Por Hernán Andrés Kruse.-

“¿Qué era, en efecto, la Patria y el patriotismo, en el sistema social y político de las antiguas sociedades de Grecia y Roma? Insistamos en explicarlo. La palabra Patria, entre los antiguos, según De Coulanges, significaba la tierra de los padres, tierra Patria. La patria de cada hombre, era la parte del suelo que su religión doméstica o nacional había santificado, la tierra en que estaban depositadas las osamentas de sus antecesores y que estaban ocupadas por sus almas. Tierra sagrada de la Patria, decían los griegos. Ese suelo era literalmente sagrado para el hombre de ese tiempo, porque estaba habitado por sus dioses. Estado, Patria, Ciudad, estas palabras no eran una mera abstracción como en los modernos; representaban realmente todo un conjunto de divinidades locales, con un culto de todos los días y creencias poderosas sobre el alma. Sólo así se explica el patriotismo entre los antiguos; sentimiento enérgico que era para ellos la virtud suprema en que todas las virtudes venían a refundirse. Una Patria semejante no era para el hombre un mero domicilio. La patria tenía ligado al hombre por vínculo sagrado. Tenía que amarla como se ama a una religión, obedecerla como se obedece a Dios, darse a ella todo entero, cifrar todo en ella, consagrarle su ser. El griego y el romano no morían por desprendimiento en obsequio de un hombre, o por punto de honor; pero a su Patria le debían su vida. Porque si la Patria era atacada, es su religión la que se ataca, decían ellos. Combatían verdaderamente por sus altares, por sus hogares pro aris et focis (b); porque si el enemigo se amparaba de la ciudad, sus altares eran derribados, sus fogones extinguidos, sus tumbas profanadas, sus dioses destruidos, su culto despedazado. El amor a la Patria era la piedad misma de los antiguos. Para ellos, Dios no estaba en todas partes. Los dioses de cada hombre eran aquellos que habitaban su casa, su ciudad, su cantón. El desterrado dejando a su Patria tras sí, dejaba también sus dioses. Pero como la religión era la fuente de que emanaban sus derechos civiles, el desterrado perdía todo esto, perdiendo la religión de su país por el hecho de su destierro, no tenía ya derecho de propiedad. Sus bienes eran todos confiscados en provecho de los dioses y del Estado. No teniendo culto no tenía ya familia, dejaba de ser marido y padre. El destierro de la Patria no parecía un suplicio más tolerable que la muerte. Los jurisconsultos romanos le llamaban pena capital.

¿De dónde nacían estas nociones sobre Patria y patriotismo? Era que la ciudad había sido fundada en una religión y constituida como una iglesia. De ahí la fuerza, la omnipotencia y absoluto imperio que la Patria ejercía sobre sus miembros. Se concibe que en una sociedad establecida sobre tales principios la libertad individual no pudiese existir. No había nada en el hombre que fuese independiente. Ni su vida privada escapaba a esta omnipotencia del Estado. Los antiguos no conocían, pues, ni la libertad de la vida privada, ni la libertad de educación, ni la libertad religiosa. La persona humana era contada por muy poca cosa delante de esa autoridad santa y casi divina que se llamaba la Patria o el Estado. No era extraño, según estos precedentes históricos, que, tergiversados en su sentido, indujesen a los revolucionarios franceses del siglo pasado, imitadores inconscientes de la antigua sociedad de Grecia y de Roma, imitasen con exaltación esos modelos muertos. La funesta máxima revolucionaria de que la salud del Estado es la ley suprema de la sociedad, fue formulada por la antigüedad griega y romana. Se pensaba entonces que el derecho, la justicia, la moral, todo debía ceder ante el interés de la Patria. No ha habido, pues, un error más grande que el de creer que en las ciudades antiguas el hombre disfrutara de la libertad. Ni la idea siquiera tenían de ella. No creían que pudiese existir derecho alguno en oposición a la ciudad y sus dioses. Es verdad que revoluciones ulteriores cambiaron esa forma de Gobierno; pero la naturaleza del Estado quedó casi la misma. El Gobierno se llamó sucesivamente monarquía, aristocracia, democracia; pero ninguna de esas revoluciones dio a los hombres la verdadera libertad, que es la libertad individual. Tener derechos políticos, votar, nombrar o elegir magistrados, poder ser uno de ellos, es todo lo que se llamaba libertad; pero el hombre no continuaba menos avasallado al Estado que antes lo estuvo.

