Por Claudio Chaves.-

El tercer mes del año fue decisivo en la vida del Brigadier General don Juan Manuel de Rosas. Nació el 30 de marzo 1793 en el seno de una familia de abolengo y hondas tradiciones hispanas y falleció en el exilio el 14 del mismo mes de 1877. Largos y saludables ochenta y cuatro años transitados sin grandes achaques aunque no pueda decirse lo mismo de la argentina que lo padeció durante veintitrés años, hasta enfermarla de odio y resentimiento. Aunque, verdad obliga, no fuera el único responsable.

Mucho. Me corrijo, muchísimo se ha escrito sobre el célebre caudillo bonaerense. Defensores y detractores se enfrentaron durante años alrededor de su figura. Desde su caída en 1852 y hasta la aparición del primer trabajo serio sobre su obra en 1881: Historia de la Confederación Argentina de Adolfo Saldías, la consigna era no hablar del gobierno de Rosas o mejor dicho hablar mal, poco y rápido. Todo quedaba bajo el rótulo de la sangrienta tiranía. Ciertamente en el gobierno de la provincia de Buenos Aires tanto como en el gobierno nacional constituidos luego de la caída de Rosas ejercieron cargos antiguos rosistas que, naturalmente, se hicieron perdonar su“oprobioso” pasado sobre la base de aceptar, sin muecas, las afrentas a su antiguo jefe. ¡En todas las épocas se cuecen habas!

Pero el rosismo militante, de carácter político, exaltado y absoluto fue propio del siglo XX, más precisamente a partir de 1930, por poner una fecha lo más precisa posible. Y las razones de este furor no respondieron a inquietudes meramente heurísticas fundadas en el conocimiento de nuestro pasado sino y fundamentalmente a razones ideológicas y políticas contemporáneas de los interesados en su figura.

UN MUNDO QUE CAMBIA TRASTOCÁNDOLO TODO

El mundo se había dado vuelta. Las guerras mundiales, la crisis del 30, el advenimiento de Mussolini al poder, la irrupción del nazismo y sus brutales prácticas políticas, la revolución bolchevique y sus crímenes inenarrables, más su estatismo totalizante, los distintos golpes de Estado como forma de resolver problemas políticos como fue el caso de Turquía, España, Portugal y Argentina, instalaron la fuerza, la voluntad, la épica y la utopía revolucionaria como valores exponenciales por encima del tedio mohoso y aletargado de las instituciones republicanas muchas de ellas vacías de pueblo. En nuestro país quien mejor entendió la atmósfera mundial fue Leopoldo Lugones. Decía el poeta:“Antes de la guerra era posible creer en la libertad, la democracia, la igualdad y demás ideologías del racionalismo cristiano. Después de aquel experimento no veo cómo. El jefe resulta de una necesidad vital y la fuerza la única garantía positiva de vivir. Se nace león o se nace oveja. Pero el que nace león se come al que nace oveja. La ley vuelve a ser una expresión de potencia, no de razón ni de lógica” Otro nacionalista, Carlos Ibarguren aseguraba: “El liberalismo predominante en el siglo XIX, desaparece, la persona es sustituida por la masa, la acción aislada por la colectiva.”

Todo estaba preparado para que emergieran a la vida política caudillos que a su manera expresaban la voluntad general escamoteada por élites políticas y sociales que habían hecho de las Repúblicas liberales organismos sin vida ni savia vivificante. Imponiendo un orden de leones.

