Por Mariano Aldao.-

Terminaba de apagar el televisor, tras haber disfrutado de la lluvia que nos trajo alivio a todos (en una primavera con poquísimas precipitaciones) y al sentarme ante la compu para dar fin al ritual diario antes del baño, previo al sueño, me topé con una desagradable nota: las fotos de la pomposa fiesta del primo del expresidente en la Rural, donde asistieron más de 300 invitados.

La sensación que tuve (por pura curiosidad entré en la nota) es la de haber visto un desfile de máscaras y disfraces). Y me pregunté: ¿era necesaria esa ostentación en los momentos aciagos que vive la sociedad? ¿Con la procesión de pobres que invaden las calles diariamente, la cantidad de jóvenes que deambulan como zombis después de fumarse un porro (escapándole al futuro), el desorden general, en todos los niveles de la República y la angustia de los jubilados (que ganan menos del 50% de la canasta básica tras 60 años cabalgando sobre la vida, con la fatiga que su tránsito genera y que no disimulan? Algunos habiendo aportado rigurosamente, otros, por diversos motivos (todos atendibles) con alguna deuda previsional, pero todos unidos por el mismo fenómeno, la vejez que a todos nos llega y que a ellos los ha alcanzado, como también su vulnerabilidad.

No me importa si el dinero para costear esa fiesta fue ganado lícitamente, si ya no hay pandemia, ni nada. Me importa que no se tenga el decoro de saber que desde hace rato estamos en el Titanic, “habiéndonos comido el iceberg” pero seguimos bailando y tirando manteca al techo para festejar una boda de segundas nupcias entre gente grande, con aire adolecente.

Nada tengo para objetarles, cada uno hace con su platita lo que quiere, según el dicho, sólo que sentí la tristeza de ver que esa festichola fue organizada por aquellos que pregonan que hay que luchar contra las asimetrías, que “TODOS” deberemos hacer sacrificios para salir del lugar decadente en el que nos encontramos. Así, no lo creo.

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