Por Italo Pallotti.-

Establecer un diagnóstico sobre el porvenir de los argentinos no es tarea fácil. Hubo una filosofía del “dolce far niente” que se prolongó desde hace más de ocho décadas. Nació por los años 40 y se propagó como una apestosa mancha de aceite por tantas políticas públicas, como décadas transitadas. Los responsables deberán rendir cuentas del haber destruido en este país las bases fundamentales para el progreso de una nación: la cultura del trabajo y del ahorro. Cuando se degrada la capacidad del trabajo individual y la sensata utilización de los recursos que el mismo produce, nada es viable para cualquier persona. Las dádivas y el prebendismo puestos en marcha han ido de a poco destruyendo la voluntad de superación. La miseria consecuente fue minando sus expectativas de vida. Su voluntad de progresar de un modo honesto se fue envileciendo a tal punto que hoy nos encontramos con millones de personas que, llevados de la mano de inescrupulosos dirigentes (actualmente investigados por corruptos, en muchos casos), fueron llevados a un estado de miseria terminal de la que sólo políticas serias y de largo tiempo podrán sacarlos de ese ostracismo criminal en el que los han depositado. Por otro lado, otros millones, verdaderos héroes, que no bajaron los brazos, han ido y van retrocediendo en su calidad de vida, en su esperanza de un futuro mejor y su estado de ánimo, casi destruido, ya no le permite avizorar lo que tanto desfachatado tribunero, con su relato desde el Estado, le prometió, una y mil veces.

El binomio gobierno y gobernados, que debió armonizar su convivencia, hizo que ésta se fuera tornando intolerable en la medida que los que mandan no han enviado las señales necesarias para que el cuerpo social viva en paz. Eso se tornó altamente peligroso para unos y otros. Cuando el contrato social se desestructuró, las consecuencias fueron severamente graves. Esto ocurrió. Y como en un juego perverso de la oca, por acción u omisión hemos retrogradado varios casilleros, permitiendo toda clase de arbitrariedades y abusos de poder, tan malsanos, que denigraron no solo la condición de ciudadanos, sino la propia moral y dignidad de los que gobernaron. Una cáscara de improcedencias nos cubrió a tal punto que la indiferencia de unos y la decadencia moral de tantos otros, pareció no advertir. Y esa coraza es la que nos invalidó para exigir con valentía un cambio de rumbo. Demás está decir que las oposiciones, de todos los colores y matices ideológicos, sobre todo desde las bancas del Congreso, por un lado y la Justicia por el otro tienen una responsabilidad absoluta en lo sucedido, al no enfrentar con decisión tanta mentira, mediocridad y tamaña carga de hipocresía y corrupción. Y es de lógica que la repulsión y el hartazgo del pueblo llegaran al límite.

Y la historia parece situarnos en este estadío de realismo; para unos incomprensible, para otros inexorable. Los primeros por ignorancia, para los otros la cachetada brutal de lo antedicho (repulsión y hartazgo). El descalabro de la política argentina, nos tenía reservado algo extraño, novedoso; quizás desconocido. No hace mucho tiempo dos casi ignotos diputados (Milei y Villarruel) desde su “rinconcito” en las bancas irrumpían en el escenario de la política. Los y las que se “las sabían a todas” en el ejercicio del poder, fueron fagocitados de modo feroz; porque aquella porción de pueblo, saturados al extremo del embuste y una procacidad vergonzante del gobierno anterior, los catapultó, sin mayores razonamientos, ni expectativas, a la cima del poder. Y aquí están, uno con exagerada visibilización y hasta alguna expresión al extremo como un showman (que puede o no gustar); y la otra cara de esta fórmula, con su aparente silencio/aislamiento, diciéndonos “aquí vinimos para quedarnos”, como corresponde. Al frente una tropa, con descaro indisimulable y actitudes golpistas, trata de minar un escenario donde esa dupla trata de imponer un lenguaje de tinte renacentista, desde las cenizas; para una nación que dejaron al borde del colapso total.

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