Por Jorge Raventos.-

El proceso electoral está operando como un acelerador de la reconfiguración del sistema político, que ya estaba en marcha impulsado por la evidente decadencia económica, el empobrecimiento social, la progresiva disgregación de las dos coaliciones que polarizaron la política de la última década y el desgaste de los consensos sobre los que ellas se asentaban.

La pobreza alcanza ya a 4 de cada diez habitantes y a 6 de cada diez niños y adolescentes; el trabajo ya no es un remedio para la pobreza: ésta alcanza a amplias franjas de trabajadores, inclusive de trabajadores registrados, en blanco, bajo el régimen de paritarias. Una inflación persistente erosiona los ingresos, desanima la inversión, desalienta el ahorro, obstruye la previsión y horada el valor de la moneda.

Sobre ese fondo se recortan otras manifestaciones de inoperancia y atasco del sistema. Por citar algunas: eclipse prácticamente total de la autoridad presidencial; morosidad o parálisis en la toma de determinadas decisiones; leyes que no se producen o, producidas, no se cumplen; juicios que tardan en iniciarse y más aún en concluirse; juzgados vacantes y sospechas cruzadas de parcialidad judicial; presupuestos que no se ejecutan; conflicto de poderes). No es una rareza que en estas circunstancias emane de esa maquinaria bloqueada el olor a quemado de los escándalos o la corrupción.

En otros momentos de nuestra historia, un paisaje como el que describimos podía considerarse la antesala de una ruptura institucional. Un artículo publicado en Clarín esta semana por el sociólogo de la Universidad de San Andrés Aldo Isuani, titulado “¿Onganiato y pinochetismo en democracia?” alude a ese fenómeno: “la inexistencia de encuestas de opinión en aquellos tiempos -señala- no permite saber con alguna precisión qué porción de la población demandaba en 1976 que los militares de hicieran cargo del gobierno pero con seguridad, y como en el presente, un cambio drástico atraía a un alto contingente de ciudadanos”.

Pero hoy la situación es diferente. El sistema institucional, en ese sentido, está sólido y no hay riesgo de que las Fuerzas Armadas irrumpan en el escenario. No se trata, por otra parte, de que ese camino esté cerrado porque, como ocurrió inmediatamente después de la derrota de Malvinas, la retirada de las Juntas y los juicios iniciados durante el gobierno del doctor Alfonsín, las instituciones militares estén débiles y desprestigiadas. Por el contrario, las Fuerzas Armadas son hoy -según una encuesta reciente de Poliarquía- el sector institucional de mejor imagen en la sociedad, están firmemente encuadradas en el rol que les asigna la Constitución y comprometidas con una concepción estratégica que su Jefe de Estado Mayor ha expuesto con claridad. Así, las turbulencias que sufre el país están contenidas en un sistema institucional que se muestra robusto y se localizan primordialmente en la dimensión del sistema político.

Es allí donde se manifiestan al mismo tiempo las tensiones, las trabas y las tendencias a la reconfiguración. Ha emergido una fuerza disruptiva, La Libertad Avanza, que contribuyó a desordenar el viejo sistema y la polarización de la grieta. Su irrupción se produjo en paralelo con la declinación del kirchnerismo y un repliegue de su jefa, la vicepresidenta, que traspasó responsabilidades propias y del presidente que ella eligió con un tuit, a Sergio Massa para que éste afronte a suerte y verdad la campaña electoral oficialista, sobre la que ella tiene un pronóstico muy escéptico.

Reflejo del crepúsculo kirchnerista, Juntos por el Cambio se quedó sin objetivo y también sin jefatura: Mauricio Macri cambió el liderazgo que ejercía sobre el conjunto de su partido, el Pro y, por esa vía, sobre la coalición, por el rol de influencer de un ala y, en sus planes, de un futuro reagrupamiento ultraliberal. El resultado fue que se desordenaron las dos coaliciones que polarizaban.

