Por Carlos Pissolito.-

A modo de introducción: El Liberalismo que impregna a casi todas las constituciones americanas pretendió siempre una férrea división entre el Estado y la Iglesia. Es más, la revolución que lo produjo, la francesa, quiso imponerla atacando y confiscando a la Iglesia de su época e inventando el culto de la diosa razón.

Igualmente, hoy, se pretende esa división, aunque nada se diga de otros cultos. Como por ejemplo, el de la ideología de género, entre tantos otros que podrían mencionarse.

Lo que no se recuerda bien, es que esa revolución, cuando estaba en las últimas, fue salvada por Napoleón Bonaparte. Quien se hizo coronar Emperador por el Papa Pío VII. No era que él fuera un creyente. No lo era. Era un político práctico que sabía de la importancia de la religión para el pueblo. Sabía que por extrañas razones, que ni él podía explicar ni entender, es siempre mejor que el que manda aparezca respaldado por un poder espiritual, superior.

A modo de desarrollo: Más recientemente, las religiones parecen estar retomando ese protagonismo político. Por empezar, nadie puede negarlo en referencia al Islam, la más moderna de ellas, con sus extremas manifestaciones integristas. Pero, tampoco, del Judaísmo, la más antigua, y que acaba de ser proclamada la religión oficial del Estado de Israel.

Por su parte, dentro del Cristianismo han ocurrido fenómenos similares, aunque con algunos matices. Por ejemplo, desde el siglo XIX, la Iglesia Católica viene elaborando un cuerpo doctrinario conocido como su Doctrina Social conformado por encíclicas y otros documentos afines.

Pero, pese a su excelencia intelectual, se puede afirmar que la Doctrina Social de la Iglesia ha tenido pocos intentos serios de aplicación práctica. Con las notables excepciones de la Doctrina Justicialista del argentino Juan Domingo Perón, la del Estado Novo de Getulio Vargas en Brasil y la del desarrollismo del chileno Carlos Ibáñez del Campo, todos sucedidos en la década de los años 50.

Pero, mucho más recientemente, concretamente, en los EEUU y ahora, en Brasil estamos asistiendo a la aplicación de ciertos principios político-sociales y económicos vinculados con las teologías protestantes.

Ambos experimentos, aún incompletos, comparten con la postura católica su defensa de los valores tradicionales vinculados a Dios, la Patria y la Familia. De allí, su férrea oposición a la agenda neomarxista impulsada por el colectivo conocido como “políticamente correcto”.

También, ambos comparten entre sí, pero se distancian de la postura católica, su visión de los temas vinculados con lo económico.

Concretamente, tal como lo señalara el gran sociólogo alemán de principios del siglo XX, Werner Sombart, las religiones se diferencian -entre otras cosas- por el distinto “espíritu” con el cual ellas encaran lo económico. Para hacer una larga historia muy breve, podemos decir que los católicos -en general- se orientan hacia una valoración no absoluta de la riqueza. Exigiéndoles a sus legítimos poseedores que la misma se encuentre, siempre, en función social. Mientras que para los protestantes, especialmente para los calvinistas, ella estará siempre muy vinculada a su teoría de la predestinación. En la que su obtención, es más fruto de un favor divino, que de un esfuerzo personal.

En consonancia con estos espíritus, los católicos llegaron a desarrollar, en uno de sus extremos posibles, a la Teología de la Liberación. Una versión de marcada orientación socialista. Frente, en el otro extremo, a la Teología de la Prosperidad que proponen, hoy, los evangelistas carismáticos como una búsqueda de la prosperidad y de la seguridad.

Volviendo a los personajes, sabemos que Trump se proclama presbiteriano, mientras que Jair Bolsonaro, evangélico pentecostal. Lo que plantea, por igual, similitudes y diferencias.

La principal diferencia, creo que radica en la actitud personal de ambos personajes. Uno intuye, por ejemplo, que Trump, ejerce una suerte de adscripción ligera hacia su fe. No así en el caso de Bolsonaro, que no en vano, usó como lema de campaña: “Brasil encima de todo, Dios por encima de todo”.

El Presbiterianismo, que es la religión de Trump, tiene su origen en el Calvinismo escocés y se considera que tuvo una gran influencia en el desarrollo inicial de la democracia de los EEUU. Por su parte, el Evangelismo carismático es la fe de Bolsonaro. La misma hace hincapié en el denominado bautismo en el Espíritu Santo que se caracteriza por un empoderamiento de los dones naturales de las personas que lo reciben y que se traduce en un alivio de la enfermedad y la pobreza, consideradas como maldiciones.

A modo de conclusión: No sabemos, en qué grado las respectivas creencias religiosas pueden influir en sus decisiones concretas de gobierno. Sí podemos sopesar que si bien, no estamos bajo el paradigma de las Guerras de Religión en la que toda decisión política era, en definitiva, el resultado de una creencia religiosa. Hemos comenzado a apartarnos del Estado religiosamente aséptico que pretendieron sus fundadores hace unos 300 años, cuando firmaron la paz en Westfalia.

Todo ello, nos lleva a interrogarnos sobre la posible interacción estratégica y geopolítica de los tres Estados que nos interesan. Vale decir: Los EEUU y el Brasil gobernado por protestantes y la Argentina, sin ninguna tendencia muy definida al respecto.

Antes de proseguir es necesario hacer otra parada en Sombart para recordar cuando distinguió entre el Capitalismo de la ciudad de Florencia con el de Venecia. Ya desde el siglo XIII, dijo que mientras las demás ciudades luchaban, Florencia «negociaba». Por el contrario, se agregó que Venecia estaba mejor predispuesta para las empresas violentas como la conquista y el imperio.

No nos puede caber duda alguna del sesgo veneciano de los EEUU. Mucho más ahora, con la vigencia renovada de su Doctrina Truman. El interrogante, ahora, es Brasil. Si buscará negociar y consensuar como Florencia o imponer al estilo veneciano.

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