los ingresos y los patrimonios. Ello permite a los poderes constituidos colmar, primero, las arcas del tesoro público y asignar, luego, a cada ciudadano la cantidad que se considera oportuna para que atienda a su propio mantenimiento. O lo que es igual: el gobernante, al fijar las cargas impositivas, libera del gravamen aquella cantidad que considera equitativa, y completa la porción de los que tienen menos hasta dejar su cuantía adecuadamente equilibrada”.

“La idea del impuesto total, sin embargo, no puede ser llevada hasta sus últimas consecuencias lógicas. Si empresarios y capitalistas no obtienen ni beneficios ni pérdidas, les es indiferente, cuando deciden acerca del empleo de los medios de producción, actuar de esta o de aquella manera. Desvanecida su función social, quedan transformados en meros administradores de la cosa pública, sin que les acucie el propio interés y carentes de todo sentido de responsabilidad. Nada les induce a ordenar la producción con arreglo a las apetencias del consumidor. Si sólo se grava la renta, quedando exentos los bienes de capital, ofrécese un incentivo al propietario para que consuma parte de su patrimonio en perjuicio del interés común. El impuesto total sobre la renta constituiría en todo caso torpe vía para instaurar el socialismo. Cuando afecta no sólo a las rentas, sino también a los patrimonios, deja de ser exacción tributaria; es decir, no es ya el instrumento recaudatorio de las sumas destinadas a nutrir el presupuesto estatal bajo la égida de la economía de mercado. Se convierte en medida que conduce a la instauración del socialismo. Tan pronto como el impuesto total se implanta, el socialismo ha sustituido al capitalismo (…)”.

“La imposición tributaria constituye materia propia de la economía de mercado. El doble rasgo característico de tal sistema económico consiste, por un lado, en que bajo su égida los poderes públicos se abstienen de interferir los fenómenos de mercado, y por otro, que la organización administrativa es tan sencilla que, para operar, bástale disponer de una porción nada excesiva de los ingresos totales de los ciudadanos. En tales circunstancias, la exacción fiscal resulta mecanismo adecuado para dotar al estado de los fondos necesarios. Dada su moderación, se convierte en el medio más idóneo sin apenas perturbar la producción y el consumo. Cuando, en cambio, proliferan desmesuradamente los impuestos, quedan desnaturalizados y se convierten en mecanismo capaz de aniquilar la economía de mercado”.

“Tal metamorfosis del mecanismo impositivo en arma de destrucción es el signo que caracteriza las finanzas públicas de nuestros días (…) La cuestión queda enunciada así: cuanto mayor es la presión tributaria más fácil resulta desbaratar la economía de mercado (…) Los hombres de negocios se quejan de la abrumadora carga que comporta la excesiva presión tributaria. Los estadistas se alarman ante el riesgo de matar la “gallina de los huevos de oro”. Ahora bien, el talón de Aquiles del mecanismo fiscal radica en la paradoja de que cuanto más se incrementan los impuestos, tanto más se debilita la economía de mercado y, consecuentemente, el propio sistema impositivo. Así se evidencia que el mantenimiento de la propiedad privada y las medidas confiscatorias son, en definitiva, incompatibles. Cualquier impuesto concreto-de igual manera que todo el sistema fiscal de un país-se autodestruye cuando rebasa ciertos límites (…)”.

“El arma principal con que actualmente cuenta el intervencionismo en su afán confiscatorio es de índole fiscal. Intrascendente resulta el que mediante el mecanismo tributario se aspire, por una motivación social, a nivelar la riqueza de los ciudadanos o que, por el contrario, lo que se persiga sea conseguir mayores ingresos para el erario público. Lo único que en este lugar importa es determinar las consecuencias que tal intervencionismo confiscatorio provoca (…)”.

