Por Hernán Andrés Kruse.-

Se supone que la democracia liberal está vigente en la Argentina. Si ello es así, el principio de la soberanía del pueblo rige en su máximo esplendor. Quien aspira al máximo cargo político del país, la presidencia, debe congraciarse con quien, a través del voto, le hará tocar el cielo con las manos. Cuando está vigente la democracia liberal, quien es elegido presidente sitúa en la cúspide de sus prioridades las demandas que provienen del pueblo que lo eligió. En realidad, debería ser así.

En la Argentina, lamentablemente, la mayoría de los candidatos a presidente ignoran las demandas populares, las menosprecian, las subestiman. La mayoría de los candidatos a presidente sólo se preocupan por demostrarle al círculo rojo que son confiables. En la Argentina, desde hace tiempo está vigente una norma no escrita que sostiene que sólo se llega a la presidencia si previamente el círculo rojo da el visto bueno. El pueblo queda reducido a la triste categoría de convidado de piedra.

Sergio Massa, precandidato a presidente por Unión por la Patria, es perfectamente consciente de la vigencia de esa norma. Sabe perfectamente que lo único que importa es congraciarse con el círculo rojo. Sabe perfectamente que está obligado a rendir ante sus miembros permanentes exámenes de racionalidad, de confiabilidad. Prueba de su fidelidad al círculo rojo fue su reciente participación en la Convención Anual de la Cámara Argentina de la construcción (Camarco). En el cierre del cónclave afirmó que “el próximo presidente tiene que tener la obsesión de tener un programa exportador para juntar todos los dólares que la Argentina necesita y no volver al Fondo”. La relación con dicho organismo implica “ceder en parte tu autonomía para atarte a un programa que explica la capacidad de repago de tu país. Tenemos que trabajar para generar riqueza, no para pagar deuda”.

Sobre las negociaciones con el FMI señaló: “En las próximas horas se va a conocer públicamente cómo es el programa para los próximos seis meses”. “Tengo que tratar de ser aséptico en la mirada de este tema para que lo electoral no empañe la estabilización de las cuentas de la economía argentina, que juegan un papel importante y obviamente del flujo de bienes intermedios que necesitamos para llevar adelante obras”. En obvia referencia a Bullrich y Milei, afirmó: “Aquellos que creen que haya que poner una bomba, tirarla (una casa en construcción) abajo y empezar de nuevo: eso supone que la gente se muere o se la saque a la calle. Una reparación es más artesanal, requiere más disciplina, pero la Argentina es un país con cimientos sólidos. Esa es tal vez la forma más sana para mirar un país. Entendiendo que todo lo que tenemos que reparar, lo tenemos que hacer cuidando a la gente que está adentro”.

“Si soñamos un país y creemos que es posible, si superamos las divisiones y hacemos culto de la unión, la Argentina tiene un destino de desarrollo fenomenal, por su gente, capacidad de inversión y de recuperación”. “Hubo una decisión de sintetizar una coalición de gobierno, para demostrar que frente a la pelea y la división y la falta de discusión de modelos de país, se ponían sobre la mesa cuatro o cinco valores de país. Yo terminé siendo esa síntesis y eso me llevó a ser la cara de un espacio mucho más amplio, es un espacio colectivo. Los cuatro pilares que nos tienen que guiar son el orden fiscal, el superávit comercial, la competividad cambiaria y el desarrollo con inclusión. El país tiene que desarrollarse con los argentinos adentro” (Fuente: Infobae, Mariano Boettner: “Massa ante los empresarios de la construcción: en las próximas horas se va a conocer el programa con el FMI para los próximos 6 meses”, 27/6/023).

Massa, qué duda cabe, estudió muy bien su libreto. Se presentó ante los empresarios de la construcción como un alumno aplicado, como un candidato dispuesto a cumplir con el requisito esencial para ser presidente de la Argentina: asegurar que su único objetivo será beneficiar al círculo rojo. Sólo faltó que imitara a aquel inolvidable personaje de Gianni Lunadei exclamando “Benemérito círculo rojo, le pertenezco”. ¿La soberanía del pueblo? Bien gracias. ¿La democracia liberal? Bien gracias.

Para Massa sólo importa la voluntad del círculo rojo. La otra voluntad, la del pueblo, le resulta insignificante. Sabe muy bien que apenas se siente en el Sillón de Rivadavia quienes lo votaron no le cuestionarán absolutamente nada. Es consciente de que así funciona la democracia en Argentina. Es consciente de que el pueblo no es más que un inmenso rebaño que soporta cualquier cosa. Es consciente de que en nuestro país impera la democracia delegativa, en definitiva. Por eso sólo le interesa caerle bien al círculo rojo.

