Por Hernán Andrés Kruse.-

Edgardo Kueider fue finalmente expulsado de la Cámara Alta. Tan drástica decisión fue tomada nada más y nada menos que por 60 senadores, luego de varias idas y vueltas que pusieron en evidencia, una vez más, la vigencia de Groucho Marx, quien sentenció: “estos son mis principios pero si no le gustan tengo otros”. El senador peronista devenido en libertario había sido detenido en Paraguay junto a su secretaria y 200 mil dólares sin declarar. Rápidos de reflejos los senadores kirchneristas activaron la sesión del jueves 12 de diciembre para expulsar a Kueider y permitir a la camporista Stefanía Cora ocupar su banca, con lo cual el bloque que responde a Cristina pasará de 33 a 34 legisladores, apenas tres menos de recuperar la mayoría automática.

La reacción del presidente de la nación fue fulminante. En diálogo con Luis Majul sentenció: “En el momento en que yo entro de viaje, automáticamente se produce la acefalía, entonces queda a cargo del ejecutivo la vicepresidenta. Si preside la sesión del Congreso, está trabajando en el Legislativo, pero al mismo tiempo es Presidente de la Nación interina. Eso violenta la división de poderes. La sesión es inválida”. Y agregó: “Lo que puedo notificar y verificar es que Villarruel fue informada. Se le comunica que voy a estar de viaje el martes. Estaba informada 48 horas antes de la sesión. La Escribanía General de la Nación interactuó con la secretaria de Villarruel así que también fue notificada la secretaria” (fuente: Infobae, 13/12/024). El problema es que la Vicepresidenta aseguró que el escribano presidencial nunca le notificó del viaje de Milei a Italia. Desde el gobierno salieron con los tapones de punta: la tildaron de mentirosa.

Semejante sainete puso al descubierto, además del quiebre definitivo del vínculo entre Milei y Villarruel, un hecho muy grave: la presencia en el Senado de un nefasto personaje como Edgardo Kueider. Cuando me enteré de este escándalo no pude menos que comparar a Kueider con don Lisandro de la Torre. Y llegué a la siguiente conclusión: ¡qué profunda es nuestra decadencia como nación! Porque las diferencias intelectuales y éticas entre Kueider y don Lisandro exponen de manera dramática hasta qué punto la kakistocracia (el gobierno de los peores) ha sido naturalizada por los argentinos.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Héctor Ghiretti (Dr. en Filosofía e Investigador Adjunto (Conicet)-Universidad Nacional de Cuyo) titulado “Lisandro de la Torre: La resonante heterodoxia de un liberal ortodoxo” (2012). Compare el lector la trayectoria de don Lisandro con la de Kueider y saque sus propias conclusiones.

LOS AÑOS RADICALES

“De sus primeros años sabemos de su afición por la literatura francesa y los idiomas. El ambiente familiar era muy favorable a una cultura universalista y extranjerizante. Contribuían a ello varios factores: la ilustración de su familia materna, la filiación política mitrista de su padre, porteño afincado en la provincia de Santa Fe, y el ambiente comercial, cosmopolita y aluvial de la ciudad de Rosario. De la Torre se cría en un ambiente poco proclive a la conservación y el cultivo de las antiguas tradiciones culturales del Interior y también en un clima de oposición al régimen imperante a partir del ascenso de Roca a la presidencia. Por esa razón permanecerá ignorante o insensible a los conflictos que se vivían en el país profundo, más allá de los límites de la Pampa Húmeda y gringa.

La primera articulación de su pensamiento que nos ha llegado es su tesis doctoral, un proyecto de creación de Régimen Municipal. Se encuentra allí una completa argumentación de perfecta ortodoxia liberal, fundado en autores ingleses y franceses, en el que se propone un sistema de autogobierno limitado a los propietarios, claramente fundado en principios de descentralización del poder estatal central y provincial. La conclusión de los estudios jurídicos dejó al joven de la Torre insatisfecho. Entusiasta de las ciencias biológicas y experimentales, inició estudios de medicina. Su sensibilidad no resistió a las exigencias del oficio médico, pero es muy probable que la experiencia afirmara una concepción filosófica de tendencias positivistas y cientificistas. De la Torre realizaría durante esos años estudios autodidácticos en materia de veterinaria y experimentación en zoonosis.

Por paradójico que parezca, es precisamente en función de sus convicciones liberales ortodoxas que inicia su militancia con los difusos e idealistas principios de los cívicos. De la Torre aparece estrechamente vinculado al caudillo cívico Leandro N. Alem, en la Revolución del Parque, en julio de 1890. Tiene una actuación destacada en los hechos de armas de esos días. Los ideales regeneracionistas de la Unión Cívica cautivan al joven rosarino. Su militancia tiene no obstante ciertas particularidades que es preciso analizar. Confluyen en la Unión Cívica un cúmulo de sectores políticos, ideológicos y sociales que sólo tienen por elemento plástico su oposición al sistema político montado por el Roca y perfeccionado por Juárez Celman: incluye desde elementos del antiguo autonomismo porteño de Alsina marginado por Mitre y Roca, viejos integrantes del Partido Federal de Buenos Aires y las provincias del Interior -todos representantes de la política caudillista, clientelar y tradicional- a dirigentes del mitrismo, vinculados a núcleos ideológicos liberales elitizantes e ilustrados. También hay espacio para dirigentes católicos.