“Los problemas económicos, sin embargo, son siempre de carácter social; lo que interesa en su análisis es saber las repercusiones que las correspondientes disposiciones provocarán sobre la generalidad de las gentes. No se trata de ponderar la desgracia o la felicidad de ningún Creso ni sus méritos o vicios personales; lo que interesa es el cuerpo social y la productividad del esfuerzo humano. Pues bien, cuando la ley, por ejemplo, hace prohibitivo el acumular más de diez millones o ganar más de un millón al año, aparta en determinado momento del proceso productivo precisamente a aquellos individuos que mejor están atendiendo los deseos de los consumidores (…) Perjudica, evidentemente, a los consumidores el vedar a los empresarios más eficientes que amplíen la esfera de sus actividades en la medida que conforme con los deseos de las gentes, deseos que éstas patentizan al adquirir los productos por aquéllos ofrecidos. Plantéase de nuevo el dilema: ¿a quién debe corresponder la suprema decisión, a los consumidores o al jerarca? En un mercado sin trabas, el consumidor, comprando o absteniéndose de comprar, determina, en definitiva, los ingresos y la fortuna de cada uno. ¿Es prudente investir a quienes detentan el poder con la facultad de alterar la voluntad de los consumidores? (…)”.

“Los impuestos ciertamente son necesarios. Ahora bien, la política fiscal discriminatoria dista mucho de constituir verdadero sistema impositivo. Más bien se trata de una disfrazada expropiación de los empresarios y capitalistas más capaces. Es incompatible con el mantenimiento de la economía de mercado, digan lo que quieran los turiferarios del poder. En la práctica, sirve para abrirle las puertas al socialismo (…) La esencial característica del mercado consiste en que no respeta los intereses creados, presionando, en cambio, a empresarios y capitalistas para que ajusten de modo incesante su conducta a la siempre cambiante estructura social. En todo momento han de mantenerse en forma. Mientras permanezcan en la palestra mercantil, jamás podrán disfrutar pacífica y cómodamente de la riqueza otrora ganada o de los bienes que sus antepasados les legaron, ni tampoco adormecerse en brazos de la rutina. Tan pronto como olvidan que es su misión servir a los consumidores de la mejor manera posible, se tambalea su privilegiada posición y de nuevo son relegados a las filas de los hombres comunes. Las riquezas que acumularon y su función rectora hállanse constantemente amenazadas por las acometidas de los recién llegados”.

“La esencial característica del mercado consiste en que no respeta los intereses creados, presionando, en cambio, a empresarios y capitalistas para que ajusten de modo incesante su conducta a la siempre cambiante estructura social. En todo momento han de mantenerse en forma. Mientras permanezcan en la palestraza mercantil, jamás podrán disfrutar pacífica y cómodamente de la riqueza otrora ganada o de los bienes que sus antepasados les legaron, ni tampoco adormecerse en brazos de la rutina. Tan pronto como olvidan que es su misión servir a los consumidores de la mejor manera posible, se tambalea su posición privilegiada y de nuevo son relegados a las filas de los hombres comunes. Las riquezas que acumularon y su función rectora hállanse constantemente amenazadas por las acometidas de los recién llegados (…) Ocurre, sin embargo, en la actualidad que las cargas fiscales absorben la mayor parte de aquellos “extraordinarios” beneficios obtenidos por el nuevo empresario. La presión tributaria le impide acumular capital y desarrollar convenientemente sus negocios; jamás podrá convertirse en un gran comerciante o industrial y luchar denodadamente contra la rutina y los viejos hábitos. Los antiguos empresarios no tienen por qué temer su competencia; la mecánica fiscal les cubre con su manto protector. Pueden así abandonarse a la rutina, fosilizarse en su conservadurismo, desafiar impunemente los deseos de los consumidores. Cierto que la presión tributaria védales también acumular nuevos capitales. Pero lo importante para los hombres de negocios ya situados es que se impida al peligroso recién llegado disponer de mayores recursos. En realidad, el mecanismo tributario los emplaza en posición privilegiada. De esta suerte, la imposición progresiva obstaculiza el progreso económico, fomentando la rigidez y el inmovilismo. En tanto que bajo un orden capitalista inadulterado las riquezas obligan a quien las posee a servir a los consumidores, los modernos métodos fiscales convierten la propiedad en un privilegio”.