Quien sistematizó el concepto de democracia delegativa fue Guillermo O’Donnell. En un ensayo titulado, precisamente, “Democracia delegativa “(publicado originalmente como “Delegative Democracy”, Journal of Democracy, Vol. 5, No. 1, January 1994),

El cientista político argentino caracterizó a la democracia delegativa de la siguiente manera:

“Las democracias delegativas se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial tendrá el derecho a gobernar como él (o ella) considere apropiado, restringido sólo por la dura realidad de las relaciones de poder existentes y por un período en funciones limitado constitucionalmente. El presidente es considerado como la encarnación del país, principal custodio e intérprete de sus intereses. Las políticas de su gobierno no necesitan guardar ninguna semejanza con las promesas de su campaña, ¿o acaso el presidente no ha sido autorizado para gobernar como él (o ella) estime conveniente? Debido a que a esta figura paternal le corresponde encargarse de toda la nación, su base política debe ser un movimiento; la supuestamente vibrante superación del faccionalismo y de los conflictos asociados a los partidos. Generalmente, en las democracias delegativas los candidatos presidenciales ganadores se sitúan a sí mismos tanto sobre los partidos políticos como sobre los intereses organizados. ¿Cómo podría ser de otro modo para alguien que afirma encarnar la totalidad de la nación? De acuerdo con esta visión, otras instituciones -por ejemplo, los tribunales de justicia y el poder legislativo- constituyen estorbos que acompañan a las ventajas a nivel nacional e internacional de ser un presidente democráticamente elegido. La rendición de cuentas a dichas instituciones aparece como un mero obstáculo a la plena autoridad que le ha sido delegada al presidente.

La democracia delegativa no es ajena a la tradición democrática. Es más democrática, pero menos liberal que la democracia representativa. La democracia delegativa es fuertemente mayoritaria. Consiste en constituir mediante elecciones limpias una mayoría que faculta a alguien para convertirse, durante un determinado número de años, en la encarnación y el intérprete de los altos intereses de la nación. A menudo, las democracias delegativas utilizan recursos como la segunda vuelta electoral si en la primera vuelta no se produce una clara mayoría. Esta mayoría debe crearse para respaldar el mito de la delegación legítima. Además, la democracia delegativa es muy individualista, pero de un modo más hobbesiano que lockeano: se espera que los votantes elijan, independientemente de sus identidades y afiliaciones, al individuo más apropiado para hacerse responsable del destino del país. En las democracias delegativas las elecciones constituyen un acontecimiento muy emocional y en donde hay mucho en juego: los candidatos compiten por la posibilidad de gobernar prácticamente sin ninguna restricción salvo las que imponen las propias relaciones de poder no institucionalizadas. Después de la elección, los votantes (quienes delegan) deben convertirse en una audiencia pasiva, pero que vitoree lo que el presidente haga. El individualismo extremo al constituir el poder ejecutivo se combina adecuadamente con el organicismo del Leviatán. La nación y su expresión política “auténtica”, el líder y su “movimiento”, se presentan como organismos vivos.

El líder debe sanar a la nación mediante la unión de sus fragmentos dispersos en un todo armonioso. Dado que existe confusión en la organización política, y que las voces existentes sólo reproducen su fragmentación, la delegación incluye el derecho -y el deber- de administrar las desagradables medicinas que restaurarán la salud de la nación. Según esta perspectiva, parece obvio que sólo quien está a la cabeza sabe realmente: el presidente y sus asesores más confiables son el alfa y el omega de la política. Además, algunos de los problemas del país sólo pueden solucionarse mediante criterios altamente técnicos. Los “técnicos”, especialmente en relación con la política económica, deben ser defendidos políticamente por el presidente en contra de la múltiple resistencia de la sociedad. Mientras tanto, es “obvio” que la resistencia, sea del congreso, los partidos políticos, los grupos de interés, o las multitudes en las calles, se debe ignorar. Este discurso organicista no se adecua bien a los severos argumentos de los tecnócratas, y se consuma así el mito de la delegación: el presidente se aísla de la mayoría de las instituciones políticas e intereses organizados, y asume en forma exclusiva la responsabilidad por los éxitos y fracasos de “sus” políticas. Esta curiosa mezcla de concepciones organicistas y tecnocráticas estaba presente en los regímenes burocrático-autoritarios recientes. A pesar de que el lenguaje -pero no las metáforas organicistas- era diferente, tales concepciones también existían en los regímenes comunistas. Pero hay grandes diferencias entre estos regímenes y las democracias delegativas.

En las democracias delegativas, los partidos, el congreso, y la prensa usualmente son libres de expresar sus críticas. En ocasiones los tribunales, citando lo que el ejecutivo típicamente desecha como “razones legalistas, formalistas”, bloquea las políticas inconstitucionales. Las asociaciones de trabajadores y capitalistas a menudo expresan sus quejas con fuerza. El partido o la coalición que eligió al presidente se desespera por su pérdida de popularidad, y deniega el apoyo parlamentario a las políticas que éste les ha “impuesto”. Lo anterior aumenta el aislamiento político del presidente, sus dificultades para formar una coalición legislativa estable, y su propensión a pasar por alto, ignorar, o corromper al congreso y a otras instituciones.

