Por Justo J. Watson.-

La reciente elección de Donald Trump como líder de la primera potencia económica del planeta no debería ser percibido por el “círculo rojo” internacional como un cisne negro, sino como la continuidad natural de una serie de eventos socio-políticos que desnudan el espectacular fracaso de las democracias, que se hunden abrazadas al paradigma mayoritario de Estados cada vez más pesados, dadivosos y controladores.

Entendiendo que con la palabra “fracaso” referida a la democracia como se la entiende hoy (de cultura del subsidio por oposición a la cultura del trabajo), nos referimos a realidades como el estancamiento económico del primer mundo (retroceso, para sus generaciones jóvenes) y su pavoroso nivel de endeudamiento. Al Brexit y al auge de los separatismos. O al ascenso de nacionalismos tan nostálgicos como peligrosos en Francia, Austria, Holanda, Bulgaria y Rusia entre otros sitios.

Realidades que impactan sobre los sueños personales y comunitarios de la mayor parte de la humanidad, que tenía al actual mundo “desarrollado” como meta o ejemplo de cómo debían hacerse las cosas.

Un fracaso que se ve reflejado en las caras de cientos de millones de decepcionados que perciben la brecha infranqueable que se va consolidando entre el pueblo -frenado en su movilidad social- y las elites beneficiarias de privilegios surgidos de la maquinaria auto-protegida del mismo Estado que se supone, debía evitarlos.

La gente honesta del llano en el occidente impositivamente esquilmado de hoy no confía en el establishment político, sindical ni empresarial-cortesano ni se ve representada por ellos.

Más bien se representa cada vez más a sí misma y se siente amenazada por la pérdida o estancamiento de sus ingresos, por los avances tecnológicos sobre los empleos de menor calificación, por los inmigrantes y hasta por la inseguridad previsional y financiera, por la amenaza ambiental o el terrorismo islámico; siete frentes de conflicto que descarrilan a vista y paciencia de todos por obra de un reglamentarismo intervencionista tan asfixiante en lo creativo como costoso en lo económico, que bloquea los anticuerpos naturales de un mercado competitivo.

Cuando lo obvio es que la organización social debe estar estructurada para potenciar las capacidades individuales en lugar de tropezar una y otra vez dentro del corral colectivista, ese alimentador serial de las elites corruptas que nos hunden.

En este sentido, entre las empresas de vanguardia empieza a experimentarse con la llamada holocracia. Un sistema de trabajo sin jerarquías fijas donde las decisiones surgen de consensos flexibles, participativos e inteligentes en función del equilibrio entre eficiencia general de la organización y competitividad de mercado por un lado e integración, pertenencia y satisfacción de sus integrantes por el otro. Todo dentro de un claro marco de respeto a las prerrogativas del capital, como condición ineludible de inversiones e incentivos.

En lo político y en tanto etapa superior de la democracia, la holocracia o “gobierno por todos” puede mejorar bastante el inmenso déficit de aprovechamiento de capacidades individuales que padecemos.

Algo en proceso de concreción merced al incremento de las aplicaciones informáticas y a la creciente interacción de la gente en distintos niveles de redes horizontales, refractarias al parasitismo autoritario de las jerarquías políticas, sindicales y empresario prebendarias.

Puede ser, incluso, un paso intermedio en el camino hacia una organización social verdaderamente avanzada, libre, libertaria al fin, donde las potencialidades personales habrán de proyectarse al máximo. Llevándonos a una explosión de progreso de alcances tales que desafían nuestra actual imaginación, severamente limitada por un estatismo penosamente anacrónico.

Claro que para que la autoridad se distribuya entre todos, es necesario que exista una suerte de constitución o contrato voluntario que fije las reglas del juego, organizándolo.

Uno donde funcionarios políticos reducidos a su mínima expresión numérica (y de costo), nos deleguen su poder de tomar decisiones, limitándose a ejecutarlas. En verdad, una súper democracia.

Una autoridad dispersa entre millones de individuos no sería caótica (ni “iluminada”, ni saqueadora, ni frenante de iniciativas como en el sistema actual), sino que estaría tan bien estructurada como lo está, por ejemplo, un corazón humano; progresivamente integrado desde su gestación por millones de moléculas “tontas” formadas a su vez por células individuales sin especialización inicial. Y logrando una perfecta auto-coordinación funcional.

Una situación en la que la mera coexistencia espacio-temporal de unidades individuales bajo la acción sincronizante del ADN (para el caso, un contrato social inteligente, no coactivo) hace posible la existencia de órganos como este, de alta complejidad.

Organizaciones biológicas eficientes a las que los científicos denominan “fenómenos emergentes”: ingenios naturales de funcionamiento espontáneo donde el orden no surge “de arriba” o “de afuera” sino auto-coordinado desde adentro.

El mismo fenómeno de “mano invisible” descripto hace siglos por Adam Smith, repitiéndose en el “misterioso” funcionamiento de mercados complejos (y sumamente exitosos hoy en día, como el caso Singapur) donde interactúan gran número de individuos con muy diferentes intereses.

La reciente elección en Estados Unidos podría tener la virtud de actuar como un revulsivo; como el cachetazo global que desencadene una revolución conceptual.

Trump ganó, pero la notable actuación del Libertarian Party cosechando el 3,27 % de los votos (más de 4,3 millones de personas optaron por su candidato, Gary Johnson) en medio de una virulenta polarización, lo colocan como el tercer partido del país y habla de un gran número de personas cuyos ideales bien podrían expandirse y rodar a favor de la pendiente -sobre los errores que el republicano sin duda cometerá- originando la bola de nieve que cambie el curso de la historia.

Porque el sistema que sirve, más allá del rótulo que se le quiera poner (democracia, critarquía, aristocracia, monarquía, cleptocracia, tiranía, anarquía, kakistocracia, holocracia etc.) es el de la libertad, que brinda oportunidades de desarrollo a las capacidades individuales, que son las que a su vez mueven el verdadero ascenso socio-económico de las mayorías mucho más allá de cualquier dádiva clientelar.

Pero el hecho revolucionario, lo disruptivo, lo que puede ser provocado por un eventual “efecto Trump” está en asumir que la libertad sin medios (sin dinero para poder en verdad decidir entre dos o más opciones de lo que sea), es una entelequia; no sirve.

Y que la única manera de hacer que el dinero fluya hacia los bolsillos de quien lo merezca por esfuerzo honesto, es sometiéndonos al imperio de la norma de normas: el Derecho de Propiedad. Y que cuanto más completo y garantizado sea su imperio, mayores serán las posibilidades de cada integrante de la sociedad de superar sus limitaciones sin robar al prójimo y de mejorar su bienestar familiar en serio.

El tenebroso sistema comunista, así como su sobrino vergonzante, el socialismo de facto que hoy nos rige, fracasaron en este punto.

En el primer caso aboliendo la propiedad privada al costo de aniquilar a decenas de millones de seres humanos en el proceso y en el segundo, coartándola seriamente a través de una pegajosa red de regulaciones e impuestos discriminantes aplicados por la fuerza, al costo de frenar el ascenso de centenares o miles de millones de personas hacia un mayor bienestar. Y al de arrastrar en su caída al entero sistema democrático.

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