Para el liberalismo económico la presión fiscal está directamente relacionada con la dimensión del Estado. Cuanto más chico y eficiente sea el Estado, menor será la presión tributaria, menos dinero les será sacado coactivamente a los ciudadanos para financiarlo. Cuando el Estado comienza a engordar se necesita más dinero para mantenerlo. A mayor tamaño estatal, mayor presión fiscal. En consecuencia, para reformar el sistema impositivo es fundamental contar con un Estado chico y eficiente, que centre todos sus recursos en la defensa de la vida, la libertad y la propiedad de las personas. Vale decir que un cambio del sistema impositivo, cuyo objetivo es disminuir la presión fiscal que agobia a los ciudadanos, sólo puede ser efectivo si al mismo tiempo se produce un achicamiento del Estado.

Ahora bien, un achicamiento del Estado sólo puede llevarse a cabo si al mismo tiempo tiene lugar un profundo cambio de paradigma. Porque, en última instancia, tanto la modificación del sistema impositivo como el achicamiento del Estado sólo pueden darse si imperan la economía de mercado y el estado de derecho. La Argentina es pletórica en ejemplos de intentos desde el poder de achicar el Estado cuando no estaban vigentes ni la economía de mercado ni el estado de derecho. Basta con recordar los intentos de Adalbert Krieger Vasena durante la dictadura de Onganía y de Alfredo Martínez de Hoz durante la dictadura de Videla. También fracasaron en esta etapa democrática. Tales los casos de Domingo Cavallo durante el gobierno de Carlos Menem y de Nicolás Dujovne durante el gobierno de Macri. En estos casos, a diferencia de los mencionados precedentemente, estuvo (y está) vigente el estado de derecho pero no la economía de mercado.

En definitiva, la reforma del sistema de impuestos y el achicamiento del Estado sólo son viables si imperan la economía de mercado y el estado de derecho, columnas vertebrales de una genuina democracia liberal.

El enfoque de Friedrich Hayek

Friedrich Hayek también analizó este tema en su libro “Los fundamentos de la libertad” (Centro de Estudios sobre la Libertad, Buenos Aires, 1978). Escribió el autor:

“Comencemos por aclarar que el sistema progresivo que vamos a examinar, y que estimamos, a la larga, incompatible con una sociedad libre, es aquel que impone carácter progresivo a la carga fiscal en su conjunto, es decir, aquel que grava con tipos impositivos superiores a las mayores rentas. Determinadas contribuciones, y singularmente la de la renta, pudieran hacerse progresivas sobre la base de que así se compensa la tendencia de muchos impuestos indirectos a gravar más onerosamente a quienes disfrutan menos ingresos. Este es el único argumento válido a favor de la progresión. Tiene vigencia, sin embargo, en lo atinente a ciertos impuestos, pero no cabe apelar al mismo para hacer progresivo todo el sistema impositivo considerado en conjunto (…) Siendo hoy en día la imposición progresiva el principal instrumento de redistribución de rentas, no constituye el único medio para logarlo. Un sistema impositivo de carácter proporcional provoca igualmente los anhelados efectos distributivos. Basta para ello destinar parte sustancial de los ingresos al pago de servicios que beneficien principalmente a un sector determinado o bien abonarle subsidios directamente. Uno se pregunta, sin embargo, hasta qué medida los que poseen rentas más bajas se hallarían dispuestos a ver reducida mediante los impuestos su libertad de disponer de sus ingresos a cambio de obtener determinados servicios gratuitos. También resulta difícil imaginar cómo aplicando este método iban a modificarse de manera sustancial las diferencias que acusan quienes disponen de rentas más altas. Cabría, sin duda, desplazar una parte considerable de los ingresos de los ricos como clase a favor de los pobres también como clase (…) Lo que conviene dejar bien claro es que, en la actualidad y prescindiendo de lo que en el futuro pudiera ocurrir, el sistema tributario de carácter progresivo constituye el método fundamental para provocar la redistribución de las rentas y que sin este objetivo la importancia de tal política tributaria disminuiría de modo notable (…)”.

