Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 5 de febrero, Infobae publicó un artículo de Gabriela Cicero titulado “Tiempos Modernos”. Es una de las películas más notables del genial artista. Tuve la dicha de verla. Vuelca sobre la pantalla su visión descarnada del capitalismo, su crítica despiadada de un sistema económico que reduce a los trabajadores a meros ladrillos en la pared. Como recuerda Cicero, Chaplin era capaz de provocar una sonrisa y al mismo tiempo una lágrima. Fue un artista comprometido políticamente. Ello explica la persecución de la que fue víctima durante el Mccarthismo, una de las etapas más oscuras de la historia estadounidense.

“Tiempos Modernos” se estrenó el 5 de febrero de 1936, pocos años después del jueves negro de Wall Street (1929), que abrió las puertas a la Gran Depresión, la mayor crisis económica del siglo XX. Su prestigio como actor le permitió codearse con figuras políticas de nivel mundial, como Winston Churchill y Mahatma Gandhi. La película sufrió la censura en la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini y en la España de Franco. Respecto a la censura Chaplin expresó: “Los dictadores parece que creen que el film es comunista. Es absolutamente falso. En vista de los acontecimientos recientes, no me sorprende la prohibición. Pero nuestro único propósito era divertir. Se trata sólo de mi viejo personaje, en las circunstancias de 1936. Como actor no tengo objetivos políticos. El filme parte de una idea abstracta, de un impulso para decir algo sobre la forma en que la vida es manipulada y canalizada, y en la que los hombres se transforman en máquinas”.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Natalia Radetich Filinich titulado “La mirada etnográfica de Charles Chaplin: La crítica del capitalismo en Tiempos Modernos (Culturales Vol. 7, México, 2019, Universidad Autónoma Metropolitana). A continuación paso a transcribir la parte dedicada al análisis del filme.

TIEMPOS MODERNOS, TIEMPOS VIOLENTOS

“La escena inicial de Tiempos Modernos presenta la imagen de un reloj en funcionamiento: el continuo movimiento de la aguja hace nacer en el espectador la sensación del paso del tiempo, de su transcurso regular, obstinado y perseverante y de la posibilidad, siempre inquietante, de su medición. La sombra que la manecilla en movimiento proyecta sobre la carátula del reloj, confiere al cuadro la sensación de una angustiosa persecución. Esta imagen inicial le asigna al reloj un lugar fundamental y su inclusión como escena de apertura evoca el papel central del reloj-ese instrumento de medición del tiempo-en la modernidad. Chaplin, agudo, nos recuerda que la vida moderna se ve gobernada en buena medida por ese modesto pero decisivo artilugio que es, al mismo tiempo que un mecanismo de registro y medición del tiempo, un instrumento que ha dado “a la empresa humana el latido y ritmo regulares y colectivos de la máquina” (Mumford, 1992).

Al ser el tiempo la magnitud del valor-como Marx nos lo hizo ver-, la preocupación por su cálculo ha acompañado al capitalismo desde sus orígenes. Lewis Mumford nos hizo saber que esa modesta máquina-cuyo doble producto es la emergencia inédita de un tiempo abstracto y la inducción de un cambio cultural de dimensiones mayúsculas en la experiencia social de la duración-surgió en el siglo XIII (antes del despliegue del capitalismo) en el marco de las comunidades conventuales europeas,en el seno de las órdenes monásticas, de su ansiedad por la “disciplina de la regla” (Mumford, 1992), por la vida metódica y regular. Pero la diseminación de los relojes no se produjo sino con el empuje del capitalismo y de su necesidad de instaurar el pulso raudo y abstracto de la producción. Tal como lo ha mostrado Edward P. Thompson, la erección del capitalismo industrial fue correlativa de una “difusión general de los relojes” (Thompson, 1984), de esos dispositivos que, habiendo surgido tempranamente en el siglo XIII y habiendo instituido en el siglo siguiente la insólita “división de las horas en sesenta minutos y de los minutos en sesenta segundos” (Mumford, 1992), no se diseminaron en Europa sino hasta el siglo XVIII, cuando, saltando por los aires los muros de los conventos y las torres de las iglesias, los relojes fueron puestos a regular la vida de otras instituciones disciplinarias (en las escuelas, en los talleres, en las nacientes fábricas), ocuparon paulatinamente el espacio de la vida doméstica-su lugar privilegiado en la casa-y más tarde ocuparon su lugar en nuestros propios cuerpos o en sus más próximas inmediaciones: los alojamos en nuestros bolsillos, los pusimos a un lado de la cama a gobernar el ritmo de nuestro descanso, los pusimos en nuestras muñecas y, hoy, nos son dados incorporados a los teléfonos celulares (prótesis de nuestros cuerpos, fieles acompañantes de nuestros desplazamientos y pequeño pulso digital de nuestras actividades).

