Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 8 de marzo, Infobae publicó un artículo de Diego Rojas titulado “Albert Camus, el verdadero libertario”. En los últimos días, narra el autor, fue publicado “El derecho a no mentir”, una recopilación de una serie de conferencias e intervenciones públicas de Camus desde su primera juventud. Camus se preguntaba si era posible un existencialismo genuino con la decisión del principal mentor, Jean Paul Sartre, de adherir al stalinismo, representado en Francia por el Partido Comunista galo. Camus consideraba inadmisible que, en nombre del existencialismo y de la revolución, se toleraran las grandes purgas ordenadas por Stalin en 1936 y 1937 que sentenciaron a muerte a centenares de opositores al régimen.

En 1956 Stalin ordenó el brutal sofocamiento de la revolución obrera en Hungría, lo que motivó a Camus a expresar lo siguiente: “No aceptéis más lecciones que las de los jóvenes luchadores de Budapest que mueren por la libertad. Esos no os han mentido al gritaros que el espíritu libre y el trabajo libre, en una nación libre, dentro de una Europa libre, son los únicos bienes de esta tierra y de nuestra historia merecedores de que se luche y muera por ellos”.

Al año siguiente dijo en la conferencia “Kádár ha tenido su día de miedo”: “El ministro de Estado húngaro Marosan, nombre que suena como un programa, declaró hace unos días que ya no hay contrarrevolución en Hungría. Por una vez un ministro de Kádár ha dicho la verdad. ¿Cómo podría haber contrarrevolución si esta ya ha tomado el poder?” “Por lo menos trataremos de ser fieles a Hungría como lo fuimos a España. En la soledad en que se encuentra hoy Europa. Sólo podemos serlo de un modo, no traicionando nunca, dentro y fuera de nuestro país, aquello por lo que han muerto los combatientes húngaros, no justificando nunca, dentro y fuera de nuestro país, ni siquiera indirectamente, lo que les ha matado. La exigencia inquebrantable de la libertad y la verdad, la comunidad entre el trabajador y el intelectual, en suma, la democracia política como condición, no suficiente, desde luego, pero necesaria e indispensable para la democracia económica, es la que defendía Budapest. Y con ello la gran ciudad insurgente recordaba a Europa y Occidente su verdad y su grandeza olvidadas. Hacía justicia a ese extraño sentimiento de inferioridad que debilita a la mayoría de los intelectuales y que yo, por mi parte, me niego a experimentar”.

Tiene razón Diego Rojas al afirmar que es necesario volver a Camus. Y para hacerlo qué mejor que rememorar el contenido de sus libros. Uno de los más recordados es, qué duda cabe, “El hombre rebelde” (Ed. Losada, Buenos Aires, 2007).

En el primer capítulo se pregunta qué es un hombre rebelde. “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia; es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden. ¿Cuál es el contenido de ese “no”? Significa, por ejemplo, “las cosas han durado demasiado”, “hasta ahora, sí; en adelante, no”, “vais demasiado lejos”, y también “hay un límite que no pasaréis”. En suma, ese “no” afirma la existencia de una frontera (…) “Así, el movimiento de rebelión se apoya, al mismo tiempo, en el rechazo categórico de una intrusión juzgada intolerable y en la certidumbre confusa de un buen derecho; más exactamente, en la impresión de rebeldía de que “tiene derecho a…”. La rebelión va acompañada de la sensación de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón. En esto es en lo que el esclavo rebelado dice al mismo tiempo sí y no. Afirma, al mismo tiempo que la frontera, todo lo que sospecha y quiere conservar más allá de la frontera. Demuestra, con obstinación, que hay en él algo que “vale la pena de…”, que exige vigilancia. De cierta manera opone al orden que lo oprime una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir (…).