“El mecanismo tributario de tipo progresivo ha asumido la categoría que hoy tiene por haber sido introducido de modo fraudulento invocando falsos pretextos. Cuando en la época de la Revolución Francesa, y posteriormente durante la agitación socialista que precedió a las revoluciones de 1848, fue propugnado por vez primera como medio de redistribución de rentas, la medida fue rechazada de modo absoluto (…) Cuando en 1830, tales propuestas fueron más ampliamente difundidas, J. R. McCuloch expuso su objeción principal y a menudo citada: “Igual que un navío en alta mar sin timón o sin brújula, nos encontramos nosotros tan pronto como hacemos caso omiso del principio fundamental de percibir de todos la misma proporción de sus rentas o patrimonio, y en tal supuesto las injusticias que se pueden cometer son innumerables”. En 1848, Karl Marx y Friedrich Engels propugnaron de modo franco y categórico la implantación de “un fuerte impuesto sobre la renta de tipo progresivo” como medida idónea para que, después de superada la primera etapa de la revolución, “el proletariado, haciendo uso de su poder, fuera despojando de modo gradual a la burguesía de la totalidad del capital, transfiriendo al Estado todos los instrumentos de producción” (…) El sentido general (de la imposición progresiva), sin embargo, quedó perfectamente reflejado en la afirmación de A. Thiers: “La proporcionalidad es un sistema; la progresividad, en cambio, resulta odiosa y arbitraria”. John Stuart Mill, por su parte, definía a esta última como “solapado hurto” (…). De esta suerte, una vez más ha sido aceptado por la generalidad que los regímenes fiscales basados en la existencia de escalas progresivas no tienen otra justificación que el deseo de modificar la distribución de la riqueza y que tal dialéctica carece de soportes de carácter científico, puesto que se basa en postulados innegablemente políticos; no se trata, por tanto, sino de un módulo para llevar a cabo aquella distribución de rentas que la mayoría fija de modo arbitrario” (…).

“El gran incremento de los gastos públicos registrado en los últimos cuarenta años exigía introducir un régimen tributario basado en tarifas crecientes. De otra suerte, una intolerable carga impositiva hubiera recaído sobre los pobres; y si se admite que constituye un deber acudir en ayuda de los económicamente débiles, resulta inevitable implantar, en mayor o menor medida, un régimen tributario basado en la progresión. Tal razonamiento, al ser analizado, se transforma en puro mito. Los ingresos que provienen de las elevadas tarifas aplicadas a las grandes rentas, no sólo resultan de escasa cuantía en comparación con la recaudación total, sin suponer alivio perceptible a la carga que soportan el resto de los contribuyentes, sino que, durante mucho tiempo después de haber sido introducida la progresión impositiva, no resultaron beneficiados los más pobres; el beneficio recayó sobre las clases trabajadoras mejor dotadas y los bajos estratos de las clases medias, que suministraban el mayor número de votantes. En cambio, es más probable que la principal razón de que los impuestos se hayan incrementado tan rápidamente haya sido la ilusión de que la fiscalidad progresiva desplazaría la carga tributaria sobre la espalda de los ricos, y, bajo la influencia de esta ilusión, las masas han aceptado, a su vez, soportar una presión fiscal mucho mayor de lo que habría ocurrido de producirse las cosas distintamente. En realidad, el único resultado tangible de la aludida política fiscal radica en la drástica limitación impuesta a los beneficios que pueden retirar quienes triunfan en la vida mercantil, lo cual satisface la envidia de los menos afortunados (…).

“En contraste con el sistema proporcional, el progresivo no nos ofrece módulo alguno que permita determinar cuál deba ser la carga fiscal de cada uno. Supone adoptar medidas discriminatorias contra los ricos, sin criterio objetivo que permita determinar la onerosidad de las correspondientes normas. Porque “no existe fórmula que nos indique cuál sea la tasa progresiva ideal” (Royal Comission on theTaxation of Profits and Income, Second Report, L.H.M. Stationary Office); cabe afirmar que sólo la novedad del sistema ha impedido desde un principio se aplicara a base de tarifas punitivas. Razón alguna se opone a que la exacción de “un poco más” deje de considerarse justa y razonable. No entraña menosprecio de la democracia, ni desconfiar del buen criterio de los electores, el afirmar que, una vez establecido el sistema, será llevado a límites más gravosos de los en un principio deseados (…) Lo que proclamamos es que las democracias, si quieren ser justas, todavía habrán de aprender la necesidad de atemperar sus acciones a principios generales (…) En el caso de la imposición progresiva, el principio en que se basa implica tan sólo abierta invitación a la discriminación, y, lo que es peor, a que la mayoría discrimine contra la minoría, con lo que el supuesto deseo de justicia se traduce en pura arbitrariedad (…). El gran mérito de la imposición proporcional consiste en que nos ofrece normas aceptables tanto para quienes contribuyen con mayores sumas, como para quienes soportan menores cargas tributarias; normas éstas que, además, no exigen establecer singularizadas reglamentaciones aplicables sólo a la minoría (…)”.

