Por Jorge Raventos.-

Síntesis del encuentro mensual de Segundo Centenario del martes 7 de marzo

El sistema político argentino atraviesa el punto culminante de un crítico proceso de desagregación que involucra tanto a la coalición oficialista como a la coalición opositora.

La dispersión avanza. Ambas grandes coaliciones parecen haber encontrado un límite a la configuración que traían. En ambas sus líderes mayores -la señora de Kirchner y Mauricio Macri- muestran una notoria hegemonía en sus mercados internos, pequeños e intensos, pero concentran un fuerte rechazo en la sociedad en general, con las marcas negativas más altas. En ambas se observan conflictos crecientes.

La vicepresidenta mantiene su liderazgo sobre el sector más extenso del oficialismo, pero eso no le alcanza para enfrentar la realidad. Cuando lo intenta, apelando a las clásicas recetas de su sector, CFK se convierte en un tigre de papel. La concentración del poder que caracterizó a la “era K” está en descomposición y ya ni siquiera puede ejercerse en el seno del oficialismo, donde el kirchnerismo tiene que soportar políticas que siempre rechazó y debe depender de socios como Sergio Massa, de los que no tan íntimamente desconfía (El Cuervo Larroque ha vuelto a declarar que “la etapa de la moderación está agotada” y no se refería sólo a Alberto Fernández). Hoy el tema no es la hegemonía K, ni el poder de la vice, sino su creciente impotencia. El artefacto que creó en 2019 que permitió la victoria electoral oficialista se desintegra, con el kirchnerismo bombardeando al presidente ungido por el dedo de ella, el titular del Ejecutivo resistiendo los deseos de su valedora para sostener una quimérica candidatura a la reelección y pagando como penitencia con el choque institucional con la Corte Suprema. De fondo, los líderes territoriales y sindicales ligados al oficialismo procuran salvar la ropa en sus jurisdicciones, desentendiéndose de esos juegos de masacre mientras se quiebra el bloque oficialista de senadores y el gobierno pierde el control de esa Cámara.

El oficialismo no tiene un “candidato natural”, como creía tenerlo mientras subsistía la ilusión de que ella podía aceptar esa misión, a la que renunció declarándose proscripta. La señora no quiso, no supo o no pudo cuatro años atrás y mucho menos puede en la actualidad, cuando el rechazo a su persona ha crecido en la opinión pública.

Sergio Massa, la figura política que mejor se recorta en la coalición de gobierno (tanto se recorta, que el último miércoles en la asamblea legislativa, no se sentó junto al resto del gabinete de Fernández, sino que se ubicó en un palco, flanqueado por Julián Domínguez y Eduardo Camaño que, como él, fueron presidentes de la Cámara de Diputados. Una forma sutil de marcar diferencias) es solicitado como candidato por distintos sectores peronistas, pero él gambetea esa decisión. Aunque por ahora buena parte de los economistas, incluso opositores, admiten que Massa conseguirá que no se produzca ningún estropicio económico en lo que queda del gobierno de Fernández, él mismo estima que ese no es un logro suficiente para garantizarle chances de victoria si se candidatea, como sí podría serlo alcanzar un descenso sostenido de la inflación (él aspiraba a bajarla a alrededor de 3 por ciento hacia abril, algo que no ocurrirá). Sin ese galardón, Massa probablemente prefiere esperar pacientemente que el proceso político lo proyecte en el momento oportuno.

Así, Daniel Scioli dio ya el presente y trabaja para ser el salvavidas del oficialismo. Recuerda que en 2015 él triunfó en la primera vuelta sobre Mauricio Macri, aunque no pudo hacerlo en el balotaje. Para los candidatos a puestos legislativos la primera vuelta es decisiva, porque es la que distribuye las bancas. De ahí la demanda de un candidato presidencial competitivo (en rigor, de una fórmula competitiva, porque el número dos puede atraer simpatías o ser piantavotos).

Si el poder real o atribuido a Cristina Kirchner funcionaba como pegamento básico de la oposición, su impotencia diluye ese factor esencial de unidad de la coalición Juntos por el Cambio. Allí se agudizan ahora las tensiones entre el Pro y los radicales y también dentro de cada una de esas fuerzas.

