Por Mario Meneghini.-

En un reciente artículo (1), se describe la violencia criminal que azota a Rosario, donde se está cometiendo un asesinato cada 19 horas, producidos por el narcotráfico. El autor acota que la guerra a las drogas no está danto resultado, y cita al nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, que se ha propuesto desechar el prohibicionismo, y no encarar el flagelo de las drogas como una guerra, sino como una enfermedad. Menciona la opinión del académico argentino, Juan Tokatlian que postula «una legalización plena de las drogas, de todas, así como de su cadena de producción».

Procuraremos hacer un análisis objetivo y documentado sobre la despenalización del consumo de drogas, que, para quienes la postulan en la Argentina, se basa en el Art. l9 de la Constitución Nacional: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”.

La propia Corte Suprema de la Nación, en los casos Bazterrica y Capalbo, resueltos en 1986, convalidó este criterio, con el argumento de que “el Estado no debe imponer ideales de vida a los individuos, sino ofrecerles libertad para que ellos los elijan…”.

Pero, la misma Corte, en el caso Montalvo (11-12-1990), modificó la jurisprudencia confirmando la incriminación legal de la mera tenencia de drogas para consumo personal. Se consideró que entre las acciones que ofenden el orden y la moral pública se encuentra la tenencia de estupefacientes, porque tratándose de una figura de peligro abstracto, está incluida la trascendencia a terceros, porque “el efecto contagioso de la drogadicción y la tendencia a contagiar de los drogadictos son un hecho público y notorio o sea un elemento de la verdad jurídica objetiva que los jueces no pueden ignorar”.

Por ello, esta acción tiene los efectos aludidos en el Art. l9, “de estar sujeto a la autoridad de los magistrados y, por lo tanto, se subordina a las formas de control social que el Estado, como agente insustituible del bien común, pueda emplear lícita y discrecionalmente” (Fallos CSJ, 3l3-l333).

Lamentablemente, el 25-8-09, en el fallo Arriola, la Corte retomó la argumentación de 1986, despenalizando el consumo de marihuana; esto ha sentado un precedente que ha sido utilizado por quienes promueven el consumo. El propio director de la revista THC (abreviatura de tetrahidrocannabinol) dedicada a la difusión pública de la marihuana –se vende libremente en los quioscos- fue denunciado por tener en la terraza de su edificio, más de 20 plantas de cannabis sativa. Circunstancia que aprovechó el señor Sebastián Basalo para realizar una demanda de inconstitucionalidad de la penalización de la siembra de semillas, basado, por extensión, en los fundamentos del fallo Arriola. El Juez Federal, Sergio Torres, declaró la inconstitucionalidad del anteúltimo párrafo del Art. 5º de la ley 23.737, por entender que el cultivo de cannabis sativa para uso o consumo personal no lesiona el bien jurídico “salud pública”, ni perjudica a terceros y por lo tanto su penalización contraviene los derechos y garantías establecidos en la Carta Magna de la Nación (THC, Nº 62, junio 2013, pp. 32 y 33).

El Fiscal de la causa alegó que el bien jurídico protegido por la ley 23.737 es la salud pública, afectada no sólo en la salud individual; sino que su protección tiene en miras las alteraciones de las condiciones de ciudadanía. Dentro de tales circunstancias se incluyen las alteraciones que producen los estupefacientes. El límite de actuación del derecho penal está dado, en casos como éste, no en el hecho concreto de su trascendencia a terceros de la esfera personal, sino por la relevante posibilidad de que ello ocurra.

Pero la suerte estaba echada, puesto que la defensa sostuvo que, si el Estado permite el consumo de marihuana en función del respeto por la libertad individual, el principio de autodeterminación y el derecho a la intimidad, no puede prohibir el autocultivo (THC, ídem).

En la misma revista citada, personajes importantes aportan reflexiones teóricas; por caso, el ex ministro de la Corte Suprema, Dr. Raúl Zaffaroni: “El artículo 19 de la Constitución es lo que más tenemos que defender; tanto por el tema drogas como por la autonomía corporal y de la conciencia. Le está diciendo a los legisladores: no se metan con el pecado, sólo pueden castigar el delito”. “Creo que, si no hubiese prohibición, habría menos muertes. ¿Cuánta menos gente moriría si hubiese control de calidad sobre la cocaína? El tema es cómo legalizar sin que sea una catástrofe. Pero hay que debatirlo porque es demasiado obvia la irracionalidad de la prohibición” (THC, p. 30)

El argumento que convence a muchos, es que, distinguiendo legalmente entre el consumidor y el proveedor, se lograría vencer al narcotráfico que lucra con la adicción a estas sustancias. Las esperanzas en consecuencias positivas de la legalización son ilusorias; la experiencia simple del juego legalizado que no ha eliminado el juego clandestino, debería bastar para comprender que actividades como el consumo de drogas seguiría vinculado al crimen organizado, que no cederá voluntariamente un negocio tan lucrativo.

En realidad, el narcotráfico, que no es una actividad criminal común, moviliza tantos intereses -500.000 millones de dólares anuales: la cuarta parte de las exportaciones mundiales- que los criminales se ven obligados a participar en política, y parte de la política se involucra con el crimen organizado. El tráfico ilícito viola leyes nacionales y convenciones internacionales, pero, además, involucra otras actividades delictivas como extorsión, conspiración, soborno y corrupción de funcionarios públicos, evasión fiscal, violaciones de las leyes de importación y exportación, actos violentos y alianza con el terrorismo. El narcotráfico implica una amenaza:

a) global, pues constituye un problema mundial;

b) integral, pues abarca todos los componentes de la vida social; y

c) permanente, pues todo indica que se mantendrá en el largo plazo.