“En última instancia, el problema que plantea la imposición progresiva es de tipo ético. Bajo el régimen democrático, lo que interesa dilucidar es si la opinión pública continuaría apoyando el aludido sistema fiscal una vez que las gentes se percataran de su real contenido. No hay duda que tal sistema busca la justificación en argumentos que las gentes rechazarían de serles objetivamente expuestos. Es justo pretender que a la mayoría le está permitido transferir, mediante discriminación, las cargas fiscales a la minoría; que un mismo servicio pueda retribuirse de forma dispar según quien lo preste; y que todo un estamento, simplemente por tener unos ingresos distintos a sus semejantes, se vea privado de los incentivos y compensaciones que el actuar de otros depara (…) Si se desea implantar un régimen fiscal razonable, es obligado respetar la norma siguiente: la propia mayoría que fijó el importe total de las cargas fiscales ha de soportar, a su vez, el porcentaje máximo impositivo. No hay razón alguna, en cambio, que se oponga a que la mayoría aludida pueda mejorar la suerte de la minoría económicamente más débil rebajándole proporcionalmente su cuota contributiva (…) ¿Existe algún mecanismo con probabilidades de ser prohijado por la opinión pública capaz de contener aquella tendencia inherente al sistema progresivo, de rebasar todos los límites una vez establecido? En mi opinión, tal propósito no se alcanzará fijando un tope máximo a las tarifas inicialmente decretadas (…) Lo indispensable es establecer un principio que marque un límite máximo de los impuestos directos en relación con la carga fiscal en su conjunto. La mejor norma sería aquella que fijara un porcentaje máximo (marginal) de impuestos directos igual al porcentaje de la renta nacional que el estado absorbe con sus gastos. Es decir, que si la fiscalidad detrae el 25 por 100 de la renta nacional, los impuestos directos no deben superar el 25 por 100 de la renta individual”.

La ley de la libertad

De las reflexiones vertidas por Mises y Hayek surge la siguiente conclusión: un sistema de impuestos que no agobie a la sociedad, que no confisque sus recursos sólo es viable en un contexto económico, político y cultural que haga factible la plena vigencia de la libertad bajo la ley. Y para que ello suceda es fundamental que la ley de la libertad reúna ciertos requisitos. ¿Cuáles son? Hayek contesta (Los fundamentos…ibídem):

“En primer lugar subrayaremos que, puesto que el estado de derecho significa que el gobierno no debe ejercer nunca coacción sobre el individuo excepto para hacer cumplir una ley conocida, ello constituye una limitación de los poderes de todos los gobiernos, incluyendo también los de las asambleas legislativas (…) El imperio de la ley presupone, desde luego, completa legalidad, pero sin que ello sea suficiente. Si una ley concede al gobierno poder ilimitado para actuar a su gusto y sazón, todas las acciones serán legales, pero no se encajarán ciertamente dentro del estado de derecho. El estado de derecho, por tanto, es también más que el constitucionalismo y requiere que todas las leyes se conformen con ciertos principios (…) El imperio de la ley, por tanto, no es una regla legal, sino una regla referente a lo que la ley debe ser, una doctrina metalegal o un ideal político. El imperio de la ley será efectivo sólo en tanto en cuanto el legislador se sienta ligado por él. En una democracia esto significa que el estado de derecho no prevalecerá a menos que la moral tradicional de la comunidad esté constituida por un ideal común e incuestionablemente aceptado por la mayoría (…) Si el ideal del imperio de la ley constituye elemento firme de la opinión pública, la legislación y la jurisdicción tenderá a aproximarse más y más íntimamente a él. Ahora bien, si dicho ideal se presenta como impracticable e incluso indeseable y los ciudadanos dejan de esforzarse en verlo implantado, rápidamente desaparecerá y tal sociedad caerá velozmente en un estado de arbitraria tiranía (…) Lo que distingue a una sociedad libre de otra carente de libertad es que en la primera el individuo tiene una esfera de acción privada claramente reconocida y diferente de la esfera pública; que asimismo, no puede recibir cualesquiera clase de órdenes, y que solamente puede esperarse de él que obedezca las reglas que son igualmente aplicables a todos los ciudadanos. La vanagloria del hombre libre acostumbra a ser que, mientras se mantuviese dentro de los límites de las leyes conocidas, no tenía necesidad de solicitar permiso de nadie ni de obedecer orden alguna. Dudo que ninguno de nosotros pueda pretender esto en la actualidad (…)”.

