Por Hernán Andrés Kruse.-

“El tema de la superioridad del gobierno de las leyes recorre, sin solución de continuidad, toda la historia del pensamiento occidental (pero, no con menor fortuna, también la del pensamiento político de la antigua China). Una de las formas más antiguas para expresar la idea del buen gobierno es el término griego eunomía, usado por Solón, el gran legislador de Atenas, en oposición a disnomía. Separada del contexto, de difícil e incierta interpretación, la expresión más célebre, entre los antiguos —y, por tanto, tomada infinidad de veces por los modernos—, del señorío de la ley, se halla en el fragmento de Píndaro, transmitido con el título de Nómos Basileús, el cual se inicia diciendo que la ley es reina de todas las cosas, tanto de las mortales como de las inmortales. Entre los pasajes canónicos que la Edad clásica transmitió a las Edades sucesivas, es digno de recordar el texto de Cicerón según el cual, “omnes legum serví sumus uti liberi esse possumus”. Todo el pensamiento político del Medievo está dominado por la idea de que el buen gobernante es aquel que gobierna observando las leyes de las que no puede disponer libremente porque lo trascienden, como son las promulgadas por Dios, o inscritas en el orden natural de las cosas, o establecidas como fundamento de la Constitución del Estado (precisamente las leyes «fundamentales»). En el “De legibus et consuetudinibus Angliae”, Henri Bracton enuncia una máxima destinada a convertirse en el principio del Estado de derecho: “Ipse autem rex non debet esse sub homine sed sub deo et sub lege quia lex facit regem. No se podía enunciar con mayor fuerza la idea de la primacía de la ley: no es el rey el que hace la ley, sino la ley la que hace al rey. En la concepción dinámica del ordenamiento jurídico de los modernos («dinámica» en el sentido de la teoría normativa de Kelsen), se puede traducir la máxima de Bracton en la afirmación de que el soberano hace la ley sólo si ejerce el poder en base a una norma del ordenamiento y, en consecuencia, es soberano legítimo; y ejerce el poder de hacer las leyes (o bien las normas válidas y vinculantes para toda la colectividad) dentro de los límites formales y materiales establecidos por las normas constitucionales y, por tanto, no es tirano (en el sentido de la tiranía ex parte exercitii).

El principio de la rule of law pasó desde Inglaterra a las doctrinas jurídicas de los Estados continentales, dando origen a la doctrina, hoy verdaderamente universal (en el sentido en que ya no es contestada por nadie como cuestión de principio, tanto que, cuando no es reconocida, se invoca el estado de necesidad o de excepción), del «Estado de derecho», o sea, del Estado que tiene como principio inspirador la subordinación de todo poder al derecho, desde el nivel más bajo, hasta el más alto, a través del proceso de legalización de toda acción de gobierno que ha sido llamada, desde la primera Constitución escrita de la Edad Moderna, «constitucionalismo». De la universalidad de esta tendencia a la sumisión del poder político al derecho, pueden ser consideradas, como manifestaciones extremadamente reveladoras, ya la interpretación weberiana del Estado moderno como Estado racional y legal, como Estado cuya legitimidad reposa exclusivamente en el ejercicio del poder, de conformidad con las leyes, ya la teoría kelseniana del ordenamiento jurídico como cadena de normas que crean poderes y de poderes que crean normas, cuyo inicio viene representado no por el poder de los poderes —como ha sido siempre concebida la soberanía en la teoría del Derecho público que se ha venido constituyendo con la formación del Estado moderno—, sino por la norma de las normas, la Grundnorm, de la que depende la validez de todas las normas del ordenamiento y la legitimidad de todos los poderes inferiores.