Juntos por el Cambio creyó que conseguiría una nueva jefatura a través de la elección primaria, pero sólo consiguió una candidata que no contiene al conjunto. El oficialismo, con el empuje de Massa y el sostén discreto de la señora de Kirchner, ordenó mejor la propia tropa, “Si hasta ahora el peronismo no explotó -diagnosticó en La Nación Jorge Liotti- es porque Massa los convence a todos de que hay una oportunidad para ganar la elección”. En rigor el peronismo, más que un orden circunstancial, necesita una nueva renovación, como la de los años 80, pero adaptada a estos tiempos y realidades.

Con todo, el proceso de reconfiguración del sistema político se produce dentro de las fronteras institucionales e insinúa -incluso en el marco necesariamente competitivo del proceso electoral- elementos de un nuevo consenso. Sin dejar de lado las divergencias de acentuación, las tres candidaturas que compiten en octubre expresan distintos grados de reconciliación con el mercado. Con Massa el peronismo reivindica un capitalismo abierto y productivista que no abjura de la intervención del Estado, pero asume la necesidad de que éste controle y ajuste sus gastos y vuelque con eficacia sus recursos a sus funciones clásicas, al estímulo de la actividad económica, la creación de empleo y la promoción social. Tanto Patricia Bullrich como Milei proyectan un capitalismo con porciones ínfimas de acción estatal. La sociedad reclama una moneda estable, terminar con la economía inflacionaria.

Hacia adelante, y si se trascienden los dogmas ideológicos y el anclaje a los respectivos relatos históricos, otros acuerdos pueden sumarse a la reconfiguración. Los relatos de las principales fuerzas en pugna, sin embargo, están a menudo amarrados a imágenes del pasado, a símbolos de lo que cada fuerza establece como su “edad de oro” y así las apelaciones al futuro suelen traducirse en promesas o fantasías de retorno: el justicialismo invoca las dos primeras presidencias de Juan Perón, a mediados del siglo XX; el kirchnerismo, el mandato de Néstor Kirchner y el tiempo de los superávits gemelos, ya en el siglo XXI; el radicalismo, la década de ascenso Hipólito Yrigoyen y el discurso democrático de Raúl Alfonsín; el Pro, el instante de la victoria de Mauricio Macri y la fugaz expectativa de fundar una nueva política. También los libertarios de Javier Milei invocan su propia Arcadia: la sitúan a fines del siglo XIX y principios del XX, la emparentan con el pensamiento de Juan Bautista Alberdi (depurado del interés del tucumano por el empoderamiento nacional de las rentas de la aduana) y la extienden hasta la llegada de Yrigoyen o, mejor aún, hasta la Ley Sáenz Peña y la implantación del sufragio universal. No es en modo alguno censurable la lealtad identitaria, pero es obviamente inviable cualquier repetición de lo mismo. Cada día tiene su afán. Hasta Axel Kicillof advirtió hace poco sobre el riesgo de quedar atado a lo que ya fue: “Va a haber que componer una canción nueva, no una que sepamos todos». Hablaba sobre el kirchnerismo, pero la reflexión puede extenderse al conjunto de la política.

El propio Kicillof se prepara para ser parte importante de la reconfiguración. En los últimos tiempos se dio por sentado que un triunfo suyo en la provincia de Buenos Aires sería el pasaporte para un repliegue y refugio del kirchnerismo en ese distrito. El pronóstico se basaba en una observación parcial de los hechos. Si Kicillof triunfa en el marco de una derrota oficialista -digamos, que Milei triunfe en el balotaje y llegue a la presidencia- el kirchnerismo que solicitaría refugio en La Plata sería uno aún más machucado que el actual, uno que habría perdido las grandes cajas nacionales que hoy maneja y, en la provincia, el sector que pugnó con Kicillof, intentó desplazarlo a una candidatura presidencial que Kicillof resistía, quiso imponerle un vicegobernador y finalmente le impuso como controlador un jefe de gabinete llamado Martín Insaurralde, nada menos. Kicillof, entretanto, sería el gobernador peronista de la provincia más poblada y de mayor producción, en condiciones de liderar o influir fuertemente en una liga de gobernadores peronistas (que, ya sea con un peronismo derrotado o con una victoria de Sergio Massa en las presidenciales). Se convertiría en un dispositivo importantísimo de un sistema político reconfigurado. Es lógico que Axel esté ya pensando una nueva canción, apropiada a la nueva circunstancia. Se vislumbra un cambio de ciclo. Crisis y oportunidad.