A estas alturas es necesario detallar qué diferencia a la democracia representativa de su prima delegativa. La representación necesariamente conlleva un elemento de delegación. Mediante algún procedimiento, una colectividad autoriza a algunos individuos a hablar por ella, y finalmente a comprometerla con lo que el representante decida. Por lo tanto, la representación y la delegación no son polos opuestos. No siempre es sencillo realizar una distinción nítida entre el tipo de democracia que se organiza en torno a la “delegación representativa” y aquel tipo donde el elemento delegativo ensombrece al representativo. La representación trae consigo la rendición de cuentas. De alguna manera los representantes son considerados responsables de sus acciones por aquellos sobre quienes afirman tener el derecho a representar.

En las democracias institucionalizadas, la rendición de cuentas funciona no sólo de manera vertical, de modo que los funcionarios elegidos sean responsables frente al electorado, sino también en forma horizontal; a través de una red de poderes relativamente autónomos; es decir, otras instituciones, que pueden cuestionar, y finalmente castigar, las formas incorrectas de liberar de responsabilidades a un funcionario determinado. La representación y la rendición de cuentas llevan en sí la dimensión republicana de la democracia; la existencia y la observancia de una meticulosa distinción entre los intereses públicos y privados de quienes ocupan cargos públicos.

La rendición de cuentas vertical, junto con la libertad para formar partidos y para intentar influir sobre la opinión pública, existe tanto en las democracias representativas como en las delegativas. Pero la rendición de cuentas horizontal, característica de la democracia representativa, es extremadamente débil, o no existe, en las democracias delegativas. Además, debido a que las instituciones que hacen efectiva la rendición de cuentas horizontal son vistas por los presidentes delegativos como trabas innecesarias a su “misión”, estos llevan a cabo enérgicos esfuerzos por obstaculizar el desarrollo de dicha instituciones. Nótese que lo importante no sólo son los valores y creencias de los funcionarios, sean o no elegidos, sino también el hecho de que están incorporados en una red de relaciones de poder institucionalizadas. Dado que esas relaciones se pueden movilizar para imponer un castigo, los actores racionales evaluarán los costos probables cuando consideren emprender un comportamiento impropio. Por supuesto, el funcionamiento de este sistema de responsabilidad mutua deja mucho que desear en todas partes.

Aun así, parece evidente que la fuerza, a la manera de una norma, de ciertos códigos de conducta determina el comportamiento de los agentes pertinentes en las democracias representativas mucho más que en las democracias delegativas. Las instituciones sí importan, especialmente cuando la comparación se realiza no entre diferentes grupos de instituciones sólidas sino entre estas últimas y las que son extremadamente débiles o inexistentes. Debido a que las políticas son ejecutadas por una serie de poderes relativamente autónomos, la toma de decisiones en las democracias representativas tiende a ser lenta e incremental y en ocasiones proclive al estancamiento. Sin embargo, por la misma razón, dichas políticas generalmente son inmunes frente a errores flagrantes, y cuentan con una probabilidad razonablemente alta de ser implementadas; más aún, la responsabilidad por los errores suele compartirse ampliamente.

Como se señaló, la democracia delegativa implica una institucionalización débil y, en el mejor de los casos, es indiferente respecto de fortalecerla. La democracia delegativa otorga al presidente la ventaja aparente de no tener prácticamente rendición de cuentas horizontal, y posee la supuesta ventaja adicional de permitir una elaboración de políticas rápida, pero a costa de una mayor probabilidad de errores de gran envergadura, de una implementación arriesgada, y de concentrar en el presidente la responsabilidad por los resultados. No es de extrañar que los presidentes de las democracias delegativas suelan experimentar turbulentos vaivenes de popularidad; un día son aclamados como salvadores providenciales, y al siguiente son maldecidos como sólo los dioses caídos pueden serlo.

Ya sea debido a la cultura, la tradición, o el aprendizaje estructurado a través de la historia, las tendencias plebiscitarias de la democracia delegativa eran perceptibles en la mayoría de los países latinoamericanos -y en muchos países poscomunistas, asiáticos, y africanos- mucho antes de la presente crisis social y económica. Este tipo de gobierno ha sido analizado como un capítulo del estudio del autoritarismo, bajo nombres como cesarismo, bonapartismo, caudillismo, populismo, y otros similares. Pero también debiera considerarse como un tipo peculiar de democracia que se traslapa y difiere de tales formas autoritarias de un modo interesante. No obstante, aun cuando la democracia delegativa pertenece al género democrático, difícilmente podría ser menos compatible con la construcción y el fortalecimiento de las instituciones políticas democráticas”.

Difícil encontrar un texto que mejor explique la democracia imperante en la Argentina a partir de diciembre de 1983 que éste de Guillermo O’Donnell.

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