Para completar esta exposición es preciso reflexionar aún sobre el hecho de que por «gobierno de la ley» se entienden dos cosas distintas, aunque ligadas entre sí: además del gobierno sub lege, que es el considerado hasta aquí, también el gobierno per leges, o sea, mediante leyes, o bien a través de la promulgación, si no exclusiva, sí predominante, de normas generales y abstractas. Una cosa es que el gobierno ejerza el poder según leyes preestablecidas, y otra que lo ejerza mediante leyes, o sea, no mediante órdenes individuales y concretas. Las dos exigencias no se superponen: en un Estado de derecho, el juez, cuando emite una sentencia que es una orden individual y concreta, ejerce el poder sub lege, pero no per leges. Por el contrario, el primer legislador, el legislador constituyente, ejerce el poder no sub lege (salvo que se admita por hipótesis, como hace Kelsen, una norma fundamental), sino per leges, desde el momento mismo en que promulga una Constitución escrita. En la formación del Estado moderno, la doctrina del constitucionalismo, en que se resume toda forma de gobierno sub lege, marcha paralelamente a la doctrina de la primacía de la ley como fuente de Derecho, entendida la ley, por una parte, como expresión máxima de la voluntad del soberano ―sea éste el príncipe o el pueblo― y, como tal, en oposición a la costumbre, y, por otra parte, como norma general y abstracta y, como tal, en oposición a las órdenes dadas oportunamente.

Consideremos a los tres máximos filósofos cuyas teorías acompañan la formación del Estado moderno: Hobbes, Rousseau y Hegel. Se puede dudar de que puedan incluirse entre los partidarios del gobierno de la ley, pero ciertamente son los tres defensores de la primacía de la ley como fuente del Derecho, como principal instrumento de dominio y, como tal, prerrogativa máxima del poder soberano. Esta distinción entre gobierno sub lege y gobierno per leges es necesaria no sólo por razones de claridad conceptual, sino también porque los méritos que se suelen atribuir al gobierno de la ley son distintos, según se refieran al primer significado o al segundo. Los méritos del gobierno sub lege consisten, como ya hemos dicho, en impedir o, por lo menos, obstaculizar el abuso del poder, mientras que los méritos del gobierno per leges son otros. Más aún, hemos de decir que la mayor parte de los motivos de preferencia por el gobierno de la ley sobre el gobierno de los hombres, adoptados empezando por los escritores antiguos, están ligados al ejercicio del poder mediante normas generales y abstractas. En efecto, los valores fundamentales a los que se han remitido variamente los partidarios del gobierno de la ley, la igualdad, la seguridad y la libertad, quedan ya garantizados por los caracteres intrínsecos de la ley entendida como norma general y abstracta, más que por el ejercicio legal del poder. Está fuera de toda discusión que la función igualadora de la ley depende de su naturaleza de norma general, que tiene por destinatarios no sólo a un individuo, sino a una clase de individuos, que puede también estar constituida por la totalidad de los miembros del grupo social. Precisamente a causa de su generalidad, una ley, sea cual sea, y, por tanto, independientemente de su contenido, no permite, por lo menos en el ámbito de la categoría de sujetos a los que se dirige, ni el privilegio, o sea, la medida en favor de una sola persona, ni la discriminación, o sea, la medida en contra de una sola persona. Que luego haya leyes igualadoras y leyes desigualadoras es ya otra cuestión, que depende no de la forma de la ley, sino del contenido de la misma.

Por el contrario, la función de seguridad depende del otro carácter puramente formal de la ley, el carácter de abstracción, o sea, del hecho de que enlaza una determinada consecuencia a la comisión o emisión de una acción típica y, como tal, irrepetible. En este caso, la norma abstracta contenida en la ley se contrapone a la orden dirigida a una persona o incluso a una clase de persona (en este aspecto, la naturaleza del destinatario es indiferente) para que lleve a cabo una acción específicamente determinada, cuyo cumplimiento agota de una vez por todas la eficacia de la orden. Mientras que los antiguos, particularmente sensibles al problema del gobierno tiránico, pusieron de relieve, sobre todo, la función igualadora de la ley, los modernos (me refiero a la categoría del Estado legal y racional de Weber) han exaltado, sobre todo, la función que el gobierno, al promulgar normas abstractas, puede desarrollar en cuanto a asegurar la previsibilidad y, por tanto, la calculabilidad de las consecuencias de las propias acciones, favoreciendo de esta manera el desarrollo del intercambio económico.