Concíbese que hablando de una antigüedad tan remota y desconocida, con esta seguridad, yo me apoyé en autoridades que han hecho una especialidad de su estudio casi técnico. La que dejé explicada, por ejemplo, pertenece a una de las más grandes capacidades de la Escuela Normal de Francia. No es que la erudición alemana sea menos competente para interpretar a la antigüedad en materia de instituciones sociales, sino que la de un país latino, como Francia, es más comprensible para la América del mismo origen, que ha imitado en su revolución sus mismos errores y caído en sus mismos escollos, de que la ciencia moderna de los franceses comienza a darse cuenta por la pluma de pensadores como A. de Tocqueville, de Coulanges, de Taine, desde algunos años a esta parte. Pero ahí no quedaron las cosas del naciente orden de las sociedades civilizadas de la Europa cristiana. Ya desde antes que la grande y definitiva religión produjese como su obra a la sociedad moderna, la misma sociedad antigua había empezado a cambiar con la madurez y progreso natural de las ideas, sus instituciones y reglas de gobierno. De esto, sin embargo, parecen no darse bastante cuenta los pueblos actuales que han buscado en la restauración o renacimiento de la antigüedad civilizada los elementos y base de organización de la sociedad moderna. El Estado había estado ligado estrechamente a la religión, procedía de ella y se confundía con ella.

Por eso es que en la ciudad primitiva todas las instituciones políticas habían sido instituciones religiosas. Las fiestas habían sido ceremonias del culto; las leyes habían sido fórmulas sagradas; los reyes y los magistrados habían sido sacerdotes. Es por eso mismo que la libertad individual había sido desconocida y que el hombre no había podido sustraer su conciencia misma a la omnipotencia de la ciudad. Es por ello, en fin, que el Estado había quedado limitado a las proporciones de una villa, sin poder salvar el recinto que sus dioses nacionales le habían trazado en su origen. Cada ciudad tenía no sólo su independencia, sino también su culto y su código. La religión, el derecho, el gobierno, todo era municipal. La ciudad era la única fuerza viva; nada otra cosa más arriba, nada más abajo; es decir, ni unidad nacional, ni libertad individual. Pero este régimen desapareció con el desarrollo del espíritu humano, y el principio de la asociación de los hombres, una vez cambiado, tanto el gobierno como la religión y el derecho perdieron ese carácter municipal que habían tenido en la antigüedad.

Un nuevo principio, la filosofía de los estoicos, ensanchando las nociones de la humana asociación, emancipó al individuo. No quiso ya que la persona humana fuese sacrificada al Estado. Este gran principio, que la antigua ciudad había desconocido, debía ser un día la más santa de las reglas de la política de todos los tiempos. Se comenzó entonces a comprender que había otros deberes hacia la Patria o el Estado; otras virtudes que las virtudes cívicas. El alma se ligó a otros objetos que a la Patria. La ciudad antigua había sido tan poderosa y tan tiránica, que de ella había hecho el hombre el fin de todo su trabajo y de todas sus virtudes; la Patria había sido la regla de lo bello y de lo humano, y no había heroísmo sino para ella. En medio de los cambios que se habían producido en las instituciones, en las costumbres, en las creencias, en el derecho, el patriotismo mismo había cambiado de naturaleza, y es una de las cosas que más contribuyeron a los grandes progresos de Roma. No hay que olvidar lo que había sido el sentimiento del patriotismo en la primera edad de las ciudades griegas y romanas. Formaba parte de la religión de aquellos tiempos; se amaba a la Patria porque se amaba a sus dioses protectores, porque en ella se hallaba su altar, un fuego divino, fiestas, plegarias, himnos, y porque fuera de la Patria no había ni dioses ni culto.