Con el tiempo, cívicos radicales y juaristas representarían, cada uno a su modo, una combinación particular de tradición y modernidad. Simplificando un poco, puede decirse que la estructura tradicional del sistema político roquista-juarista, fundado en liderazgos personales de estructura clientelar, se combina con un proyecto de modernización económica y financiera del país, según el esquema del capitalismo dependiente y periférico. Frente a la élite en el poder, los radicales entienden esa relación de un modo diverso, pero no tanto como nos han querido hacer creer sus historiadores y apologistas. Bajo un planteamiento principista y moralizante de respeto y exaltación de la voluntad popular expresada en las urnas y de purificación de la administración pública y el gobierno de prácticas corruptas -lo cual era en sí mismo una tendencia modernizante- se podía percibir un programa político más bien difuso, sin mayores definiciones, que apenas difería de la ideología dominante en el hecho de que perseguía la inclusión de antiguas élites dirigentes desplazadas y de nuevos actores sociales en ascenso, como era el caso de los inmigrantes y sus descendientes. Lo mismo podía decirse de sus ideas en materia económica.

Se trataba de una alternativa política inclusiva, que por detrás de los grandes ideales pretendía el acceso al sistema político de sectores sociales cada vez más poderosos. Ideología dominante y disidencia radical mostraban -cada uno a su modo y con contradicciones e insolvencias- la difícil tensión entre tradición y modernidad. Ese es el marco ideológico en el que el joven de la Torre desarrollaría rápidamente su ideario personal por esos años, asumiendo sin matices la causa de la modernidad y la modernización. Esta toma de partido lo llevaría, con el tiempo, a la ruptura con el radicalismo. Según su propio testimonio, este proceso interno habría arrancado inmediatamente después del segundo gran intento revolucionario radical, en 1893. En esta ocasión de la Torre vuelve a asumir un protagonismo de primer orden, esta vez en la toma de Rosario, su ciudad.

La Revolución de 1893 fue un intento frustrado que provocaría conflictos internos y profundos desgarramientos en el seno del radicalismo. El episodio dejaría a un de la Torre removido, lleno de dudas y conflictos internos. Los levantamientos armados no podían ser la solución ni la praxis que demandaba la regeneración y la transformación del sistema político. Todo lo contrario: representaba una forma de acción propia de una cultura política tradicional, del atraso, propia de los conflictos armados civiles de la época de la anarquía, de los enfrentamientos entre federales y unitarios. Se trataba de un recurso propio de la “política criolla” de esa de la que hablaría años después el socialista Juan B. Justo: asunto de caudillos y montoneras, “chirinadas”. No habría progreso si se pensaba luchar por él con las armas.

De la Torre fue articulando así una concepción política en la que se articulaban de forma coherente fines y medios. En el plano de los fines se definió como un liberal ilustrado y programático, tanto en el campo político como en el económico. No hay rastros en su pensamiento de esos años de concesiones a la cultura política tradicional o a las golpeadas sociedades y economías regionales del interior: toma partido por el sistema democrático liberal y por la modernización económica capitalista. En el ámbito político abjura de las asonadas y los levantamientos armados, se pronuncia por una inserción del radicalismo en el sistema político vigente. En este sentido, aboga por la formación de un partido político moderno, al modo europeo o norteamericano, con programa de acción, órganos de gobierno, estatutos y sistemas de representación bien establecidos.

Tal toma de posiciones lo situaría en curso directo de colisión con la principal fuerza dentro del radicalismo. La temprana muerte de Aristóbulo del Valle dejó al radicalismo huérfano de un tipo de liderazgo institucional y académico, con el que se identificaba de la Torre. Por otro lado, después del suicidio de Alem, en 1896, los radicales de las provincias presenciarían el irresistible ascenso de un caudillo porteño, sobrino del gran tribuno desaparecido: Hipólito Yrigoyen pasaba a ser el hombre fuerte del partido, apoyado en la sólida estructura de lealtades personales y militancia que construye en la provincia de Buenos Aires.

Si de la Torre representa el ala modernizante, progresista, ilustrada (y ciertamente elitizante) del partido, Yrigoyen se sitúa en las antípodas. Es un caudillo de viejo cuño, que asienta su poder en valores antiguos, lealtades personales y sectores populares. Representa el tronco tradicional del radicalismo. La publicidad brillante y la oratoria refinada del rosarino chocan contra los modos personales, susurrantes y conspirativos del porteño. Este enfrentamiento ideológico y personal tendría su episodio culminante durante la Convención Partidaria de 1897. El radicalismo de las provincias (y particularmente el de Santa Fe) propuso discutir la línea política sostenida hasta el momento, que prescribía la “abstención revolucionaria”, y plantear una alternativa política de participación electoral. Yrigoyen saboteó las sesiones e hizo fracasar la Convención. El enfrentamiento entre ambos líderes se saldó, como es bien sabido, con un duelo a espada”.

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