Caretas reciclables
Por Enrique Guillermo Avogadro.-
“Los príncipes deben ejecutar a través de otros las medidas que puedan acarrearles odio, y ejecutar por sí mismos aquellas que les reportan el favor de los súbditos”. Niccolò di Bernardo dei Machiavelli
El desastre terminal al que los Fernández² han llevado a la Argentina se agudiza al extremo porque el tablero de control se ha convertido en un caos absolutamente incomprensible. La mesa de comando tiene en su cabecera a la multi-procesada emperatriz patagónica, gran competidora, a quien acompañan su esclavo, el humillado Alberto Fernández, y su siempre oscilante socio, el odiado y aceitoso Sergio Massa, dos claros campeones mundiales en el concurso de intercambio de máscaras. El traslado de las magistrales actuaciones de los comensales a los ministros y a los secretarios que, al menos en teoría, dependen de aquéllos, y al control de las grandes cajas, celosamente custodiadas (y robadas) por La Cámpora, han transformado al Estado en un paquidermo carísimo, ineficiente, inservible, cómplice y víctima de las garrapatas que viven de succionar su sangre.
Ese irresuelto rompecabezas se complica aún más con las actitudes de los movimientos sociales, que ven amenazada su monumental recaudación por la decisión de Cristina Fernández de entregar la administración de los múltiples planes a gobernadores e intendentes adictos. El jueves, en Plaza de Mayo y frente al Congreso, se dio una situación hasta ahora impensable, ya que compartieron la protesta líderes trotskistas opositores y gerentes oficialistas de la miseria, éstos funcionarios del Ejecutivo, que se imaginan “albertistas”; y con el anuncio de un paro general para el 14 de agosto que formuló la CGT, que dice apoyar al Gobierno pero está muy preocupada porque la corren por izquierda, explica por qué no entendemos nada.
Porque, sin duda, debemos agregar al cuadro el descalabro de una economía que, a través de la descomunal inflación, está empobreciendo a la ya tan menguada clase media, y convirtiendo en miserables hambrientos a tantos compatriotas. En esa situación, mucho más grave y extendida que la que llevó a la crisis de 2001, resulta sorprendente la falta de una reacción explosiva por parte de una sociedad tan abusada y golpeada, a la cual se ríen en la cara los funcionarios, con sus irritantes privilegios, su dilapidación de recursos públicos, su rampante corrupción, sus negociados asesinos con las vacunas, sus fiestas en Olivos, la pavorosa destrucción del poder adquisitivo de salarios y jubilaciones, el creciente desabastecimiento, su supina ignorancia, su injustificable soberbia, su impunidad, su complicidad con el narcotráfico y la violenta inseguridad derivada de éste. La única razón para que todo no salte ya mismo por el aire es que quienes gobiernan hoy son los mismos que entonces organizaron los saqueos.
Cristina Fernández, exhibiendo una vez más su crudo cinismo, trata de despegarse de la total responsabilidad que innegablemente le cabe y, aunque “revolea” ministros, juega a ser oposición pero, claramente, sin admitir la renuncia de su delegado presidencial. La razón es clara: desesperada por su inminente catástrofe penal, buscará ser electa como legisladora por la Provincia de Buenos Aires para conservar la protección de los fueros; no intentará volver a la Presidencia porque, en este tan penoso contexto socioeconómico el riesgo de perder sería enorme, como lo demuestran las crisis que están estallando en todo el mundo, y la dejaría a la intemperie.
Los argentinos, desde ambos costados de la insalvable grieta que nos divide, observamos erradamente los sucesos de Chile, Perú, Ecuador y Colombia. Unos, mirando con esperanza el acceso al poder de una izquierda brava hasta en Brasil, con la cual identifican a Luiz Inácio Lula da Silva, imaginando un continente teñido de rojo; otros, aterrados ante la probabilidad de que el castro-chavismo extienda sus tentáculos más allá de Venezuela, Cuba y Nicaragua. Pero, salvo en estos tres últimos, en los cuales sus tiranos están férreamente aliados a los militares, todos los países mencionados tienen instituciones fuertes capaces de controlar a sus presidentes y evitar alteraciones extremas.
Guillermo Lasso superó el golpe de Estado que intentó Rafael Correa, el fugado ex mandatario, aliado de los regímenes autoritarios de la región, para recuperar el poder en Ecuador. Gabriel Boric, Pedro Castillo, Gustavo Petro y Jair Bolsonaro no tienen el control de los parlamentos nacionales, ni lo tendrá Lula si triunfara en octubre; mucho menos, sobre los jueces. El chileno, acosado desde los extremos de su coalición, verá naufragar en septiembre el insólito proyecto de Constitución; su homólogo peruano, como sucedió con tantos de sus predecesores que terminaron en la cárcel o se suicidaron, se encuentra a tiro de la destitución por el Congreso; el Presidente electo colombiano, que recién asumirá el 7 de agosto, ha debido anunciar ya un Ministro de Economía pro-mercado; y su actual colega brasileño no podrá desconocer un eventual resultado electoral adverso, pese a sus amenazas en ese sentido.
Nuestras instituciones, bajo fuego durante dos décadas y, en muchos casos, colonizadas por el oficialismo, son débiles al extremo. Néstor y Cristina Kirchner, durante tres períodos, y ahora Alberto Fernández, destruyeron todos los organismos de control y, hasta las elecciones del año pasado, habían logrado transformar al Congreso en un mero circo de brazos enyesados y en un gran aguantadero de delincuentes, mientras combatían con saña a la prensa libre e intentaban saquear aún más al campo, pretendían “democratizar” a la Justicia para evitar comparecer luego ante ella y, dado el fracaso de la tentativa de cooptación, pauperizaban a las fuerzas armadas y a sus miembros, que perciben salarios dos tercios inferiores a los de las fuerzas de seguridad y recuerdan a sus miles de camaradas presos por defendernos del terrorismo, víctimas de una sociedad hipócrita, representada en los tribunales por verdaderos asesinos togados.
Gran y lúcido, como siempre, su análisis sociopolítico nacional y regional. Esa hacatombe, mal que nos pese, se resuelve como en una pulseada: de un golpe. No cabe otra solución, aunque tengamos pruritos en señalarla.