Hasta entonces se callaba, por lo menos, abandonado a esa desesperación en que se acepta una situación aunque se la juzgue injusta. Callarse es dejar creer que no se juzga ni desea nada y, en ciertos casos, es no desear nada en efecto. La desesperación, como lo absurdo, juzga y desea todo en general y nada en particular. El silencio la traduce bien. Pero desde el momento en que habla, aunque diga que no, desea y juzga. El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo), da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es. Todo valor no implica la rebelión, pero todo movimiento de rebelión implica tácitamente un valor. ¿Se trata por lo menos de un valor? (…) El esclavo sufría todas las exacciones anteriores al movimiento de rebelión. Y hasta con frecuencia había recibido sin reaccionar órdenes más indignantes que la que provoca su negativa. Era con ellas paciente; las rechazaba, quizá, en sí mismo, pero puesto que callaba, era más cuidadoso de su interés inmediato que consciente todavía de su derecho. Con la pérdida de la paciencia con la impaciencia, comienza, por el contrario, un movimiento que puede extenderse a todo lo que era aceptado anteriormente. Ese impulso es casi siempre retroactivo. El esclavo, en el instante en que rechaza la orden humillante de su superior, rechaza al mismo tiempo el estado de esclavo. El movimiento de rebelión lo lleva más allá de donde estaba en la simple negación. Inclusive rebasa el límite que fijaba a su adversario, y ahora pide que se le trate como igual. Lo que era al principio una resistencia irreductible del hombre, se convierte en el hombre entero que se identifica con ella y se resume en ella. Esa parte de sí mismo que quería hacer respetar la pone entonces por encima de lo demás y la proclama preferible a todo, inclusive a la vida. Se convierte para él en el bien supremo. Instalado anteriormente en un convenio, el esclavo se arroja de un golpe (“puesto que es así…”) al Todo o Nada.

La conciencia nace con la rebelión. Pero se ve que es conciencia, al mismo tiempo, de un “todo” todavía bastante oscuro y de una “nada” que anuncia la posibilidad de que se sacrifique el hombre a ese todo. El rebelde quiere serlo todo, identificarse totalmente con ese bien del que ha adquirido conciencia de pronto y que quiere que sea, en su persona, reconocido y saludado; o nada, es decir, encontrarse definitivamente caído por la fuerza que lo domina. Cundo no puede más, acepta la última pérdida, que le supone la muerte, si debe ser privado de esa consagración exclusiva que llamará, por ejemplo, su libertad. Antes morir de pie que vivir de rodillas (…) El surgimiento del Todo o Nada nuestra que la rebelión, contrariamente a la opinión corriente, y aunque nazca en lo que el hombre tiene más de estrictamente individual, pone en tela de juicio la noción misma de individuo. Si el individuo, en efecto, acepta morir, y muere en la ocasión, en el movimiento de su rebelión, muestra con ello que se sacrifica en beneficio de un bien del que estima que sobrepasa a su propio destino. Si prefiere la probabilidad de la muerte a la negación de ese derecho que defiende (el derecho a ser libre) es porque coloca a este último por encima de sí mismo. Obra, por tanto, en nombre de un valor que, aun siendo todavía confuso, al menos tiene de él el sentimiento de que le es común con todos los hombres. Se ve que la afirmación envuelta en todo acto de rebelión se extiende a algo que sobrepasa al individuo en la medida en que lo saca de su soledad supuesta y le proporciona una razón de obrar (…).

El análisis de la rebelión conduce, por lo menos, a la sospecha de que hay una naturaleza humana, como pensaban los griegos, y contrariamente a los postulados del pensamiento contemporáneo. ¿Por qué rebelarse si no hay en uno nada permanente que conservar? El esclavo se alza por todas las exigencias al mismo tiempo cuando juzga que con tal orden se niega algo que hay en él y que no le pertenece a él solo, sino que constituye un lazo común en el cual todos los hombres, hasta el que le insulta y le oprime, tienen una comunidad preparada (…) Se advertirá ante todo que el movimiento de rebelión no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede haber, sin duda, determinaciones egoístas. Pero la rebelión se hace tanto contra la mentira como contra la opresión. Además, a partir de esas determinaciones, y en su impulso más profundo, el rebelde no preserva nada, puesto que pone todo en juego. Exige, sin duda, para sí mismo el respeto, pero en la medida en que se identifica con una comunidad natural”.