El reloj-ante el cual Chaplin nos coloca en la escena de apertura de Tiempos Modernos-instauró en la vida colectiva un “inquieto sentido de urgencias” (Thompson, 1984). Con su precisión cada vez mayor, con su progresivo estrechamiento de los lapsos del transcurso del tiempo, el reloj instauró una experiencia inédita en la historia-de regularidad, de aceleración general, de “sincronización de las acciones” (Mumford, 1992), e hizo posible la fundación de un tiempo abstracto que aparece como punto de referencia para toda actividad. La instauración de ese tiempo abstracto marcado por el tenaz e imperturbable tictac del reloj era indispensable para el capitalismo, éste lo requería “para dar energía a su avance” (Thompson, 1984), para utilizar “la medida del tiempo como medio de explotación laboral” (Thompson, 1984), para sincronizar las tareas, para regular los movimientos de la vida económica, para sujetar a los obreros a la disciplina y economía del tiempo y para instaurar la idea moderna de que el tiempo que uno pasa “sin hacer nada”, se gasta, se desperdicia, se pierde indefectiblemente, se sustrae del mandato de la producción del plusvalor. Como señala la antropóloga Paula Sibilia, con el reloj “surgieron virtudes como la puntualidad y aberraciones como “la pérdida del tiempo” (Sibilia, 2010): en “una sociedad capitalista madura hay que consumir, comercializar, utilizar todo el tiempo, es insultante que la mano de obra simplemente “pase el rato” (Thompson, 1984). Sobre la imagen del reloj en movimiento y con el telón de fondo de su latido y urgencia, aparece un letrero-ese recurso del cine mudo a través del cual se logra introducir la palabra allí donde parece no haber lugar para ella-que nos informa, con notable ironía, lo siguiente: “Modern Times”. A story of industry, of individual enterprise/humanity crusading in the pursuit of happiness”. A la manera de un epígrafe, esta breve e inaugural inscripción coloca al espectador ante una anticipación de lo que vendrá, anuncia el sentido general del largometraje que se propone llevar a cabo una problematización de los Tiempos Modernos.

Tras la presentación y enterados ya de que la modernidad será el objeto de la trama, nos encontramos con una imagen que, a primera vista, poco tiene que ver con la modernidad y sus habituales metáforas: la primera escena que se nos presenta (bucólica) está conformada por un rebaño de ovejas que, presuroso, avanza en dirección a la cámara. Chocando unos contra otros los animales caminan tan velozmente y con tal determinación que el espectador podría imaginar que, tras ellos y fuera de campo, hay un pastor que los instiga al movimiento. Gracias a una operación de montaje, a esta imagen se superpone otra-ésta sí una escena clásica de la vida urbana-: brotando de la boca de una estación de metro, un grupo de hombres avanza, presuroso también, en dirección a la filmadora. Los bordes de la salida del metro-los muros que la delimitan-cumplen aquí una doble función: por una parte, dan cauce al desplazamiento de los hombres-posibilitan su tránsito-y, por otra, entorpecen su circulación, la convierten en una experiencia de aglomeración. Por vía de esta superposición de imágenes, el filme establece una relación de analogía entre la manada y el grupo de hombres. A través del montaje, Chaplin plantea que algo emparenta a ambos grupos. Pero hay sobre todo algo que parece emparentar estas dos escenas, algo que no se muestra-que no se hace visible, que no está directamente representado-pero que por alguna razón ocupa la mente del espectador: en ambas imágenes el espectador supone la presencia de una autoridad o una coerción a la que responden tanto los animales como los hombres; en efecto, quien observa estas escenas sospecha que el movimiento de los hombres y del rebaño responde a un poder que se ejerce sobre ellos. Pero ¿dónde está esa autoridad?, ¿sobre quién recae y en qué consiste? Así como hemos podido imaginar que aquello que animaba el movimiento de las ovejas era un pastor fuera de cuadro, las siguientes escenas nos darán una pista sobre el poder que anima el movimiento de los hombres y que se ejerce sobre ellos.

