Por Pascual Albanese.-

El estallido de la confrontación entre Israel e Irán abrió un nuevo capítulo en la política mundial. La opinión pública observa con creciente preocupación la evolución de los acontecimientos a la espera de un desenlace que no será inmediato. La historia revela que no todos los conflictos internacionales tienen solución en el corto ni el mediano plazo. Muchísimos permanecen pendientes durante décadas, incluso siglos. Alcance con mencionar la disputa entre Argentina y Gran Bretaña sobre las islas Malvinas, iniciado en 1833, la cuestión de Medio Oriente, abierta en 1948, la discusión sobre Taiwán, planteada desde 1949, o la guerra de Corea, suspendida por un cese de fuego firmado en 1953.

En este caso específico, ni Israel ni Irán pueden ceder ni ninguno de ambos está en condiciones de triunfar. Tampoco se visualiza en el horizonte ninguna negociación posible. Esta triple imposibilidad supone el equivalente de un callejón sin salida. La experiencia demuestra que, al no poder resolverse, este tipo de conflictos se “procesan”, a la espera de que el paso del tiempo alumbre, en un futuro impredecible, alguna vía de superación. Así ocurrió, por ejemplo, con la “guerra fría”, que después de cuarenta años signados por la incertidumbre terminó abruptamente en 1989 con la caída del muro de Berlín. Esto no impide que durante ese largo transcurso cualquiera de las partes pueda producir hechos irreversibles que modifiquen radicalmente el tablero de juego.

Como también suele suceder con la mayoría de las guerras, ambas partes no sólo arguyen tener razón sino que, además, imputan al bando contrario la apertura de las hostilidades, que a veces resulta de un incidente aislado o de un simple error de cálculo. Los historiadores todavía polemizan sobre el verdadero origen de la primera guerra mundial. Irán considera que su inédito ataque contra Israel constituyó una legítima represalia ante el bombardeo de su consulado en Damasco, que costó las vidas de un alto jefe de la Guardia Republicana y otros trece de sus connacionales, entre ellos siete diplomáticos. Para Israel, esa operación formó parte de su réplica a la sangrienta incursión terrorista de Hamas en su territorio de octubre de 2023. Pero la naturaleza del conflicto remonta al nacimiento del Estado de Israel, al que Irán califica de un “ente sionista” carente de derecho a existir, una afirmación de principios que torna inviable cualquier solución negociada.

La coyuntura política en ambos países incentiva la tendencia a la confrontación. En Irán, tensionado por recurrentes expresiones de protesta contra el régimen chiíta, el ayatollah Alí Jamenei cumplió 85 años y el clero islámico discute entre bambalinas el nombre de su sucesor, que en un sistema teocrático como el imperante en Teherán supone el máximo escalón del poder, por encima inclusive de las autoridades electas. En Israel, el primer ministro Benjamín Netanyahu, cada vez más cuestionado en su frente interno, permanece en el gobierno en virtud de las amenazas exteriores.

UNA ASIMETRÍA INQUIETANTE

Existe un factor estructural en el agravamiento de este conflicto ancestral. El “renacimiento islámico”, iniciado en 1979 en Irán con el derrocamiento del Sha y el ascenso del ayatollah Ruhollah Jomeini y profundizado con el éxito de la resistencia musulmana a la invasión soviética en Afganistán y, más recientemente, con la victoria de los talibanes contra Estados Unidos, imprimió a la causa nacional palestina una dimensión religiosa, enarbolada por el régimen chiita para extender su influencia en el mundo árabe, mayoritariamente de confesión sunita. Esa islamización influyó en la población palestina y se manifestó en 1987 en la Intifada, una rebelión musulmana en los territorios ocupados por Israel que minó el liderazgo histórico de la Organización de Liberación de Palestina (OLP), expresión de un nacionalismo laico, y originó el nacimiento de Hamas, una organización inspirada en la Hermandad Musulmana, una cofradía con sede en Egipto.