Observemos después que la rebelión no nace solamente, y forzosamente, en el oprimido, sino que puede nacer también ante el espectáculo de la opresión de que otro es víctima. Hay, pues, en este caso identificación con el otro individuo. Y hay que precisar que no se trata de una identificación psicológica, subterfugio por el cual el individuo sentiría imaginativamente que es a él a quien se hace la ofensa. Puede suceder, por el contrario, que no se soporte el ver cómo se infligen a otros ofensas que nosotros mismos hemos sufrido sin rebelarnos (…) Podemos encontrar indignante, en efecto, la injusticia impuesta a hombres que consideramos adversarios. Hay solamente identificación de destinos y toma de partido. El individuo no es, por lo tanto, por sí solo, el valor que él quiere defender. Son necesarios, para componerlo, por lo menos todos los hombres. En la rebelión el hombre se supera en sus semejantes, y, desde este punto de vista, la solidaridad humana es metafísica. Simplemente, no se trata por el momento sino de esa especie de solidaridad que nace de las cadenas (…).

Pero, para terminar, ¿esta rebelión y el valor que contiene no son relativos? En efecto, con las épocas y las civilizaciones parecen cambiar las razones por las cuales el hombre se subleva. Es evidente que un paria hindú, un guerrero del imperio Inca, un primitivo del África Central, o un miembro de las primeras comunidades cristianas, no tenían la misma idea de la rebelión. Se podría afirmar también, con una probabilidad extremadamente grande, que la idea de rebelión no tiene sentido en estos casos precisos. Sin embargo, un esclavo griego, un siervo, un condotiero del Renacimiento, un burgués parisiense de la Regencia, un intelectual ruso de la primera década de 1900 y un obrero contemporáneo, si bien podrían diferir con respecto a las razones de la rebelión, estarían de acuerdo, sin duda alguna, en cuanto a su legitimidad. Dicho de otro modo, el problema de la rebelión parece no adquirir un sentido preciso sino dentro del pensamiento occidental. Se podría ser todavía más explícito observando, con Scheler, que el espíritu de rebelión se expresa difícilmente en las sociedades en que las desigualdades son muy grandes (régimen de las castas hindúes) o, por el contrario, en las que la igualdad es absoluta (ciertas sociedades primitivas). En sociedad, el espíritu de rebelión no es posible sino en los grupos en que una igualdad teórica encubre grandes desigualdades de hecho.

El problema de la rebelión no tiene, pues, sentido sino dentro de nuestra sociedad occidental. Por lo tanto, se podría sentir la tentación de afirmar que es relativo al desarrollo del individualismo si las observaciones precedentes no nos hubiesen puesto en guardia contra esta conclusión. En efecto, en el plano de la evidencia todo lo que se puede sacar de la observación de Scheler, es que, por la teoría de la libertad política, hay en el hombre y, por la práctica de esta misma libertad, la insatisfacción correspondiente. La libertad de hecho no ha aumentado proporcionalmente a la conciencia que el hombre ha adquirido de ella. De esta observación no se puede deducir sino esto: la rebelión es el acto del hombre informado que posee la conciencia de sus derechos. Pero nada nos permite decir que se trate solamente de los derechos del individuo. Al contrario, parece, por la solidaridad ya señalada, que se trata de una conciencia cada vez más amplia que la especie humana adquiere de sí misma a lo largo de su aventura (…).

El hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el cual todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas. Desde ese momento toda interrogación, toda palabra es rebelión, en tanto que en el mundo de lo sagrado toda palabra es acción de gracias. Sería posible mostrar así que no puede haber para un espíritu humano sino dos universos posibles, el de lo sagrado y el de la rebelión. La desaparición del uno equivale a la aparición del otro, aunque esta aparición puede hacerse en formas desconcertantes. También en ello volvemos a encontrar el todo o Nada. La actualidad del problema de la rebelión depende únicamente del hecho de que sociedades enteras han querido diferenciarse con respecto a lo sagrado. Vivimos en una historia desconsagrada. Es cierto que el hombre no se resume en la insurrección. Pero la historia actual, con sus contiendas, nos obliga a decir que la rebelión es una de las dimensiones esenciales del hombre. Es nuestra realidad histórica. A menos de que huyamos de la realidad, es necesario que encontremos en ella nuestros valores. ¿Se puede, lejos de lo sagrado y de sus valores absolutos, encontrar la regla de una conducta? Tal es la pregunta que plantea la rebelión”.

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