Por Italo Pallotti.-

Argentina parece que, a través del tiempo y haciendo un paralelismo con las estaciones del tiempo, se ha detenido a vivir en otoños e inviernos permanentes. No ha tenido, y por diversos motivos, la oportunidad de impulsar un cambio de mentalidad que rompa con ataduras y miedos que la paralizan impidiendo salir de la cerrazón de pensamientos que tantas veces nos obnubila a la realización de mejores proyectos. Llegar a una primavera que nos lance por los aires con nuevos esquemas, como fueron los inicios seguramente de los que en algún momento pensaron para el país proyectos que, aun con dificultades, se orientaban a empujar el razonamiento en la búsqueda de nuevas e innovadoras alternativas para conseguir el bien común. Esos proyectos contaban, sin dudas, en su origen con un empuje embrionario que lo lanzara, cada día y producto de las necesidades, al nacimiento de nuevas ideas, a planes distintos, a una narrativa que dejara de estar atada a viejos preconceptos; antes que a realidades tangibles. Ese ideario del viejo país, del histórico país, fue impulsado por ideas que traccionaban una acción colectiva. De aquellos que confiaban en los méritos, aun con errores, de las clases dirigentes que, con ideas y esfuerzos inclaudicables, veían en su gente la matriz sobre la que se debía seguir creyendo, más que en un grupo, partido o sello político, en los méritos y conductas que serían la base de una nación próspera. En el trabajo y la fe puesta en objetivos superiores. En la esperanza que orientara el destino de la gente y de sus empresas.

Así fue que esta Argentina, hoy maltrecha y decadente, supo ganarse un lugar en el mundo y proyectarse hasta ocupar espacios de relevancia y, por sobre todo, el respeto de tantas naciones. Incluso, y esto lo refleja la historia, un séptimo lugar mundial por su economía, la calidad e intelectualidad de su gente, su posición geográfica, el nivel de su educación y otros aspectos relevantes. Ese fue el tiempo de la primavera, que duró muy poco. No supimos, y muchos se supone no quisieron, que ese espacio perdurara. Vino luego la estación del desencuentro, del crudo invierno. Donde cada uno de los actores políticos, a cuál más incompetente comenzó a mostrar sus miserias, sus egoísmos, sus ambiciones personales. Y todo para peor. Cautivos en un cuadro declamativo de incoherencias, complicidades, negligencias y corrupción, ayudados por la aparición de un quiebre del sentir popular en donde la armonía dio paso a la discordia y al enfrentamiento permanente. El ciudadano común, en tanto, subyace en un mundo de intolerancia, desasosiego e incertidumbre en extremo peligroso. Su fe en el mañana mejor se le diluye como agua entre los dedos porque quienes lo representan se debaten en la cosa ínfima, en un chiquitaje ideológico que perturba y molesta. Nada para construir colectivamente; todo al revés. Así se nos fueron décadas en la que vimos cómo países, aún más precarios en todo que nosotros, nos pasaron por encima; porque vieron que el pueblo es el único en el que deben depositarse los éxitos de buenas gestiones; y no en el individualismo egoísta y descarado al que nada le importa el bienestar ajeno. En el interín, apenas si tuvimos pequeños “veranitos” que una nueva crisis lo devolvió rápido a un triste gris otoñal. Y en una niebla espesa que parece eterna, las ilusiones extraviaron el rumbo.

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