Por Hernán Andrés Kruse.-

En 1982 la editorial Ediar publicó uno de los libros más relevantes de Germán Bidart Campos: “La re-creación del liberalismo”. Su objetivo no fue otro más que adecuar el histórico liberalismo clásico al siglo XX y poner en evidencia la inexistencia de un único liberalismo válido urbi et orbi, como sostienen los liberales fanáticos que hoy ejercen el poder en la Argentina. Por el contrario, se puede tranquilamente discrepar, por ejemplo, con Friedrich von Hayek, y ser tan liberal como el autor de “Camino de Servidumbre”, siempre y cuando el valor “libertad” esté situado en la cumbre de nuestra escala de valores. Ningún liberal es, por ende, dueño del “liberómetro”, esa máquina fantástica que determina si fulano es más liberal que sutano o que mengano, lisa y llanamente, no es liberal porque, por ejemplo, considera que el liberalismo no se contrapone con la solidaridad.

A continuación paso a transcribir partes del primer capítulo titulado “El porqué del título”. Al sumergirse en estas páginas el lector se percatará de que Bidart Campos poco y nada tiene que ver con el liberalismo extremo propiciado por Milei y, sin embargo, Bidart Campos es tan liberal como el presidente de la nación. “¿Y cómo surgió el título por inducción y generalización de los diversos temas tratados? Poco a poco nos convencimos que esa presión intelectual que nos hizo razonar sobre la imperiosa urgencia de establecer sociedades libres que den satisfacción concreta al desarrollo pleno e integral de todos los hombres que las componen, era una presión intelectual de la idea y la valoración de la libertad. Y pensamos: ¿qué es esta libertad? ¿Qué exige? ¿Qué pretende? ¿Qué necesita? ¿Cómo se realiza? ¿Cómo se expande? ¿Qué doctrina y qué organización le dan cabida? La respuesta nos vino casi sola: ¡el liberalismo! De inmediato retrocedimos a otra vieja idea: “pero… ¡si el liberalismo está en crisis!; ¡si nosotros mismos hemos criticado muchos de sus presupuestos ideológicos!; ¡si, incluso, algunas de sus técnicas nos han parecido inocuas, o ineficaces, o desactuales!” Entonces, si nos creemos “un liberal” por una parte, pero no es el “viejo” liberalismo el que nos hace ser “un liberal” por la otra, debe existir, al menos en nuestro razonamiento, algo que explique esa aparente contradicción: “Soy liberal, pero no de “aquel” liberalismo que critico”.

Entonces, ¿hay otro?, ¿puede haber otro? ¿Sin nada en común con “aquél”, o con algo en común, o con mucho en común? Y como si la luz nos diera de frente en la mente, quedamos convencidos que lo viejo y fofo de “aquel” liberalismo, acaso nuestras discrepancias doctrinarias con muchos de sus postulados, no hacían a lo esencial. Hoy, puede haber un liberalismo “actual”, vivo, rejuvenecido, práctico, sin ataduras perpetuas a muchas de sus modalidades primitivas, que es capaz de complacernos. ¡Por eso -acaso- no nos molestaba nunca sentirnos “un” liberal al modo nuestro, al modo como nosotros concebíamos nuestro liberalismo! Pero, ¿es que hay un liberalismo para cada cual, también “uno para mí? ¿O es que más bien puede haber, hay, y debe haber “uno” para cada sociedad, para cada tiempo histórico? De contestar afirmativamente este interrogante, todo quedaba esclarecido. Nuestra época, nuestra forma de vida, son capaces de temporalizar y vivir “un” liberalismo. Y poco a poco recapacitamos que cada una de las cuestiones que íbamos dando como deseables, exigibles y justas, eran soluciones liberales. Entonces, pensamos el título. Y el título fue: “La re-creación del liberalismo”. ¿Por qué “re-creación”? Porque debe crearse de nuevo lo que está un poco viejo, o adormecido, o en crisis y, sin embargo, tiene elasticidad, apertura, proyecto, futuro y viabilidad de reacomodación, de reajuste. Lo que puede desembarazarse de errores pasados, de cosas inútiles, de cargas inservibles y renacer sin pérdida de su mismidad. Puede recrearse lo que no está muerto ni en agonía, lo que está vivo. Y el liberalismo está vivo, el liberalismo mantiene la vitalidad en sus entrañas. Sólo que tiene que ser un liberalismo con mimetismo suficiente para adecuarse a los desafíos presentes sin dejar de ser liberalismo; no es “lo mismo” que antes, pero sí “el mismo”. ¿Y cuál es “su mismidad”? Una sola realidad que se expresa en una sola palabra: “libertad”.