El lanzamiento de la candidatura de Horacio Rodríguez Larreta en Juntos por el Cambio es una expresión clarísima de esa situación: su eje es la diferenciación del discurso confrontativo que emplean tanto Patricia Bullrich como el propio Mauricio Macri y un desafío a ellos (“los que usan políticamente la grieta son estafadores”, dijo, introduciendo una diferenciación política donde sólo parecía haber diferencia de estilos o de nombres).

Larreta postula la búsqueda de acuerdos y una propuesta de moderación y de construcción de mayorías. Los caminos se bifurcan.

Si bien se mira, la descomposición del sistema político, que es acompañada por un creciente distanciamiento la sociedad, se manifiesta últimamente en un discreto corrimiento hacia el centro de sectores significativos de las dos coaliciones, que procuran alejarse de los extremos más intolerantes. Se imaginan nuevas combinaciones en busca de dar satisfacción a la impaciencia pública. Se empiezan a tejer consensos, que quizás sean semillas de un consenso mayor favorecido por la descomposición, que ofrece una oportunidad a la renovación.

Las manifestaciones más empecinadas de la confrontación, aunque ruidosas y funcionales para el sistema mediático, empiezan a ser desafiadas desde dentro de cada una de las fuerzas y desde otros costados del sistema.

Si bien se mira, en el oficialismo también se divisa esa tendencia: Massa, más que predicarla, la practica en sus búsquedas de acuerdo en el Congreso, con los sectores de la producción y del trabajo así como con los interlocutores del mundo -estados y entidades- que evaden la rigidez dogmática preferida por el kirchnerismo. Daniel Scioli -que quizás termine siendo el candidato del oficialismo- lo proclamó en tono de broma: “el antigrieta original soy yo, no Larreta”.

En la misma búsqueda de una convergencia en el centro, Juan Schiaretti, Juan Manuel Urtubey y otras figuras distinguidas que actúan con autonomía de las dos coaliciones mayores, impulsan una política de acuerdos y de superación de la confrontación insensata. Probablemente esta búsqueda contribuirá a la disgregación del sistema electoral polarizado, lo mismo que la presencia libertaria, una fuerza en alza a la que las encuestas le auguran una interesante cosecha de votos.

El paulatino descongelamiento de las coaliciones refleja una desagregación del proceso de polarización. Las dos coaliciones mayores, que en 2015 sumaron el 75 por ciento de los votos y en 2019, el 82 por ciento, es probable que este año sólo con esfuerzo superen el 70 por ciento.

Ahora bien, la polarización y la grieta al mismo tiempo organizaban el sistema político y lo esterilizaban. Lo que empieza a manifestarse con creciente ímpetu es la decadencia de esa configuración del sistema político y la apertura del horizonte para el surgimiento de lo nuevo.

El país parece encontrarse en el punto de inflexión de un proceso que viene de varios años: la decadencia ha ido generando en muchos actores la convicción de que, para superarla, son ejes prioritarios la búsqueda de la unión nacional y la construcción de acuerdos básicos para crecer y resolver consistentemente los dramas de la pobreza y la marginalidad social.

Detrás de los diferentes aspectos de la crisis argentina y de sus problemas irresueltas hay una cuestión política básica: la ausencia de consensos de mayoritarios que ofrezcan bases de sustentación necesarias para las grandes reformas que la Argentina requiere para impulsar su formidable potencial y dar continuidad a las líneas fundamentales más allá de los cambios de gobierno.

Aún sin haber superado el proceso regido por la descomposición empiezan a manifestar líneas tendenciales de los consensos necesarios para la nueva etapa. Signos de esa búsqueda: el acuerdo con el FMI –eje organizador de la presente etapa y también de la que viene después de las elecciones-, fue aprobado por mayorías del oficialismo y de la oposición.

Si se comparan algunas líneas de discursos que en otros aspectos son beligerantes, se descubrirán más puntos susceptibles de acuerdo: hay que avanzar hacia el equilibrio fiscal, hay que impulsar la competitividad y el crecimiento del trabajo argentino, basándose prioritariamente en la producción de alimentos, en la energía, en la minería, en la economía del conocimiento, en el turismo; hay que mantener los pies dentro del orden mundial centrado en el capitalismo. No son temas secundarios.

Los hechos obligan ahora a buscar consensos en un tema sobre el que el sistema jugó al avestruz durante mucho tiempo: el de la inseguridad. Que la inseguridad no es una alucinación colectiva ni un embeleco fraguado por los medios quedó claro la última semana. Una docena de balazos en la madrugada rosarina contra un local de la cadena de supermercados que pertenece a la familia política de Lionel Messi y un mensaje borroneado y de tono amenazante dirigido al número diez de la selección argentina resonaron en todos los medios de comunicación del mundo y parecieron sacar de un largo letargo a los responsables -oficialistas de ayer y de hoy- de la política argentina.

