Por Alberto Buela.-

La ética aplicada debe resolver los problemas cotidianos de la vida, la muerte, el sufrimiento, la pobreza, la riqueza, la guerra, la paz.

El hombre, varón y mujer, además de derechos individuales tiene deberes para con la sociedad, deberes que hacen posible esos derechos.

Cuando en filosofía no se conoce bien un tema se recomienda comenzar por el acceso filológico del mismo. Así, deber viene de de habeo, que significa algo de otro o préstamo. Obligación viene de ob-ligare, lo que está ligado por abajo. Obedecer viene de ob-audire escuchar por debajo.

Salvo en el dominio militar que casi todo es a los gritos, uno obedece cuando se le habla en forma persuasiva y por lo bajo. Se siente obligado con alguien o con algo cuando tiene una ligazón profunda y siente el deber en función del otro.

Esto nos permite afirmar, de entrada, que de lo justo nacen el derecho y el deber. El derecho se centra en el yo y el deber en el otro. Lo que nos lleva a intentar aclarar la relación entre lo justo y la ley.

En este asunto como en tantos otros ha habido desde la antigüedad en nuestra historia occidental una tensión entre dos instrumentos del orden social, dos formas de pensar. Por un lado están aquellos que privilegiaron lo justo, to dikaion = jus, los griegos y romanos, y, por otro, los que prefirieron la ley, nomos = lex, los judíos y cristianos. Los judíos con la Torah y los cristianos con la ley moral.

Estos dos antagonistas dikaion y Torah, y sus derivaciones, recorren toda la historia del derecho y encarnan dos concepciones diferentes de concebir la justicia.

Lo justo, to dikaion, lo concebían los griegos como el dar a cada uno lo que corresponde y los romanos de la época clásica lo tradujeron por jus concebido también como el arte de suun cuique tribuere, atribuir a cada uno lo suyo.

Lo adverso a esta concepción de lo justo lo encontramos en la Torah judía y en su proyección posterior la ley moral cristiana, que vienen a sustituir el jus por la lex y el dikaion por el nomos.

Y así como la Torah es un instructivo lleno de preceptos y de reglas morales (No robarás; No fornicarás, etc.) dirigidas a los individuos. Las leyes morales cristianas aparecen ya en los Padres de la Iglesia rivales del derecho romano al cual la “justicia cristiana” opondría la caridad y la misericordia. El texto de San Pablo (1 Cor 6, 1-8) que funda todo el derecho canónico así lo afirma cuando sostiene que cualquier diferencia entre los hermanos no sea llevada ante el tribunal de los infieles sino ante los cristianos, así sea el más ínfimo de la Iglesia. “No sabéis que los santos (cristianos) han de juzgar este mundo y hasta de los ángeles malos? Cuánto más de las cosas mundanas”.

Lo justo, sea dikaion, sea jus se expresa en indicativo, lo justo, como nomos o como lex se expresa en imperativo. Un autor tan reconocido como el filósofo del derecho Michel Villey afirmó taxativamente al respecto: La intención de la Iglesia no era cristianizar el derecho romano, se trató más bien de reemplazar el régimen del dikaion por el régimen de la Torah cristiana.

En ese amasijo de pensamiento bíblico y de vocabulario romano la idea de jus es absorbida por la de lex, y así lo justo viene a transformarse a partir de los siglo XII y XIII en sinónimo de ley en el apotegma: Lex sive jus.

Lo justo deja de ser definitivamente una proporción a descubrir como sostuviera el viejo Aristóteles en su Etica Nicomaquea para transformase en la acción prescripta por la ley moral.

El pensamiento jurídico greco-romano ignora el derecho subjetivo porque no lo puede tener en cuenta, dada su noción de lo justo.

Cuando lo justo dejó de ser el suus cuique para transformase en lo moralmente debido de Vitoria y Suárez el derecho se transformó en predominantemente subjetivo como ocurre hoy día.

Los tan mentados derechos del hombre y del ciudadano aparecen, entonces, como una ideología de carácter jurídico fundada en el derecho subjetivo, el que a su vez no tiene ningún fundamento. Es por ello que un pensador del derecho y la política como Julien Freund ha podido afirmar: Toda reflexión coherente sobre los derechos del hombre no ha sido establecida científicamente sino dogmáticamente.

Así, la retórica de los derechos humanos sirve actualmente para demonizar a ciertos Estados y a quien no piensa como progresista. Pero al mismo tiempo viene a justificar al imperialismo. Esto es, se transformó en un concepto hegemónico que sirve a dos puntas. En el medio quedan los derechos de los pueblos y de los “hombres comunes”, que poseen derechos existenciales no contemplados por los derechos humanos. Es, en definitiva, un concepto políticamente correcto.

La carta de Bogotá (1948) que crea la Organización de Estados americanos (OEA) afirma en su artículo 2: toda persona tiene el deber de convivir con los demás.

En América del Sur hoy los terraplanistas, los abortistas, los gays, los indigenistas, los antivacunas, los progresistas, no quieren convivir con los demás, con los que no piensan como ellos. Y al no tener ninguna contención por parte de las autoridades gubernamentales se van transformado, día a día, en cada vez más violentos, e imponiendo la dialéctica amigo-enemigo a todo. Así, los derechos humanos terminaron yendo contra la convivencia y los derechos existenciales del ciudadano.

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