“El segundo atributo principal requerido por las verdaderas leyes es que sean conocidas y ciertas. Difícilmente puede exagerarse la importancia que la certeza de la ley tiene para el funcionamiento suave y eficiente de la sociedad libre. Probablemente, no existe otro factor que haya contribuido más a la prosperidad de Occidente que el prevalecimiento de la certeza de la ley. Nada altera el que la completa certeza de la ley sea un ideal al que trataremos de acercarnos aunque nunca lo logremos perfectamente (…) El punto esencial es la posibilidad de predecir las decisiones de los tribunales y no que todas las reglas que las determinan se puedan manifestar mediante palabras. Reiterar que las acciones de los tribunales estén de acuerdo con reglas preexistentes, no es insistir en que todas esas reglas sean explícitas; en que hayan sido escritas de antemano utilizando tales o cuales palabras (…)”.

“El tercer requisito de la ley verdadera es la igualdad y reviste trascendencia análoga a la de los otros dos, si bien resulta mucho más difícil de definir. El que una ley se aplique igualmente a todos, no sólo significa que sea general en el sentido ya expuesto (…) El estado de derecho requiere no solamente que el gobernante haga cumplir la ley a los otros y que tal función constituya auténtico monopolio, sino que actúe de acuerdo con la misma ley y, por lo tanto, esté limitado de la misma manera que una persona privada. El hecho de que las leyes se apliquen igualmente a todos, gobernantes incluidos, es lo que hace improbable la adopción de reglas opresivas”.

Mises y Hayek presentan enfoques coincidentes. Cuando se aplica el impuesto total (Mises) se confiscan los ingresos y los patrimonios de las personas. Se trata de un robo legal ejecutado por los burócratas estatales en beneficio propio. Esta política impositiva a la larga provoca la destrucción de la economía de mercado ya que abre las compuertas para que ingrese el socialismo. Cabe aclarar que cuando Mises habla de “socialismo” se refiere al totalitarismo colectivista soviético. El impuesto total es propio de aquellas burocracias estatales elefantiásicas, incompatibles con la economía de mercado. Este tipo de economía necesita contar con una organización administrativa sencilla y eficiente. De esa forma su funcionamiento se financia con una porción pequeña de los ingresos totales de los ciudadanos. Cuando comienzan a proliferar los impuestos, enfatiza Mises, cuando el sistema impositivo se convierte en una poderosa telaraña que aprisiona a las personas, la economía de mercado se extingue. Mises esboza la siguiente ley económica: “cuanto mayor es la presión tributaria más fácil resulta desbaratar la economía de mercado”. Y afirma que todo impuesto que supera un determinado límite se autodestruye. Otro principio fundamental de la concepción misiana es el siguiente: cuando el estado impide a los empresarios ser eficientes, los consumidores sufren un severo prejuicio ya que se ven impedidos de elegir al empresario que mejor satisface sus demandas. Vale decir que una política fiscal que obliga a los mejores empresarios a destinar gran parte de sus recursos para solventar los gastos de una inmensa organización estatal, termina por desmotivarlos. Nadie niega la importancia de los impuestos, enfatiza Mises. Si el estado no contara con los recursos extraídos a los contribuyentes no podría funcionar. Pero una cosa es una política impositiva justa, que respete el derecho de propiedad, y otra de índole confiscatoria que implica una verdadera expropiación de los empresarios más capaces.

