Por Italo Pallotti.-

Muchas veces, por esas cosas de la nostalgia, uno se pone a revisar asuntos que por su gravedad han quedado grabados a fuego en nuestra vida. Viene a cuento una nota que, en octubre de 2014, publicaba en este foro: “…Si los que vienen no hacen justicia con esta clase desquiciada que está llevando a nuestro país a lo más indeseado, imaginado alguna vez, tendrá el mismo final. Digo mejor: tendremos el mismo final, potenciado. Si esta vuelta no ponemos en caja a esta nación, es porque no merecemos otro destino. Lo hemos buscado, lo hemos permitido. Aquí, el resultado. Es penoso, pero es así. Cada uno deberá pagar las consecuencias de sus actos, que fueron públicos y no precisamente deseado por quienes los votamos. Nadie cumplió nada de lo prometido. El deterioro de la economía, la cultura, los principios, la moral; en fin, la vida personal de cada ciudadano se ha visto afectada de una manera inimaginable alguna vez, de seguro, por cualquiera de nosotros. Parece mentira, tan cruel realidad. El relato, un tenebroso chamuyo. Lo dicho y hecho, en general, una soberbia mentira. ¿Qué les pasa? ¿Qué nos pasó, por Dios? Cómo se puede permitir semejante estado de cosas? Y lo peor la división, más aún, de la ya conocida por el peronismo de los años 50. O sos del palo, o sos un paria. Qué tristeza. Qué dolor tan profundo me invade el alma. Que a mi edad (73) deba ver este inmenso oprobio, me sacude el espíritu y me hace hilachas la proverbial esperanza que alguna vez algo fuera distinto. Sólo me queda el rezo. Y renovar esa ilusión, por mis hijos, mis nietos y los pares que piensan lo mismo”.

Y así fue como da la sensación que nuestro país, por obra de su ciudadanía (políticos y hombres comunes), ha ido perdiendo el sentido común de las cosas que debieron ser de ese modo a todos para ir armando un cuerpo social dispuesto a hacer que el esfuerzo colectivo fuera forjando un conjunto de ideas capaces, en el tiempo, construir una sociedad en vías de dar solidez a proyectos colectivos. Al parecer se tiene la idea que vivimos en un país de imbéciles, un conjunto de hombres y mujeres qué por el contrario de buscar lo mejor hemos optado por lo peor, en una expresión auto destructiva. Hemos ido sembrando nuestra propia ruina, sumidos en una decadencia social que es cuanto menos, el hazme reír del mundo civilizado. Cabe preguntarse quién le pondrá fin a esta idiosincrasia argentina del delirio y la sinrazón. La poca esperanza que cada ciudadano debería tener en cada nuevo gobierno son fumigadas por propuestas muchas veces alejadas de lo correcto y más de lo mismo por los dueños de poderes ocultos, sigilosamente complotados, junto a resabios de viejas oposiciones; siempre alertas para prenderse a cualquier propuesta que les traiga algún oscuro beneficio. Nos hemos movido en el desprecio a la verdad y la cordura. En un coctel siempre al borde de la anarquía. Una forma endemoniadamente perversa.

No quedan demasiadas opciones, es probar lo incierto o seguir añorando la tortura conocida. Ya no quedan resquicios para propuestas descartadas por sus pésimos resultados. De lo viejo (de hace un rato, nomás) nada se puede esperar. Fue todo difuso, contradictorio, roto, mendaz. Una caricatura de poder, con el país todo como víctima. Estamos subidos hoy a un trampolín que puede (ojalá) depositarnos por mucho tiempo en una secuencia donde el pueblo, de tanto hartazgo, se prenda a todo vestigio de sensatez y razonabilidad, hoy casi perdidas. Con los obvios riesgos de lo nuevo. Una impronta distinta parece aparecer. La Argentina, devoradora de ilusiones, detenida en el tiempo necesita aferrarse a nuevas opciones. De los expertos y aprendices de golpistas que no ofrecen otra cosa que caos, nada bueno cabe esperar. Dejemos que al andar se encuentre la brújula para encarar el futuro con cierta coherencia. Discépolo y Bores, esperan todavía.

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