Y, pese a la persistencia de los vicios del ciclo que sobrevive y a lo que insinuaron las cifras de abstención electoral en las PASO, la posibilidad de influir en un cambio de la situación parece contrarrestar el presunto desapego ciudadano. El rating alcanzado por el primer debate entre candidatos (que superó al que consigue la selección de fútbol en partidos decisivos) es una fuerte señal de interés. No es la única: en la mayoría de los estudios demoscópicos sobre el comicio el casillero “no sabe/no contesta” muestra números muy bajos, que parecen desmentir la idea de que muchísimas personas sólo a último momento piensan en los candidatos y en las opciones disponibles. La elección de octubre es tema de conversación.

Buena parte de la reconfiguración se juega en el proceso electoral, lógicamente. Los debates electorales, como representación, escenifican los rasgos agonales, belicosos de la convivencia política que, en verdad, dirime sus relaciones de fuerza no en el campo de batalla, sino en las urnas.

El primer debate, el domingo 1 de octubre en Santiago del Estero, fue menos picante que lo que suponía la mayoría del periodismo. Los tres candidatos con mayores probabilidades de ganar la elección fueron muy medidos y cautelosos. Los debates son oportunidades y desafíos donde candidatos pueden sumar votos vacilantes pero también se arriesgan a perderlos. Todo puede depender de una réplica desafortunada, de una actitud demasiado fría o demasiado exaltada. También de las esperanzas que logren despertar con sus discursos. La audiencia forma su impresión no sólo (ni, quizás, principalmente) por las palabras y las promesas, sino por detalles de comportamiento o por actitudes. Y también por prejuicios sobre los personajes.

Javier Milei, que salió primero en las PASO y mantiene su ventaja en las encuestas, era probablemente el candidato que más arriesgaba en el debate. Generalmente los políticos que van sostenidamente adelante en las mediciones previas prefieren no someterse a una confrontación, sino más bien mantener la diferencia que les garantiza participar en la final. El libertario concurrió y actuó con mesura, tratando de desmentir los rumores que le asignan un temperamento incontenible. Para una figura que se ha apalancado en un estilo rotundo, fiero y asertivo, ese comportamiento desusado evidenció un cambio de estrategia que puede haber decepcionado a algunos de sus fans aunque difícilmente haya sufrido allí daño en materia de votos. Esa noche él buscaba llegar a un sector de votantes potenciales más moderados que los que le aplauden sus conciertos de motosierra.

Como era vaticinar Milei enfocó su artillería en Sergio Massa. Los libertarios disputan a Juntos por el Cambio el lugar central de la pelea contra el gobierno: unos y otros tratan de quedarse con el mismo papel. Para ello, Milei debía promover como par/opuesto al candidato-ministro. Que Massa y Milei converjan de ese modo en minimizar a la fórmula de Juntos por el Cambio no es el producto de algún pacto inconfesable (“un acomodo”, dijo Bullrich) sino una coincidencia objetiva: cada uno de ellos está convencido de que el otro es el rival más conveniente en la segunda vuelta. Milei cree que enfrentar mano a mano a Massa le permitirá capitalizar el voto liberal de Juntos por el Cambio y canalizar las pulsiones antikirchneristas del electorado. Seguramente repetirá esa jugada el próximo domingo.