Por su parte, Hayek hace una dura crítica al sistema impositivo progresivo y una defensa del sistema impositivo proporcional. El sistema impositivo progresivo implica obligar a los ricos a pagar más que los restantes miembros de la sociedad. Cuanto mayor es el nivel de rentas, mayor deberá ser la presión tributaria. Hayek reconoce que cuando el impuesto a la renta es progresivo, es decir cuando los que más tienen más pagan, compensa en buena medida el esfuerzo que hacen los sectores de menores ingresos cuando deben hacer frente a los impuestos indirectos. Sin embargo, es un error pretender hacer progresivo a todo el sistema impositivo. Reconoce Hayek que en la actualidad la imposición progresiva es el principal instrumento de que se valen los gobernantes para redistribuir las rentas. Pero existe otro sistema, el proporcional, que ocasiona esos anhelos distributivos. Este sistema consagra un mismo tipo de gravamen para todos los contribuyentes sin importar cuál sea su base imponible. Vale decir que todos los contribuyentes destinan, por ejemplo, el 15% de sus ingresos para financiar el funcionamiento del estado. Según Hayek, entonces, que todo el mundo pague el mismo porcentaje en materia impositiva es eficaz a la hora de mejorar la redistribución de las rentas. Para el economista austríaco el sistema proporcional es mucho más previsible que el sistema progresivo ya que éste “no ofrece parámetro alguno que permita determinar cuál deba ser la carga fiscal de cada uno”. De ahí a la arbitrariedad hay un paso. Para Hayek es inadmisible que el estado decida por su cuenta cuánto deben pagar los pobres, cuánto los sectores medios y cuánto los sectores adinerados. En definitiva, el sistema impositivo progresivo es propio de un estado en el que no está vigente el imperio de la ley.

No nos olvidemos de las reflexiones de Cachanosky. Su mensaje final es el siguiente: para elevar el nivel de vida del pueblo es esencial que el Estado “deje de ser un depredador y sirva para lo que fue creado: defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad de las personas”. El sistema impositivo es una parte esencial de ese estado soñado por Cachanosky. El que hoy está vigente en el Argentina se adecua perfectamente al enfoque teórico de Mises. No se trata, en realidad, de un sistema impositivo, sino de un sistema que expropia gran parte de nuestros recursos. La pregunta del millón, entonces, es la siguiente: ¿cómo hacer para que el sistema expropiatorio vigente sea sustituido por un sistema impositivo liberal? Se trata, más que de una cuestión técnica, de un problema político y, fundamentalmente, cultural.

El sistema impositivo liberal propuesto forma parte del liberalismo como cosmovisión. He aquí, me parece, el mensaje de los grandes maestros de la escuela austríaca consultados. Para que un sistema de esa índole funcione en una sociedad dada, la cosmovisión liberal debe estar vigente. Los miembros de esa sociedad deben estar convencidos de las bondades de la cosmovisión liberal. Deben creer en un Estado que, como bien señala Cachanosky, “sirva para lo que fue creado: defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad de las personas”. Un sistema impositivo liberal sólo es posible en el marco de un Estado liberal. Si se pretende imponer un sistema impositivo liberal, por intermedio de una ley sancionada por el Congreso y aprobada y promulgada por el Ejecutivo, en una sociedad cuya mentalidad es fuertemente antiliberal, esa ley está condenada al fracaso. Es imposible, me parece, reformar un sistema impositivo confiscatorio por otro liberal si previamente no hubo un profundo proceso educativo tendiente a convencer a las personas de lo que significa el liberalismo como cosmovisión.