Más problemático es el nexo entre la ley y el valor de la libertad. El famoso dicho ciceroniano según el cual hemos de ser esclavos de la ley para ser libres, si no se interpreta bien, puede aparecer como una invitación retórica a la obediencia. Pero, ¿cómo interpretarlo? Son dos las posibles interpretaciones, según se considere la libertad negativa o la positiva. Más simple es la interpretación fundada en la libertad positiva, como aparece en este fragmento de Rousseau: «Se es siempre libre cuando se está sometido a las leyes, pero no cuando se debe obedecer a un hombre; porque en este segundo caso debo obedecer la voluntad de otros, mientras que cuando obedezco las leyes, sólo obedezco la voluntad pública, que es tanto mía como de cualquier otro.» Más simple, pero también más reductiva, mejor dicho, más simple precisamente por ser más reductiva: por «ley». Rousseau entiende únicamente la norma emanada de la voluntad general. ¿Se podría decir lo mismo de la ley promulgada por el sabio legislador, o de una norma consuetudinaria o, de cualquier forma, de una ley no emanada de la voluntad general? ¿Se puede considerar como carácter intrínseco de la ley, además de la generalidad y la abstracción, su emanación de la voluntad general? Si no se puede, lo que garantiza la protección de la libertad positiva, ¿es la ley en sí misma, o bien la ley a cuya formación han contribuido aquellos que luego deberán obedecerla? Para atribuir también a la ley como tal la protección de la libertad negativa, se requiere una limitación aún mayor de su significado. Es necesario considerar como leyes propiamente dichas sólo aquellas normas de conducta que intervienen para limitar el comportamiento de los individuos, únicamente al objeto de permitir a cada uno gozar de una propia esfera de libertad protegida contra la eventual interferencia ajena.

Por muy extraña e históricamente insostenible que sea, esta interpretación de la naturaleza «auténtica» de ley no es en modo alguno rara en la historia del pensamiento jurídico. Corresponde a la teoría —no sé si inaugurada, pero sí divulgada por Thomasius— según la cual el carácter distintivo del Derecho respecto a la moral radica en que está constituido exclusivamente por preceptos negativos, resumibles en el neminem laedere. También para Hegel, el Derecho abstracto, que es el Derecho del que se ocupan los juristas, está compuesto sólo por prohibiciones. Esta vieja doctrina, que podríamos llamar de los «límites de la función del Derecho» (y que se integra históricamente en la doctrina de los límites del poder del Estado), fue tomada de nuevo y sacada a la luz por uno de los mayores partidarios del Estado liberal, Friedrich von Hayek, el cual entiende por normas jurídicas propiamente dichas sólo aquellas que ofrecen las condiciones o los medios con los que el individuo puede perseguir libremente sus propios fines sin que pueda impedírselo nada, aparte el mismo derecho de los otros. No es una casualidad el que las leyes así definidas sean también para Hayek imperativos negativos o prohibiciones. Mientras que el nexo entre ley e igualdad y entre ley y seguridad es directo, para justificar el nexo entre ley y libertad es preciso manipular el concepto mismo de ley, asumir de la misma un concepto selectivo, eulógico y, en parte, también ideológicamente orientado. La prueba de ello es que la demostración del nexo entre ley y libertad positiva exige la remisión a la doctrina democrática del Estado, mientras que la del nexo entre ley y libertad negativa puede estar fundada sólo en los presupuestos de la doctrina liberal”.

(*) Norberto Bobbio: ¿Gobierno de los hombres o gobierno de las leyes? (procedencia del texto: Cap. 7 de “El futuro de la democracia”, Ed. Plaza Janés Editores, 1985).

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