La participación iraní en la coalición internacional contra ISIS otorgó a Irán una excusa para el despliegue de efectivos militares en Siria, donde respalda al régimen aliado de Bashar al Assad, en Irak, donde capitalizó el rechazo de la comunidad chiita a las tropas estadounidenses, y en el sur de El Líbano, donde patrocina a sus correligionarios de Hezbollah, que forman parte del gobierno de Beirut. Esa ofensiva regional, que incluye el respaldo a los rebeldes hutíes en Yemen, converge en la franja de Gaza con el padrinazgo de Hamas, una milicia de confesión sunita pero que, salvo manifestaciones retóricas, había quedado huérfana de apoyo concreto en el mundo árabe. Con esa red de alianzas, Teherán promovió el “Eje de la Resistencia” y generó un cerco sobre las fronteras israelíes.

Esa estrategia iraní le permite atacar a Israel desde el borde de sus propias fronteras mientras que los israelíes tienen que responder contra un territorio situado a 2.000 kilómetros de distancia. Aunque el poderío bélico iraní aumentó en los últimos años hasta convertirse en el sexto productor mundial de misiles, su plan nuclear no llegó todavía al punto de fabricar su propia bomba atómica, un logro estratégico que modificaría radicalmente la relación de fuerzas. La ventaja competitiva iraní está basada en la cercanía entre sus aliados regionales y el territorio enemigo.

LA CONTRAPARTIDA ISRAELÍ

Paralelamente, la sociedad israelí protagonizó también un proceso de renacimiento religioso. Este fenómeno cultural modificó las raíces laicas fundacionales del Estado judío, reflejadas en la prolongada hegemonía del Partido Laborista, comandado por David Ben Gurion, de filiación social- demócrata, y alcanzó su expresión política precisamente con la presente heterogénea coalición liderada por Netanyahu, en la que cumplen un rol determinante formaciones religiosas ultra-ortodoxas que contribuyeron a configurar el gobierno más derechista de la historia israelí. Así como el fundamentalismo islámico impera en Irán, el fundamentalismo ortodoxo judío gobierna hoy en Israel. Ese enfrentamiento entre estados adquiere las características clásicas de aquellas “guerras de religión” que signaron a la Europa del siglo XVII.

Pero esta confrontación es parte de un contexto regional y mundial cuyos actores no pueden mantenerse ajenos. Estados Unidos ratifica su solidaridad con Israel pero exige a Netanyahu que no impulse una escalada bélica de imprevisibles resultados. En tanto, la mayoría de los países árabes, en especial las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, tienden a un diálogo subterráneo con Tel Aviv en búsqueda de un acuerdo para frenar el expansionismo iraní, que les resulta más importante que la cuestión palestina. Por su parte, Rusia y China permanecen al margen pero advierten que aunque no acompañan el belicismo de Teherán tampoco están en condiciones de tolerar pasivamente una ofensiva militar contra Irán.

Irán se apresuró a avisar que su represalia al ataque a su representación diplomática en Damasco era “asunto concluido”. Preferiría continuar su guerra con Israel a través de terceros: Hamas en Gaza y Hezbollah en El Líbano. En cambio, Israel optó por un bombardeo selectivo sobre blancos iraníes en Isfahán, ciudad que alberga una importante base militar y tres reactores nucleares, pero el verdadero centro de su respuesta reside en la profundización de las operaciones en Gaza para el aniquilamiento militar de Hamas y una ofensiva en el sur de El Líbano para liquidar a Hezbollah y establecer un cinturón de seguridad alrededor de las fronteras del Estado judío.

Existe empero una situación en la que Israel estaría dispuesto a una guerra abierta contra Irán sin reparar en las consecuencias. Esto ocurriría si llegara a tener información confiable sobre que Irán está cerca de convertirse en una potencia atómica. Para evitar que el régimen de Teherán traspase ese límite resulta indispensable una acción internacional mancomunada.

Share