Dictaduras plebeyas fue la nueva fórmula del siglo. Las masas en movimiento y guiadas por conductores que se colocaban por encima de las leyes y las instituciones. La sujeción de todos sobre todos. Una tormenta antiliberal se abatió sobre el mundo y llegó a la Argentina. El nacionalismo fue una de sus fórmulas y el revisionismo histórico su gran obra cultural. Pero claro como cuerpo doctrinario el nacionalismo era una creación europea de modo que necesitaba enraizarse en las tradiciones culturales y políticas argentinas, bucearon en el pasado nacional en búsqueda de personajes capaces de ser asimilables a las necesidades ideológicas del presente. Rosas cumplía con todas sus presunciones. Caudillo popular de la provincia de Buenos Aires y jefe autócrata de un pueblo manso, al que conducía por fuera de las instituciones. Rosas encarnó la visión totalitaria del fascismo, sin serlo, puesto que no fue el gobierno de todos sobre todos. Sino de una élite sobre la masa. Por lo tanto un dictador a la vieja usanza. El revisionismo vino a resultar el anclaje cultural de una ideología europea que buscaba raíces en la historia argentina. La violencia rosista absolutamente demostrada era propia de su época. Renacida en el siglo XX por el nacionalismo y el marxismo desembocó en una espantosa tragedia que enlutó al mundo.

Volviendo a don Juan Manuel, su pertinaz negativa a la Organización Constitucional encajaba a la perfección en las necesidades del revisionismo nacionalista, esclavo de su presente, que se llevaba por delante en todo el mundo las instituciones en nombre de la revolución y del pueblo. Uno de sus más importantes panegiristas el doctor Julio Irazusta afirmaba: “El constitucionalismo que cundió por todo el país a raíz de la Constitución y del alberdismo, como si no hubiera otro modo de organización civilizada que las cartas constitucionales” (Vida Política de Juan Manuel de Rosas. T. 1)

En esta idea se concentra la atmósfera de una época y la ideología del revisionismo: hay otras formas de organizar la sociedad, las constituciones no importan. Razón por la cual jamás cuestionaron a Rosas por su oposición a la sanción de una Constitución dejando para su provincia la riqueza aduanera que era la riqueza de todo el país concentrada en Buenos Aires. La injusticia de semejante decisión fue tan ostensible y evidente que plantear el carácter popular y nacional de Rosas es ignorar y dar la espalda al verdadero pobrerío del siglo XIX como fueron las poblaciones del interior del país, pisoteadas y agredidas por las fuerzas porteñas. Negarse a la Constitución fue negarse a la única justicia social posible por aquellos años como era repartir proporcionalmente las rentas aduaneras. Cualquier otra interpretación es jarabe de pico o profesar en el siglo XX un profundo espíritu anti-republicano y anti popular

El problema de Rosas o del rosismo no fue lo que Juan Manuel realizó en su gobierno tan despótico como el de Lavalle o el general Paz sino el panegírico realizado en el siglo XX por una generación adscripta a la violencia revolucionaria. La valoración del despotismo y la brutalidad como forma de gobierno y de relacionarse socialmente le ocasionó al país grandes males. Uno de los principales historiadores rosistas contaba en sus memorias:“Había leído a Saldías, después hacia 1930 leí el libro de Carlos Ibarguren sobre Rosas. Era muy cierto pero no me pescaba. Sí me daba cuenta de que había algo en la historia argentina que no coordinaba bien con lo que se enseñaba en los libros de texto, discursos escolares y homenajes académicos. También había oído conferencias de Julio Irazusta en el centenario de la suma del poder público en 1935, y el libro de él y su hermano Rodolfo sobre el imperialismo británico. Me gustaban pero le voy a hablar de una persona que tuvo una gran influencia en mi conversión, al rosismo. Un santafesino muy original, muy personal, muy localista, don Alfredo Bello. Bello no era exactamente un historiador, pero estaba lleno de anécdotas y cuentos históricos. Él era muy rosista sin haber leído mucho sobre Rosas. Tal vez nada. Pero le gustaba de alma por criollo, por original y porque acababa con los cajetillas. Lo que más le gustaba de Rosas era que degollaba gringos y gallegos” (sic). (Hernández, Pablo. Conversaciones con José María Rosa.)

Estas ideas y algunas otras que sería muy extenso desarrollar han sido las razones por las cuales el kirchnerismo resucitó del olvido una escuela histórica agotada que ya nada nuevo podía dar. Expresión de este anacronismo fue el Instituto Dorrego que reunió en su seno dirigentes políticos escasos de ideas y realizaciones culturales.

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