En este punto cabe enfatizar la siguiente enseñanza de Montesquieu en “Del espíritu de las leyes”: “La ley, en general, es la razón humana en cuanto se aplica al gobierno de todos los pueblos de la Tierra; y las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser otra cosa sino casos particulares en que se aplica la misma razón humana. Deben ser estas últimas tan ajustadas a las condiciones del pueblo para el cual se hacen, que sería una rarísima casualidad si las hechas para una nación sirvieran para otras. Es preciso que esas leyes se amolden a la naturaleza del gobierno establecido o que se quiera establecer, bien sea que ellas lo formen, como lo hacen las leyes políticas, bien sea que lo mantengan, como las leyes civiles. Deben estar en relación con la naturaleza física del país, cuyo clima puede ser glacial, templado o tórrido; ser proporcionadas a su situación, a su extensión, al género de vida de sus habitantes, labradores, cazadores o pastores; amoldadas igualmente al grado de libertad posible en cada pueblo, a su religión, a sus inclinaciones, a su riqueza, al número de habitantes, a su comercio y a la índole de sus costumbres. Por último, han de organizarse unas con otras, con su origen, y con el objeto del legislador. Todas estas miras han de ser consideradas. Es lo que intento hacer en esta obra. Examinaré todas estas relaciones, que forman en conjunto lo que yo llamo “Espíritu de las leyes”.

¿Cuál es, entonces, el espíritu de una ley sancionada para reemplazar un sistema impositivo confiscatorio por otro liberal? No es otro que el espíritu liberal. Para que se cumpla el deseo de Cachanosky es primordial que esté vigente la libertad bajo la ley (Hayek), es decir, el estado de derecho. Ahora bien, el estado de derecho es posible únicamente en aquellas sociedades que le otorgan legitimidad, que están de acuerdo en someterse al imperio de la ley. Un sistema impositivo liberal sólo es viable si está vigente el gobierno de las leyes y no el gobierno de los hombres. Y aquí arribamos, me parece, al meollo del problema. ¿Por qué en la Argentina sigue siendo inviable no sólo aplicar un sistema impositivo liberal sino un Estado que se dedique pura y exclusivamente a “defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad de las personas” (Cachanosky)? Porque desde el surgimiento del Estado nacional ha estado vigente una cultura política que siempre valoró el liderazgo carismático, la personalidad del caudillo. Una cultura política que hizo un culto de la voluntad omnímoda del jefe, que es la antítesis de la concepción liberal de Hayek. Cuando está vigente el caudillismo el imperio de la ley se esfuma ya que sólo vale la voluntad del que manda. No existen las normas generales sino los caprichos del mandamás. Una sociedad que, como la argentina, legitima el caudillismo aborrece la concepción liberal del estado. En realidad, aborrece la cosmovisión liberal. Una sociedad de esta índole se entrega a la voluntad del caudillo quien hace desaparecer toda distinción entre lo público y lo privado. Para el caudillo el aparato estatal es suyo, al igual que los recursos que extrae compulsivamente de la sociedad. Está por encima de la ley. Por eso no duda en poblar la burocracia estatal con “amigos” que le responden sin hesitar. Para el caudillo el sistema impositivo sirve pura y exclusivamente para financiar todos sus gustos, todos sus excesos. En un país donde impera semejante cultura política es imposible aplicar un sistema impositivo liberal, como lo pretende Cachanosky.

La intención de Cachanosky es hacer del estado una institución que esté al servicio de los ciudadanos y no del caudillo. Semejante empresa puede lograrse pero no de un día para el otro. Cachanosky, como todos los liberales económicos vernáculos, piensan que achicar el Estado es obra de un gobernante que apenas se sienta en el sillón de Rivadavia envía una ley al Congreso para el logro de ese objetivo. José Luis Espert, el candidato liberal que quiere ser presidente, está convencido de que si llegara a la Rosada lograría imponer la cosmovisión liberal en poco tiempo. Se olvida de las enseñanzas de Montesquieu. Habrá un Estado liberal en el país sólo cuando el pueblo legitime el espíritu liberal. Y para que ello suceda es fundamental educar al pueblo y, fundamentalmente, a las futuras generaciones para que cuando sean adultas crean en las leyes en libertad y no en la voluntad de un caudillo. Se trata de una tarea titánica que nadie, al menos por ahora, se atrever a proponer.

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