Por Hernán Andrés Kruse.-

“Las represalias, las venganzas de sangre, así como la exposición de los cadáveres, utilizados por distintos grupos políticos como formas de propaganda armada y difusión de idearios e imágenes de justicia social, tuvieron mucha importancia en la vida política argentina de este periodo. Sus manifestaciones, como tratamos de mostrar a partir de los casos antes reseñados, no constituyeron hechos aislados entre sí. Los cuerpos muertos o lacerados les permitieron a estos agentes constituirse y ser reconocidos como actores políticos en tanto que les sirvieron para transmitir mensajes hacia el interior de los propios colectivos de pertenencia (como medio para mostrar y demostrar lealtad, coraje o valentía), hacia los grupos antagonistas (como una forma de intimidación y amedrentamiento) y hacia la población en general (como demostración de capacidad de acción ofensiva o defensiva). El derramamiento de sangre de un miembro del grupo -ya fuera una organización político-revolucionaria, un partido político, un gremio o sindicato, o, un grupo paraestatal- se pagaba con la sangre del otro. Los muertos del bando propio y del bando contrario se contaban y las listas fúnebres se cotejaban en una especie de reciprocidad de la violencia que (con sus sumas y restas) permitía estimar la fuerza «política» propia y la del oponente.

“Esto no implica, sin embargo, que estas prácticas y manifestaciones carecieran de una valoración moral. No toda muerte ni toda modalidad de matar estaban justificadas, y el ejercicio de esta violencia era juzgado desde diferentes parámetros, tanto morales como legales, por parte de los propios grupos que ejercían estas formas de violencia, por otros sectores sociales y por las instituciones estatales. El ejercicio de distintas formas de violencia y sus efectos ampliados, al menos, eran parte de fuertes discusiones en el interior de las organizaciones político-revolucionarias. En las confrontaciones armadas o atentados se procuraba que no hubiera víctimas civiles, aunque eso no siempre pudiera ser controlado, pues ello se consideraba «sangre inocente». Por ejemplo, el 1 de diciembre de 1974, en un contexto de represalias por la muerte de numerosos combatientes del ERP desarmados en la Provincia de Catamarca, «esta organización implementó una campaña para abatir a miembros del Ejército» y denunciar el accionar represivo ilegal. Como parte de esta campaña, el capitán Viola fue asesinado en Tucumán el 4 de diciembre junto a su hija de 3 años, mientras que otra fue gravemente herida. Luis Mattini, integrante del buró político partidario del PRT-ERP, afirma que la propia organización calificó como un «exceso injustificable» este hecho y suspendió los operativos en todo el país hasta agosto de 1975, anunciando su resolución de dar por cumplida la campaña de represalia «en homenaje a la sangre inocente de esas criaturas». Hacia mediados de 1975, frente al aumento de asesinatos y desapariciones de activistas populares y militantes revolucionarios, y el maltrato a prisioneros políticos, retomaron este tipo de acciones aunque «según la investigación documental solo se registra una sola ejecución posterior a este anuncio».

A su vez, tanto la guerrilla como grupos represivos paraestatales o estatales contemplaban que las acciones violentas podían generar reacciones de simpatía o antipatía por parte de otros grupos sociales (no solo en cuanto a sus fines sino también respecto a los canales utilizados), lo cual los impulsaba a negar su participación ante los medios de comunicación oficiales (como hizo de manera creciente la Triple a) o, en cambio, a publicar por medio de sus órganos de propaganda las razones de estos hechos y las modalidades utilizadas. Por ejemplo, para el PRT-ERP la ejecución del torturador no sólo castigaba el martirio sufrido por los compañeros «en manos del enemigo»; era también la puesta en escena de una moralidad revolucionaria cuya voluntad de diferenciación con respecto a la de las fuerzas enemigas encontraba en la inadmisibilidad de la tortura uno de sus puntos nodales. A pesar de los argumentos morales puestos de manifiesto a través de estas formas de violencia política, lo cierto es que hacia mediados de la década de 1970 gran parte de la población (incluidos los medios de comunicación, partidos políticos y grupos empresariales) se alineaba en una demanda de «orden» y proclamaban más animosidad que adhesión hacia las organizaciones político-militares de izquierda. Estas últimas parecían simbolizar la fragilidad y vulnerabilidad de la estabilidad gubernamental. Se los responsabilizaba entonces de una situación que se juzgaba caótica o de una anarquía reinante, aunque -paradójicamente- parecían ser más sus herederos que sus forjadores, pues la estabilidad anhelada parecía no haber existido previamente más que a punta de gobiernos autoritarios, civiles o militares”.