Tal patrio-sistema era una fe, un sentimiento piadoso. Pero cuando la casta sacerdotal perdió su dominación, esa clase de patriotismo desapareció de la ciudad con ella. El amor de la ciudad no pereció, pero tomó una forma nueva. No se amó ya a la Patria por su religión y sus dioses: se la amó solamente por sus leyes, por sus instituciones, por los derechos y la seguridad que ella acordaba a sus miembros. Ese patriotismo nuevo no tuvo los efectos que el de los viejos tiempos. Como el corazón no se apegaba ya al altar, a los dioses protectores, al suelo sagrado, sino únicamente a las instituciones y a las leyes, que en el estado de estabilidad en que todas las ideas se encontraban entonces cambiaban frecuentemente, el patriotismo se volvió un sentimiento variable e inconstante, que dependió de las circunstancias y estuvo sujeto a iguales fluctuaciones que el gobierno mismo. Ya no se amó la Patria sino en tanto que se amaba el régimen político que prevalecía en ella a la sazón. El que encontraba malas sus leyes no tenía ya vínculo que lo apegase a ella. El patriotismo municipal se debilitó de ese modo y pereció en las almas. La opinión de cada uno le fue más sagrada que su Patria, y el triunfo de su partido le vino a ser más caro que la grandeza o gloria de su ciudad. Cada uno vino a preferir sobre su ciudad natal, si allí no hallaba las instituciones que él amaba, a tal otra ciudad en que veía esas instituciones en vigor.

Entonces se comenzó a emigrar más voluntariamente, se temió menos el destierro. Ya no se pensaba en los dioses protectores y se acostumbraban fácilmente a separarse de la Patria. Se buscó la alianza de una ciudad enemiga para hacer triunfar su partido en la propia. Pocos griegos había que no estuviesen prontos a sacrificar la independencia municipal para tener la constitución que ellos preferían. En cuanto a los hombres honestos y escrupulosos, las disensiones perpetuas de que eran testigos les daban el disgusto del régimen local o municipal. No podían, en efecto, gustar de una forma de sociedad en que era preciso batirse todos los días, en que el pobre y el rico estaban siempre en guerra. Se empezaba a sentir la necesidad de salir del sistema municipal para llegar a otra forma de gobierno que el de la ciudad o local. Muchos hombres pensaban, al menos, en establecer más arriba de las ciudades una especie de poder soberano que velase en el mantenimiento del orden y que obligase a esas pequeñas ciudades turbulentas a vivir en paz. En Italia no se pasaban las cosas de otro modo que en Roma. Esa disposición centralista de los espíritus hizo la fortuna de Roma, dice De Coulanges. La moral de la historia de ese tiempo es que Roma no hubiese alcanzado la grandeza que la puso a la cabeza del mundo, si no hubiese salido del espíritu local o municipal, y si el patriotismo nacional no hubiese reemplazado al patriotismo local o provincial.

Así se diseñaban dos cambios en el prospecto de la humanidad, que debían conducir a la concepción de una autoridad nacional y suprema, más alta que la del estado municipal y que la libertad del hombre erigida en faz de la Patria y del Estado, como formando un contrafuerte de su edificio. Así el patriotismo grande ni chico no marcó el último progreso de la humana sociedad. Faltaba la aparición y el reinado del individualismo, es decir, de la libertad del hombre, levantada y establecida a la faz de la Patria y del patriotismo, como existiendo con ellos armónicamente. Fue el carácter y distintivo que las sociedades libres y modernas tomaron del espíritu y de la influencia del cristianismo, fuente y origen de la moderna libertad humana, que ha transformado al mundo. Se puede decir con verdad que la sociedad de nuestros días debe al individualismo, así entendido, los progresos de su civilización. En este sentido, no es temerario establecer que el mundo civilizado y libre es la obra del egoísmo individual, cristianamente entendido: Ama a Dios sobre todo, enseñó él, y a tu prójimo como a ti mismo, santificando de este modo el amor de sí a la par del amor del hombre. No son las libertades de la Patria las que han engrandecido a las naciones modernas, sino las libertades individuales con que el hombre ha creado y labrado su propia grandeza personal, factor elemental de la grandeza de las naciones realmente grandes y libres, que son las del Norte de ambos mundos.