Una vez fuera de la estación del metro, vemos a los hombres cruzar una calle. Al fondo, advertimos lo que a todas luces es una fábrica: una edificación de grandes dimensiones, una construcción de arquitectura visiblemente funcional de la que emergen, como antiguos obeliscos, erguidas chimeneas que arrojan su constante humo. Vemos, también, una multitud que se enfila hacia lo que presumimos es el acceso a la fábrica. En la siguiente escena estamos ya dentro de ella. Los hombres se congregan alrededor de los relojes checadores de control de asistencia y registran en ellos su ingreso a la fábrica. Es el comienzo de una jornada de trabajo. Es de aquí-de este monumental edificio en cuyo interior tiene lugar la producción-de donde procede el poder que actúa sobre los hombres, sobre esos sujetos que unos segundos antes habíamos visto salir, apurados y como atraídos por la misma fuerza, de la boca del metro. A lo largo de su película, Chaplin trazará un retrato de la modernidad e irá mostrando, a través de imágenes de una potente evocación, los dispositivos del poder y control que alberga el trabajo en los tiempos modernos, unos tiempos que bien podemos reconocer como un antecedente que explica e ilumina algunos aspectos de nuestra propia actualidad.

La fábrica, que desde la calle se mostraba como una construcción impenetrable y cerrada sobre sí misma, se abre ahora a nuestros ojos. Vemos, así, las entrañas de la industria: “las máquinas pulidas como espejos, los engranajes perfectos e impecables” (Fuentes citado en Royo, 2005). Los múltiples tubos, aparatos y columnas que, en distintas direcciones cruzan la escena, producen en el espectador la sensación de estar dentro de un esqueleto mecánico, de una compleja organización automática compuesta por perfectas y brillantes piezas cuyo funcionamiento es del estricto orden de lo desconocido. Hay que decir algo respecto de esta evocación chapliniana de lo desconocido: en las escenas de la fábrica, nunca sabremos qué es lo que ésta produce, a qué producción objetual específica se abocan los cientos de obreros; así como el trabajo, en el capitalismo, es fundamentalmente trabajo abstracto (gobernado por el valor de cambio), Chaplin sustrae del saber del espectador las cualidades concretas del objeto fabricado y sólo mostrará, como veremos más adelante, los movimientos productivos consagrados a la elaboración de un objeto indeterminado, de un valor de uso que queda oscurecido, irrepresentado.

Caminando por los relucientes pisos, la multitud comienza a disolverse: lo que antes era una masa, un conjunto casi indiferenciado de hombres, empieza a convertirse en lo que Marx solía llamar “el obrero parcial” o lo que Harry Braverman llamó el “obrero fragmentado (Braverman, 1987). Las trayectorias de los trabajadores se dividen, se ramifican, divergen, pues cada uno de ellos se dirige hacia el puesto que tiene asignado en la división del trabajo y a la tarea específica (y minúscula) a la que su actividad es fijada. La cámara nos muestra ahora una especie de cuarto de control de máquinas, un complejo panel con palancas, manubrios e instrumentos de medición. Vemos allí un hombre con el torso desnudo que, como un Hefesto moderno, acciona un gran y chispeante interruptor: su tarea consiste en controlar el funcionamiento y la velocidad de la maquinaria total, imprimir el veloz latido del ritmo fabril. La siguiente secuencia nos conduce a la oficina del “presidente” de la fábrica que, aburrido, arma un rompecabezas, hojea un periódico, toma una pastilla que le trae su asistente, sin que nada de lo que hace logre llamar su atención, seducirlo. Hastiado en su pulcra oficina, el gerente enciende un gran monitor desde el cual tiene un control general de la planta: la fábrica y sus distintas secciones se despliegan, diáfanas, ante sus ojos. Convertidas en nítidas imágenes y proyectadas sobre la superficie plana de la pantalla, los acontecimientos de la fábrica-los comportamientos de los hombres y la actividad de las máquinas-, están a disposición de la mirada y el escrutinio del jefe. A través de este monitor, el presidente vigila el proceso de producción, supervisa las conductas de los empleados y, como se nos mostrará en seguida, da instrucciones a los trabajadores”.

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