Rosario es desde hace años una ciudad en la que campean las bandas criminales dedicadas a la extorsión y al negocio de la droga. Los jefes de esas bandas gozan de la relativa seguridad que les garantiza el sistema carcelario, desde donde siguen conduciendo confortablemente sus organizaciones por teléfono. Las fuerzas de seguridad están superadas o infiltradas por los delincuentes, la justicia está desmantelada: por falta de acuerdos e inacción política está vacante el 40 por ciento de los juzgados federales que deberían atender este tipo de delitos; en mayo del último año la Corte Suprema en pleno estuvo en la ciudad y participó de un evento de la Justicia Federal donde se trató el juzgamiento de los casos de narcotráfico.

La balacera del jueves a la madrugada y el apellido Messi generaron movimiento y reclamaron acción.

Decir Messi es decir el mundo: en ese sentido, el mundo obligó a la política a pronunciarse. Y la obliga a pensar.

El delito ligado al narcotráfico se destaca en Rosario, pero no vive solo en esa ciudad. Paulatinamente el Estado ha ido perdiendo control del territorio: en numerosos espacios el orden lo imponen poderes de hecho, vinculados al delito organizado. La policía admite que en muchos espacios sus agentes no pueden entrar si no es en el marco de grandes operativos, pues en otras condiciones no tienen garantías de seguridad. Las ambulancias públicas no se atreven a penetrar en los asentamientos de emergencia ni siquiera en compañía de un policía.

En esos territorios la ley la imponen los que ejercen la fuerza o la amenaza de usarla y los que reclutan y facilitan ingresos, habitualmente vinculados a la actividad criminal. El orden es impuesto por el crimen organizado y su tejido de influencias, que llega a niveles políticos y estatales. En esa jerarquía, las redes narco se encuentran en la cúspide. Y la numerosa población de esos espacios que no está vinculada a tales actividades, queda sometida a su poder, desprovista del resguardo permanente de una autoridad legítima. La tarea de preservación, construcción y restauración de tejido social sano que llevan adelante curas villeros, maestros y asistentes sociales es un precario puente con la Nación, reemplazo vicario de una acción decidida del Estado para asistir y promover seriamente a amplios segmentos de la población, establecer allí el orden de la Constitución y la ley y desalojar a las organizaciones que convierten esos espacios en “territorios liberados”.

“En Rosario ganaron los narcos”, había confesado confesó el ministro de Seguridad, cascoteado desde la provincia porque el estado central es el principal responsable de atender a delitos federales. “El problema de la violencia y del crimen organizado es muy serio-había constatado el presidente Alberto Fernández-. Hay que hacer algo por los rosarinos y por los santafesinos porque son argentinos”. La inacción por que reclamaba la provincia de Santa Fé tuvo que dar paso a una reacción que el gobierno adoptó el martes, decidiendo refueerzos de fuerzas federales y recursos y también una presencia del Ejército, dentro de los límites que las leyes no le prohíben.

En el Congreso, entretanto, se actualizó una iniciativa conjunta de diputados santafesinos de distintas fuerzas políticas y que aspira a fortalecer a la justicia penal federal ante el narcotráfico. Que se trate de un proyecto fruto del consenso (lo suscriben diputados del peronismo, del kirchnerismo, del Pro, del socialismo y de la UCR) es casi un milagro. Y que el kirchnerismo, que comanda las comisiones legislativas estratégicas haya habilitado el debate para la próxima semana, otro milagro. Messi lo hizo.

La crisis de seguridad iluminada gracias a que la víctima fue la familia política de Messi es un capítulo crepuscular de la crisis del sistema. Cuando la política no toma decisiones adecuadas y deja inerme al Estado, la sociedad actúa. A veces lo hace por acción directa, como empezó a ocurrir en Rosario.

Ya evidenciado el fin de la etapa argentina que hoy se descompone sería penoso que el nuevo ciclo no se coronara con un nuevo sistema político, apoyado sobre un nuevo consenso y sobre verdaderas políticas de Estado adecuadas a la época y a las posibilidades que tienen el país y la región. Allí hay que agrupar fuerzas.

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