Massa, de su lado, viene desplegando una estrategia (y un tono discursivo) de moderación, centrado en la idea de los acuerdos y la unión nacional. El fin de semana anterior, en la reunión con los gobernadores del Norte Grande –un colectivo que ese día incluía dos mandatarios radicales: su amigo, el jujeño Gerardo Morales y el correntino Gustavo Valdés- anunció que de llegar a la presidencia convocaría a su gabinete a hombres del radicalismo y también del Pro. En el debate dijo que también podría convocar a algún libertario. Así como Milei juega a seducir en la segunda vuelta a quienes aspiran a “erradicar” al kirchnerismo, Massa espera atraer a todos los que desconfían de los modos, las ideas y las ocurrencias del libertario o de quienes temen las consecuencias de un salto al vacío, hacia la dimensión desconocida.

Massa no se vio afectado durante el debate por las noticias que mostraban a Martín Insaurralde gozando de la buena vida en un yate en Marbella. Ni Milei ni, más notablemente, Patricia Bullrich se encarnizaron con ese tema. Los amigos periodísticos de la candidata de Juntos se enojaron de esa omisión que equivalía, para ellos, a desperdiciar una bala de plata que había sido oportunamente provista por el destino justito en vísperas del debate.

Ella consideró que su performance había sido muy buena, aunque adujo que había afrontado el debate después de u n fuerte estado gripal. Consciente de que en esta instancia su objetivo principal es pulsear con Massa si quiere asegurarse el paso a la final, Bullrich sobreactúa muchas veces su antikirchnerismo, ansiosa por emular simultáneamente la energía desbordada de Milei tampoco deja de hacer esgrima con los libertarios. Les imputa, no sin razón, que hayan diluido puntos centrales de lo que prometían en la primera etapa de su campaña. Ciertamente la bandera mileísta de la dolarización quedó relativizada. El ingeniero de ese dispositivo, Emilio Ocampo, ha sido nominado por Milei a conducir el Banco Central (para que lo disuelva, lo que demandaría, según él, unos dos años). También empieza a arrugarse con el uso la consigna “anticasta”, otro de los hits comunicativos de Milei. Bullrich le enrostró al libertario sus reuniones con sindicalistas y sus acuerdos “con los Barrionuevo de la vida”.

Ella no está, en rigor, exenta de algunos de los pecados que atribuye a Milei. Hace algunas semanas ella había prometido que, de ser presidenta, eliminaría las retenciones agropecuarias de inmediato: “Retenciones cero desde el día cero”, había sintetizado. Como la dolarización de Milei, esta consigna de Bullrich se fue licuando. Ahora su principal asesor en temas agropecuarios, Guillermo Bernaudo, que fuera secretario de Agricultura con Mauricio Macri, lo confirmó en la entidad que nuclea a la cadena de valor del complejo sojero. La eliminación de las retenciones -dijo- “no va a ser inmediata para la soja y los cereales -explicó Bernaudo- , habrá un cronograma cierto que tendrá un plazo acotado de 4 o 5 años…Esperamos que durante la primera gestión de Patricia no existan más retenciones en Argentina”. El día cero puede atrasarse algunos años.

El debate del domingo le ofrecía a la candidata de Juntos por el Cambio una oportunidad para superar el tercer puesto que consiguió en las PASO y que parece confirmarle hasta aquí la mayoría de los estudios de opinión pública. Uno de esos análisis -producido por la Universidad San Andrés- aventura que Bullrich triunfaría en segunda vuelta si enfrentara a Javier Milei. Buena noticia, pero premio consuelo: porque el mismo estudio devela que ella no llegaría al balotaje, es decir: podría triunfar en una competencia en la que, hasta el día de hoy, no llegaría a participar.

Por eso el debate era una oportunidad inmejorable para ella para capturar las voluntades (y los votos) que le faltan para no ser excluida en el primer round electoral, un desafío existencial pues seguramente quedar afuera de la final determinaría crisis y quebraduras irremediables en la coalición que hasta hace poco se creía predestinada a gobernar desde el 10 de diciembre.

En fin, estamos en pleno proceso de reconfiguración. Crisis y oportunidad.

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