Por Alberto Medina Méndez.-
Lamentablemente las sociedades repiten muchas de sus propias historias y en ese devenir las ilusiones de algunos casi siempre se desvanecen frente a las predecibles mutaciones por las que atraviesa la clase política. No es solo un fenómeno local, sino también un comportamiento casi universal.
Mientras ciertos sectores de la política ocuparon un espacio opositor despotricaron contra el abuso de autoridad, la concentración del poder, la manipulación periodística y la dilapidación de recursos por parte del Estado.
Es tiempo de que algunos reflexionen y recuerden aquella frase que se le atribuye al gran escritor Jorge Luis Borges cuando dice que «hay que tener cuidado al elegir a los enemigos, porque uno termina pareciéndose a ellos».
Como sucede casi siempre, la rueda en algún momento gira, los ciclos finalmente culminan y los dirigentes se suceden intercambiando sus papeles. Los que transitaron por una vereda cruzan a la otra, los que estuvieron de un lado del mostrador deben luego estar en el opuesto.
Mientras no están en funciones muchos advierten acerca de los errores de los gobernantes, denuncian sus excentricidades, señalan el derroche irresponsable de recursos públicos y las maniobras políticas tendientes a controlarlo todo, ponen en evidencia los intentos de establecer mordazas mediáticas y critican casi todas las decisiones del poderoso de turno.
Un día llega la bisagra, ese instante especial en el que se concreta el cambio de signo y los que estaban afuera quedan adentro. Desde ese mismo momento se inicia una nueva transformación personal y grupal que parece ser inevitable, totalmente inexorable.
Los que antes reprobaban ciertas actitudes de sus circunstanciales rivales políticos tienen ahora la responsabilidad de conducir el barco y entonces todo lo que previamente parecía abominable se torna mágicamente aceptable e imprescindible y merece ser defendido con uñas y dientes.
Muchos aún no han comprendido para qué fueron elegidos y siguen confundidos del mismo modo que los que gobernaron antes. No son los dueños del poder. En todo caso son los administradores de la coyuntura. No vinieron a darle felicidad a la gente, sino a asegurarse que todos los individuos dispongan de esos derechos inalienables que les pertenecen y que con esas garantías, cada ciudadano tenga la oportunidad de construir su propio plan de vida, sin la participación de los ocasionales gobernantes.
Todo vuelve al principio. Lo que antes era derroche ahora parece indispensable. Las extralimitaciones del pasado ya son parte natural del ejercicio del poder. Habrá que recordarles a todos que los abusos, son eso, un atropello y ninguna alquimia lingüística lo modifica o atenúa.
La llegada al poder parece generar algo que ni los mismos protagonistas logran identificar con suficiente claridad. Siempre dijeron que criticar en una sociedad civilizada era vital. En su nueva posición consideran que esos elementos disonantes son funcionales a sus adversarios y entonces pretenden que las voces discordantes no se hagan escuchar demasiado.
Ya no apelan a los fascistas métodos de sus antecesores. La nueva modalidad es que los planteos se hagan por lo bajo, en privado, sin levantar mucho el perfil. Sostienen que quienes juzgan su accionar cotidiano ponen «palos en la rueda» y quieren regresar al pasado. Lo que no quieren ellos son críticas, pero aun conservan cierto pudor para desdecirse a sí mismos.
Esta escenografía se repite en casi todos los asuntos de gobierno. El poder político se termina pareciendo, tal vez sin querer, a un abanico donde los matices abundan pero en el fondo todo permanece absolutamente intacto.
Unos pontifican sobre la necesidad de un Estado enorme otorgándole un rol omnipotente. Le asignan una misión grandiosa y justifican todo tipo de delirios porque eso avala el saqueo institucional a los individuos y el derecho a apropiarse de una parte de su esfuerzo de la mano de la ley.
Los otros, dicen lo que parece opuesto planteando que el Estado debe ocuparse de algunos aspectos pero no debe estar presente en tantos asuntos cotidianos. Pese a ese discurso, continúan con la inercia, amparados en el ardid intelectual de que resulta imposible desarmar el núcleo del andamiaje vigente, porque eso sería políticamente inviable.
Dicho de otro modo. Los que quieren un Estado grande lo hacen diciéndolo a viva voz, mientras que los que simularon estar en las antípodas, ya en el poder encuentran múltiples y creativas excusas para sostener buena parte de la estructura imperante. El resultado es previsible, casi todo sigue igual, aunque ahora con una cosmética más civilizada y menos burda.
Lo más preocupante tiene que ver con las actitudes humanas, con esa dinámica que hace que una persona correcta, honesta e integra, acepte mansamente torcer sus ideales y desde su nuevo lugar de oficialista recite lo que jamás le hubiera tolerado a ninguno de sus predecesores.
No se trata de un proceso evolutivo en el que se cambia de opinión porque una construcción superadora desplaza a otra de menor consistencia. En todo caso, lo que hace que esa persona claudique es su nuevo contexto de poder, su imperiosa necesidad de sostenerse en su flamante conveniencia.
Este incidente no hace que los «chicos malos» sean héroes, porque su hipocresía es demasiado evidente como para colocarlos en ese altar. Ellos ya no tienen camino de regreso, aunque tampoco les importa demasiado.
Lo que realmente asusta es que los pocos «buenos de la película», una vez que acceden al poder se ven tentados a iniciar un proceso sin retorno, progresivo, gradual, donde pierden la humildad, se creen los dueños del poder, abandonan una a una sus convicciones y terminan pareciéndose a los que abominaban hasta hace poco tiempo atrás.
No se puede confiar en que los poderosos se regulen a sí mismos. Es una tarea cívica la de poner las cosas en su lugar y hacerles entender a todos que el poder es efímero, que vinieron a cumplir una misión breve, a ser una etapa más a lo largo de la historia y no a quedarse para siempre.
No hay dudas de que lo que ha quedado atrás es peor, pero eso no hace que todo lo de ahora sea intrínsecamente bueno, ni que oponerse a ciertas decisiones actuales implique desear que se retroceda. En todo caso se trata de un legítimo anhelo de que los que están sean realmente diferentes y hagan lo que tienen que hacer sin pretextos. Sería triste concluir que las luces del poder y las «alfombras rojas» terminan invitando irremediablemente a una inaceptable conversión.
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