Por Italo Pallotti.-

Argentina tiene la desagradable costumbre de repetir su historia, para mal. Lo que pareció un espejismo en el que se veía reflejada una mayoría importante de la población se dio de bruces, porque no se pudo o vaya uno a saber porque motivo, con una realidad que terminó en una nueva frustración. Reflejo de un suceso que duró una nada (macrismo) para caer de nuevo en las garras de una desventura en cuanto al funcionamiento de las políticas públicas (kirchnerismo). Herederos de un populismo demagógico que encuentra su génesis allá por los años 40. Un sistema que tuvo desde su origen y hasta nuestros días, con breves intervalos, el haber destruido las bases fundamentales para el progreso de una nación: la cultura del trabajo y del ahorro. Cuando se destruye la capacidad del trabajo individual y la sensata utilización de los recursos que el mismo produce nada es viable para el ciudadano. La regalería y el prebendismo fueron tomando carácter de epidemia. La miseria consecuente fue minando las expectativas de vida; su voluntad por progresar de un modo honesto se fue degenerando a tal punto que hoy nos encontramos con millones de personas (piqueteros/pobres en general) que llevados de la mano por inescrupulosos dirigentes han sido postrados en un estado de estrechez terminal. La respuesta del gobierno saliente fue su obstinada costumbre de no admitir sus desvaríos, y no hacerse cargo de las consecuencias.

Frente a esto, y lo más grave, es que otros millones que no han bajado los brazos en el mismo espacio de tiempo, y lo siguen haciendo, van de a poco retrocediendo en su calidad de vida, en su esperanza de un buen pasar y su estado de ánimo (casi destruido) ya no le permite avizorar ese porvenir que tanto tribunero, desde el Estado, le prometió. Lo triste de todo esto es que somos lo que hemos sido, valga el juego de palabras. Porque parece que no queremos entender que lo mejor debe necesariamente llegar un día. Y para ver la casa limpia, esa que los honestos quieren ver, debemos terminar con la basura. De otro modo seguiremos siendo un desecho y en tal instancia no recogeremos otra cosa que no sea el desprecio de propios y extraños. Somos el resultado de una demagogia cruel y exasperante. Incluidos aquellos que por miedo, complacencia, servilismo, soberbia, corrupción, vedetismo, amiguismo o incapacidad manifiesta se prendieron a esa verdadera implosión y explosión a la que han sometido al país. Ni el miedo a la deshonra los ha parado hasta el último día. Ni la posibilidad de un castigo ejemplar los ha detenido. Una tragedia de relatos y mentiras terminaron en el hartazgo. La dignidad, como valiosa condición humana la echaron al chiquero de la historia. Todo en un ruinoso legado que dejan los populismos.

Sólo tomando conciencia de ese pasado oscuro podremos redimirnos del mismo. La referencia del título, “cuatro años vs. tres meses”, remite a ese estado de situación. Resulta que las voces que se levantan con ánimos exaltados, reacciones agresivas, juicios arteros de lo que realmente ocurre siembran ese manto destemplado de la realidad actual (que no es buena) tratando de alterar, a como dé lugar, el intento por salir de un atolladero pocas veces vivido en la nación. Declaraciones subidas de tono, acusaciones desde lo insólito a lo risible, un lenguaje rústico con presagios de finales de ciclo (a solo 90 días) dan la pauta de un enemigo decidido a socavar los cimientos de lo que ni siquiera se le puso los primeros ladrillos políticos. El Estado, que tanto dijeron preservar (está claro para beneficio propio), hoy en modo desquicio. Todo signo de una torpeza fenomenal. Es hora de serenar las cabezas y el espíritu. Está en juego la vida de la República; no de grupitos afectos a triturar mejores opciones. El deber de la hora es refundar algo quirúrgicamente demolido. Todo argentino de bien debe subirse al tren de la armonía. Todos (sin distingos) vimos los intentos por destruir con saña lo que tanto costó construir a lo largo de nuestra extraña historia.

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