Guerra contrainsurgente: performances de violencia estatal y voluntad de gobierno

“Hacia mediados de la década de 1970 se dieron dos cambios importantes en las formas en que las FF.AA. y de Seguridad, con apoyo de algunos referentes de partidos políticos, funcionarios públicos, sindicalistas y empresarios asumieron la confrontación armada con organizaciones político-militares y grupos políticos de izquierda en la Argentina. La política paraestatal de las venganzas de sangre y las represalias fue abandonada a nivel del discurso público gubernamental para dar un lugar preponderante a la representación mediática de una «guerra contra la subversión» y justificar así la necesidad de una estrategia estatal para reordenar y disciplinar a la sociedad. Asimismo, se desarrolló un marco normativo institucional que daba «forma legal a lo ilegal», amparando de este modo las acciones represivas nacionales y las intervenciones de gobiernos federales (Provincias de Formosa, Córdoba, Mendoza, Santa Cruz y Salta). Esta estructura normativa fue sancionada y sistematizada de manera progresiva, otorgando cada vez mayor injerencia a las FF. AA. en el control del orden interior.

La figura de la «guerra» asumió un lugar hegemónico en las prácticas y las representaciones gubernamentales que se presentaron como contrapuestas a la imagen de la violencia «guerrillera» o «subversiva», asociada al derramamiento de sangre (homicidios, atentados, asaltos a cuarteles militares) y a la capacidad de inquietar o perturbar el orden público a través de acciones de propaganda armada. Así, desde los discursos del gobierno y de las FF. AA. replicados por la prensa, se impuso la imagen de una «guerra santa» contra un «enemigo apátrida», refractario a los valores occidentales y cristianos y que atentaba contra la autoridad del Estado, la familia tradicional y la propiedad privada. Esta imagen no fue producto de la dictadura, sino que comenzó a instalarse durante los años previos, en gobiernos constitucionales, y de hecho fue fundamental para la legitimación del golpe de Estado de 1976.

El llamado Operativo Independencia, implementado el 9 de febrero de 1975, que tuvo como finalidad realizar «todas las operaciones militares que sean necesarias a efecto de neutralizar o aniquilar el accionar de elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán», significó un cambio representacional en la política de la violencia puesta en práctica desde el gobierno nacional y las FF. AA. Colombo sostiene que la confrontación con el «enemigo», que hasta ese momento había sido preponderantemente urbana y fragmentada, fue centralizada en las FF. AA. y su teatro de operaciones fue localizado en el monte tucumano, una geografía imaginada y delimitada como «espacio de rebelión armada». Este espacio-tiempo le permitió a las FF. AA. «territorializar al enemigo, y así hacerlo visible, concreto y aniquilable». Es decir, posibilitó materializar y circular una imagen de «enemigo interno» como un contendiente delimitado, corporeizado y localizado. Como sintetiza Colombo, «el Estado se apoyó en la guerrilla rural para mostrar en un lugar fijo a un enemigo que en las ciudades del resto del país se presentaba como “huidizo y extremadamente móvil». Luego, «a este escenario cuasi bélico se le superpuso otro: el de la desaparición sistemática de personas que eran consideradas como subversivas». A este supuesto «enemigo apátrida», considerado por las fuerzas del Estado como un virus o un cáncer para la nación, había que aniquilarlo.

Las venganzas de sangre y las represalias fueron subsumidas por el discurso de la «guerra» con su propio escenario de visibilidad: el campo de combate. Pero a esta forma de violencia se le superpondría otra, secreta, en la que los asesinatos, masacres y actos de crueldad serían ocultados, o, presentados de una manera tergiversada, como producto de fuego cruzado en enfrentamientos fraguados o del accionar de «bandas irracionales». De hecho, tanto antes como después del golpe militar, las fuerzas públicas acometieron varias masacres de militantes políticos, muchos de ellos ya presos o secuestrados, las cuales fueron presentadas como enfrentamientos con «elementos subversivos» a fin de justificar el accionar militar en la «lucha contra la subversión». Entre ellas se pueden citar la de Palomitas (Provincia de Salta), en la que 11 detenidos políticos fueron sacados de la unidad penal de Villa las Rosas y asesinados el 6 de julio de 1976; la de Fátima (Pilar, Provincia de Buenos Aires) donde 30 detenidos-desaparecidos fueron trasladados desde la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal para ser asesinados y sus cuerpos dinamitados el 20 de agosto de 1976. La Junta Militar, en sus declaraciones posteriores al hecho, afirmó que había sido un: «vandálico hecho solo atribuible a la demencia de grupos irracionales que con hechos de esta naturaleza pretenden perturbar la paz interior y la tranquilidad».

