Por Italo Pallotti.-

Los argentinos no podemos alejarnos de la posibilidad de tener asuntos desde los más serios, hasta los más estrambóticos y hasta ridículos para estar siempre en la cresta de la ola en la atención popular. Tampoco nos es ajena la variante de tenernos ocupados en hechos que por su trascendencia no dejan de alterar la tranquilidad de la ciudadanía. Casi siempre por su gravedad, al borde de un ataque de nervios. El protagonismo al que es llevado por los hechos en sí, por la generalmente mala praxis de los gobiernos y por los enfrentamientos de una gran mayoría dentro del cuerpo social, hacen que la posible irrelevancia de algunos temas terminen, finalmente, ocupando de modo excluyente la atención de todos, mucho más allá de lo que realmente debería ocupar en el sentir de la gente. De continuo se entremezclan sentimientos en los que las emociones humanas, entre amigos y enemigos (o adversarios, para ser más suave) en el marco de la política, por usar una calificación doméstica, pasan de un lugar a otro de la brecha con la velocidad de un rayo.

Y entonces el odio, como la emoción humana de causar mal a otro pasa a ser la palabra de moda, la figura utilizada por cada uno para tratar de justificar agravios en una simultaneidad casi patológica entre los supuestos buenos y los supuestos malos. Esto en una sociedad de por sí golpeada por el desamor entre sus miembros desde hace ya mucho tiempo. Por un rato, ante el estupor que causa un hecho inusual, todos se unen en una reacción de repudio, casi sin excepciones, aunque el condimento de la hipocresía pone su parte también. Y allí nomás, pasado el momento, cuando el ruido se atenúa, no tardan en resucitar viejas antinomias, los eternos vicios de enrostrar culpas de un lado y otro. Adormecido el suceso, se despiertan las pasiones que están allí latentes para desacredita; para sumirlo de nuevo en el terreno de la falsía y todo pasa a ser más de lo mismo. Y el amagado sentimiento de búsqueda de unirse pacíficamente, porque la paz los obnubila sólo por un rato, los trastorna y vuelven a las andadas sacando lo peor de la miseria humana, en lo personal y colectivo. Y entonces, como un sádico mecanismo, ponen en funcionamiento las agresiones, ya sin miramientos, para recordarle al oponente que es el culpable de todos los males; aunque casi siempre para tratar de tapar culpas propias.

Expuesto esto, un estado de anomia vuelve a apoderarse del escenario donde actúan; y la diatriba, el insulto y la desacreditación pasa a ocupar el acostumbrado lugar. Y vuelven, con total desparpajo a someterse cada uno al juicio retórico del adversario. Por un lado el generador del encono es el opositor; mientras que al frente se le responde que todo nace en el mensaje provocativo, falaz e injurioso del mensaje oficial. Y así, de nuevo, la calesita infamante del enfrentamiento. Nosotros o ellos. O nosotros y ellos, ¿en una supuesta confabulación subterránea? Según se afirma. ¿Quién lo sabe? Esto viene a cuento de lo que se vio durante el debate por la ya famosa Ley Ómnibus. Inmersos en una discursiva muchas veces inútil, insulsa y vacía de contenido. Un debate que por momentos llena de bochorno. Propio de un infantilismo cívico que espanta y llena de dolor. Alianzas traídas de los pelos, para sobrevivir. Y en la calle, para adornar el triste espectáculo, un grupo de fanáticos, al borde del golpismo, maltratando a quien se cruce por querer imponer criterios perimidos en el tiempo, porque la dadivosidad del Estado parece ir entrando en la sombra del ayer. En la ciénaga borrascosa del no va más; porque la paciencia del pueblo y la otra supuesta de la política oficial se encamina, por ahora, a dinamitar un legado que por años trató de sostener lo insostenible, con beneplácito y cómplices varios, mal que les pese a muchos.

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