“La iniciativa privada ha hecho mucho y bien” dice Herbert Spencer. “La iniciativa privada ha desmontado, desaguado, fertilizado nuestras campiñas y edificado nuestras ciudades; ella ha descubierto y explotado minas, trazado rutas, abierto canales, construido caminos de hierro con sus trabajos de arte; ella ha inventado y llevado a su perfección el arado, el oficio de tejer, la máquina de vapor, la prensa, innumerables máquinas; ha construido nuestros bajeles, nuestras inmensas manufacturas, los recipientes de nuestros puertos; ella ha formado los Bancos, las Compañías de seguros, los periódicos, ha cubierto la mar de una red de líneas de vapor, y la tierra de una red eléctrica. La iniciativa privada ha conducido la agricultura, la industria y el comercio a la prosperidad presente, y actualmente la impele en la misma vía con rapidez creciente. ¿Por eso desconfiáis de la iniciativa privada?” Todo eso ha sido hecho por el egoísmo, es decir, por el individualismo, tanto en Inglaterra como en nuestra América más o menos. Todo al menos puede ser hecho en nuestros países por esos mismos egoístas de la Europa entrados en nuestro suelo como emigrados, a condición de que les demos aquí la libertad individual, es decir, la seguridad que allí tienen por las leyes (porque esa libertad allí significa seguridad, si Montesquieu no ha entendido mal las instituciones inglesas).

¿Acaso en nuestro país mismo ha sucedido otra cosa que en Inglaterra? ¿A quién si no a la iniciativa privada es debida la opulencia de nuestra industria rural, que es el manantial de la fortuna del Estado y de los particulares? ¿Han hecho más por ella nuestros mejores Gobiernos, que la energía, perseverancia y buena conducta de nuestros agricultores afamados a justo título? Si hay estatuas que se echen de menos en nuestras plazas son las de esos modestos obreros de nuestra grandeza rural, sin la cual fuera estéril la gloria de nuestra independencia nacional. Al contrario ha sucedido con frecuencia: toda la cooperación que el Estado ha podido dar al progreso de nuestra riqueza debía consistir en la seguridad y en la defensa de las garantías protectoras de las vidas, personas, propiedades, industria y paz de sus habitantes; pero eso es cabalmente lo que ha interrumpido las frecuentes guerras y revoluciones, que no han sido obra de los particulares. Las más veces en Sud-América las revoluciones y asonadas son oficiales, es decir, productos de la iniciativa del Estado.

Después de leer el discípulo, leamos al maestro de Herbert Spencer -al autor de La Riqueza de las Naciones-, Adam Smith, que la ve nacer toda entera en su formación natural de la iniciativa inteligente y libre de los individuos: “Es a veces la prodigalidad y la mala conducta pública, jamás la de los particulares, las que empobrecen a una nación. Todo o casi todo el rédito público es empleado en muchos países en el sostén de gentes no productoras. Tales son esas que componen una corte numerosa y brillante, un grande establecimiento eclesiástico, grandes escuadras y grandes ejércitos, que en tiempos de paz no producen nada, y que en tiempo de guerra no adquieren nada que pueda compensar solamente lo que cuesta su mantenimiento mientras ella dura. Allí todas las gentes que no producen nada por sí mismas son mantenidas por el producto del trabajo de los otros”. “El esfuerzo constante, uniforme y no interrumpido de cada particular para mejorar su condición, principio de donde emana originariamente la opulencia pública y nacional, tanto como la opulencia particular, es a menudo bastante fuerte para hacer marchar las cosas de mejor en mejor, y para mantener en progreso natural, a pesar de la extravagancia del gobierno y de los más grandes errores de la administración”. “Semejante al principio desconocido de la vida animal, él restaura comúnmente la salud y el vigor de la constitución, en despique no solamente de la enfermedad sino de las absurdas recetas del médico”. “El producto anual de sus tierras y de su trabajo (de Inglaterra) es sin contradicción mucho más grande al presente, que no lo era en tiempo de la restauración o de la revolución. El capital empleado en cultivar esas tierras y en hacer marchar ese trabajo debe, pues, ser igualmente mucho más grande. En medio de todas las exacciones del Gobierno, ese capital se ha acumulado en silencio y gradualmente, por la economía y la buena conducta particular de los individuos y por el esfuerzo universal, continuo y no interrumpido, que han hecho ellos para mejorar su condición”. “Este esfuerzo, protegido por las leyes y por la libertad de emplear su energía de la manera más ventajosa, es lo que ha sostenido los progresos de la Inglaterra hacia la opulencia y a la mejora en casi todas las épocas que han precedido, y lo que los sostendrán todavía, como es de esperar, en todos los tiempos que se sucederán”.

(*) Discurso pronunciado en el acto de graduación de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos Aires, el 24 de mayo de 1880. En ese acto fue nombrado Miembro Honorario de esa Facultad.

Ver también: Alberdi y la omnipotencia del estado (Primera parte)

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