Dejemos de lado lo accesorio, lo que pudo ser teoría de los primeros liberales: el origen contractual del estado, la maldad irremediable pero necesaria de la organización política, el individualismo, la imagen abstencionista del estado, el “dejar hacer-dejar pasar”, la idea de que el juego espontáneo de las fuerzas sociales era capaz de crear el orden, la creencia racionalista que suponía factible planificar a priori la vida política y lograr que su realidad se amoldara a la previsión racional-normativa, etc. Tantas cosas que parecieron esenciales al liberalismo, y que formaron su primera constelación mental, ahora se reputan sólo ideas del momento que acunaron su nacimiento, alojado en el pasado, que ya no provocan consenso ideológico. Otras se han arrimado a los complejos culturales de las sociedades contemporáneas; y no parecen incompatibles con las apetencias libertarias: la idea de solidaridad social, del estado promotor activo del bien común, de la intervención política moderada en muchas áreas de la convivencia que se reivindicaban como inherentes a “lo privado”, hasta la de ciertas planificaciones parciales de coordinación e integración, la de socialización del proceso político y del proceso económico, y la serie indefinida de pretensiones que el no-conformismo de aquellas mismas sociedades contemporáneas reclama ante el estado y del estado para erradicar todas las hiposuficiencias y las injusticias que enajenan la libertad. Y acá está lo nuevo y lo rico del liberalismo re-creado. La libertad ya no se concibe solamente como una situación del hombre exento “de” intrusiones del estado. Se concibe, además, como una situación de real y efectiva capacidad de ejercicio “para” muchas cosas que se captan como derechos: para tener acceso a la vivienda, al trabajo, al descanso, a la propiedad, a la educación, a la seguridad social. En tres palabras, o en cuatro: “para ser hombre, o para vivir como hombre”. El liberalismo es el humanismo de hoy, es la justicia de hoy, es la democracia de hoy. No hay otra ideología sustitutiva. No hay sucedáneos. No hay margen de reemplazo. Por eso, urge recrear al liberalismo para que la libertad asuma y realice nuevos contenidos, para que sea liberación, para que sea desarrollo, para que sea bienestar. Una libertad siempre a la conquista de los campos donde el hombre sufre, soporta carencias, padece sumergimientos y alienaciones aberrantes, siente la estrechez penosa que lo estorba. Tantas impaciencias contemporáneas, tantas emancipaciones reclamadas a nombre de la libertad, hallan cabida en el liberalismo y tienen que ser resueltas por el liberalismo.

Hace muchos años, nos impresionó una afirmación de Julián Marías transcribiendo a Ortega. Seguramente, la habíamos leído antes y la compartimos, pero esa vez nos sonó como una clarinada. Y ahora retomamos la cita porque es muy ajustada a lo que venimos proponiendo: “(…) el liberalismo, antes que una cuestión de más o de menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino” (La rebelión de las sociedades-masa, La Nación, abril 27 de 1958) (…) Muy bien, si el liberalismo consiste en dejarle a cada cual la holgura que precisa para hallarse franco en la posibilidad de henchir su destino, podríamos suponer que allí donde la gente está cómoda con una pequeñísima-o casi nula-franja de libertad, hay liberalismo, porque cada cual puede henchir su destino hasta un exiguo límite más allá del cual no apetece nada. Y entonces, la cortedad del horizonte nos haría decir que, a su modo, esa sociedad es liberal porque deja a sus hombres henchir su vida en el espacio a que están habituados y dentro del cual no vivencian ni privación ni despojo, ni injusticia. ¿Y realmente será liberal esa sociedad? ¿La libertad que hace falta para ser liberal dependerá nada más que de las imágenes sociales, de las sensaciones sociales, de lo que una sociedad cree y siente como normal? El “plus” que objetivamente nosotros creemos que necesita esa sociedad para alcanzar el umbral del liberalismo, ¿será simplemente una representación mental nuestra? Y es acá donde necesitamos completar la idea. Es cierto que la dosis de libertad que un sistema requiere para calzar en el molde del liberalismo depende parcialmente de las ideas, las presiones y las vigencias sociales tempoespaciales de cada sociedad. Pero en tanto en cuanto el margen para henchir la vida personal, en tanto en cuanto lo de quedar franco para ello, se remita a una confrontación objetiva con un esquema también objetivo de libertad justa. La libertad y la justicia se realizan históricamente, se vivencian históricamente de acuerdo a la sensibilidad social de cada grupo humano.

Pero desde que con un juicio crítico casi nadie deja de señalar como intolerables ciertos estrechamientos de la libertad, ciertas compresiones y depresiones de la libertad, es porque hay un mínimo de libertad objetivamente indispensable-más allá de lo que la gente padezca o no como privación y como injusticia-que todo sistema debe acoger si aspira a entrar en la categoría del liberalismo. No todo se mueve, entonces, en el orbe de lo que subjetivamente creen, imaginan y sienten los hombres en su instalación dentro del complejo cultural al que están incardinados. Hay algo que se remonta un poco más arriba o más “afuera” de ese cerco. Hay algo que llega desde la recta razón, razón vital a la manera orteguiana, pero razón al fin; no teorización abstracta, no apriorismo racionalista, pero sí un criterio de valor más o menos objetivo. ¿De dónde sale ese criterio? De las valoraciones de las sociedades liberales, libándolas a su vez en la objetividad del valor justicia. Entonces se nos dirá: ¿una sociedad cualquiera sólo será liberal si se adapta a los criterios de valor que impone autoritariamente otra sociedad distinta que se cree ella misma liberal? ¿Es justo que los patrones de la sociedad liberal se tomen como standard para medir la “liberalidad” de las demás? O todavía, ¿es justo que esos patrones se den por objetivamente universalizados? Porque con título similar la sociedad no-liberal o anti-liberal podría hacer valer los suyos bajo cualquier nombre, y aspirar a extenderlos”.

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