Las personas consideradas «subversivas» o cómplices serían secuestradas y detenidas en lugares clandestinos de manera ilegal, torturadas, y en miles de casos asesinadas y desaparecidas. Los cadáveres ya no serían expuestos en la vía pública y reivindicados como propios, para comunicar mensajes políticos; salvo en contadas excepciones orientadas a reprimir al enemigo de manera brutal, o que procuraban desestabilizar a cierta línea dentro de la dirección del gobierno dictatorial que tampoco estaba exento de conflictos internos. Por ejemplo, en el caso de la masacre de Fátima, algunas hipótesis posteriores afirman que fue un acto cometido por un sector de las fuerzas públicas para desestabilizar al presidente de facto Jorge Rafael Videla.

El 24 de marzo de 1976, en continuidad con algunas de las atribuciones ya otorgadas por el gobierno civil a las FF.AA. en el marco de la «lucha contra la subversión», una Junta de Comandantes Generales asumió el gobierno y el control directo del plan de seguridad nacional, reforzando un esquema represivo sistemático y clandestino de aniquilamiento de la subversión. Mediante este plan nacional se volvió a tomar el control del Estado, del territorio (dividido en zonas, subzonas, áreas y subáreas bajo el mando de distintos cuerpos del Ejército) y de la población a través de una violencia refundacional del orden social y de los valores «occidentales y cristianos». Carassai sostiene que la gran mayoría de las clases medias manifestó un rechazo evidente a las acciones armadas de la izquierda insurreccional en ese periodo, y que dicha distancia se hizo efectiva desde un comienzo y se perpetuó hasta la actualidad, en las memorias sobre estos acontecimientos. Según el autor, dicha situación explicaría la naturalización, la pasividad e incluso el apoyo brindado por los sectores medios -entre otros- a la violencia estatal de la dictadura, el cual estuvo teñido por un sentimiento de retorno del Estado. Las máximas «por algo será» (que lo secuestraron, torturaron, mataron, desaparecieron) o «algo habrá hecho» (no era una víctima inocente) pueden ser leídas, por lo tanto, como algo más que, o incluso diferente de, la mera complicidad o ignorancia. Fueron las frases mediante las cuales un sector de la sociedad se aferró a la creencia de que el Estado había regresado; también sirvieron para atribuir una racionalidad última, desconocida, incluso inalcanzable, a los representantes de un poder que, al mismo tiempo que recaía sobre ellos, al menos idealmente los guarnecía de un caos mayor. En definitiva, esta forma de concebir los hechos de sangre como sinónimo de violencia subversiva, barbárica o incivilizada, facilitó la admisión de formas siniestras de violencia y crueldad que permitirían mantener la creencia en una primacía del orden sobre el caos, del gobierno sobre la anarquía y de la civilización sobre la barbarie.

Las represalias y las venganzas de sangre, no obstante, no fueron abandonadas durante la guerra contrainsurgente, ni con la implementación del Operativo Independencia ni del plan sistemático y clandestino de aniquilamiento de la subversión. Más bien, este tipo de acciones se integraron de manera velada en un mecanismo institucionalizado, jerárquico, centralizado, clandestino y reglamentado de violencia estatal sobre los cuerpos disidentes. A posteriori, en el juicio a las Juntas (1985) y otros procesos judiciales ulteriores, los militares encausados por crímenes de lesa humanidad calificarían algunos de estos hechos de sangre, violencia sexual o tortura como «abusos» o «perversiones» por parte de sus subordinados, argumentando que ellos constituyeron prácticas de violencia «desbordada» que habrían excedido las órdenes «legítimas» y «racionales» suministradas por los mandos superiores. Así pondrían de manifiesto distintas valoraciones sobre los actos de violencia colectiva considerados «irracionales», motivados por razones afectivas o desbordes emocionales y, aquellos considerados -desde su propio punto de vista- como «racionales» o «lógicos» en el marco de una «guerra contra la subversión» que, dadas las características del «enemigo», debía ser «irregular». En la llamada transición a la democracia, la búsqueda de los desaparecidos y, en algunos casos, el hallazgo de sus cadáveres -en general arrojados al río o inhumados en fosas comunes sin identificación- daría lugar a nuevas controversias acerca de la violencia estatal calificada por la nueva institucionalidad como «terrorismo de Estado». La aparición de cadáveres no identificados con marcas de tortura, violencia sexual y armas de fuego, constituiría una prueba material que permitiría confrontar el discurso de la «guerra contra la subversión» en los estrados judiciales. Sin embargo, ante estos cuerpos muertos (antes desaparecidos) ya no se pediría venganza sino «justicia» por las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado, en un principio entre 1976 y 1983”.

(*) Ana Guglielmucci (Conicet-Centro de Estudios sobre Conflictos y Paz, Universidad del Rosario Bogotá, Colombia): “Las políticas de la violencia: sangre y poder en la década de 1970 en la Argentina” (Anuario Colombiano de Historia social y de la Cultura, 2021).

Share