Debe destacarse, como lo muestra la experiencia mundial, que no bastan los medios que pueden utilizar las fuerzas de seguridad para este tipo de guerra. Por el contrario, es necesaria una estrategia de defensa nacional, que incluya todos los recursos del Estado.

  • Por cierto, que las Fuerzas Armadas no pueden encargarse de realizar todas las actividades que exige una estrategia integral. El Estado debe distribuir las tareas necesarias entre las diferentes áreas. A las FFAA les corresponde el combate, para el que están preparadas.
  • Cuando se señala que algunos países -México y Colombia, por ejemplo- no han podido erradicar el flagelo del narcotráfico, pese a emplear sus fuerzas militares, no se agrega una estimación seria, sobre lo que hubiera sucedido de no utilizarlas.
  • En muchos países que no emplean sus FFAA en esta guerra, las bandas lo mismo utilizan aviones, naves y hasta submarinos, además de armamento sofisticado, que superan la capacidad logística de las fuerzas policiales.
  • La corrupción de funcionarios públicos -jueces, policías, etc.- ya se verifica en la actualidad, aunque no intervengan las FFAA, por ejemplo, en la Argentina.
  • Sostenemos que únicamente las FFAA disponen del entrenamiento y equipamiento necesarios para enfrentar a bandas organizadas, con vinculaciones internacionales, y apoyo de dirigentes políticos.

Para neutralizar el carácter encubierto del tráfico de drogas y la logística de que dispone, se hace indispensable la coordinación y cooperación internacionales. En la actualidad, la dirección de la guerra contra este flagelo está a cargo de las Naciones Unidas.

Pese a todas las presiones e intereses en juego, el organismo internacional mantiene un criterio firme en la materia. En diciembre de 2000 la ONU celebró la Convención contra la criminalidad organizada, en la ciudad de Palermo, elegida como símbolo de la lucha contra la mafia. En esa ocasión, los delegados de 121 Estados firmaron el primer tratado políticamente vinculante para enfrentar el crimen organizado, con la finalidad de armonizar la legislación de todos los países.

El Papa Juan Pablo II, resumió en una frase -pronunciada en la propia Colombia-, lo que implica el narcotráfico: “El tráfico de drogas es hoy lo que era el comercio de esclavos en el siglo XVII. Los tratantes de esclavos impedían a sus víctimas el ejercicio de la libertad. Los narcotraficantes conducen a las suyas a la destrucción misma de la personalidad” (10-7-86).

Esta reflexión nos lleva a abordar otra cuestión: lo negativo en sí de la drogadicción. Aún, suponiendo, que pudiera ser erradicado el tráfico ilegal, ello no evitaría que continúe existiendo el problema más grave, que es la utilización misma de la droga.

Recordemos el concepto de droga: toda sustancia natural o sintética con capacidad de generar un efecto sobre el sistema nervioso central; generar una dependencia física o psíquica; y constituir un peligro sanitario y social. No puede negarse que el adicto es un enfermo, pero debe destacarse que la drogadicción también es un vicio- hábito negativo- y para los creyentes, un pecado; así lo establece el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 2291).

Legalizar el consumo de drogas, sosteniendo que cada persona tiene derecho a decidir sobre su propia vida, implica ignorar que el adicto -palabra que proviene de “esclavo”- “no es consciente de sus actitudes autodestructivas y carece de la capacidad de actuar por el libre albedrío. Todo lo contrario, está enajenado y hasta que no se lo desintoxique no podremos contar con una parte suya capaz de colaborar con nosotros en su propio tratamiento.” “La drogadicción es un fenómeno humano contra natura” (2).

No puede descuidarse el hecho de que, además de las drogas ilícitas, se consumen distintos tipos de sustancias de venta libre o de fácil acceso. También es común la mezcla de alcohol con medicamentos, como el Viagra, que puede producir consecuencias graves en quienes la consumen (La Nación, 21-10-13).

Un experto en el tema, el Dr. Juan Alberto Yaría, que fue posiblemente el mejor funcionario dedicado a la prevención de este flagelo, expresa con firmeza:

“Entramos ya de lleno en la existencia tóxica como propuesta social. Dentro de este contexto de banalización de los conflictos humanos la droga es un objeto de consumo más. En la ética mercantilista, que descalifica cualquier marco objetivo de valores, la droga si es demandada debe ser ofrecida” (3).

El mismo experto rebate el argumento habitual de que el porcentaje de muerte por las drogas, es menor al que produce el consumo de alcohol y tabaco. Por lo tanto, la legalización no aumentaría la tasa actual. Lo que se omite reconocer “es que las tasas de muerte por el alcohol y el tabaco son elevadas debido a que estas sustancias se pueden conseguir con facilidad y son ampliamente consumidas”. “Hay considerables pruebas para sugerir que la legalización de las drogas crearía problemas de comportamiento y de salud pública en un nivel que por mucho superaría las actuales consecuencias de la prohibición de las drogas (4).

Es importante señalar, para concluir, que en la Cumbre de las Naciones Unidas sobre las Drogas (8/10-6-1998), los 185 países representados acordaron, entre otras cosas, rechazar cualquier sugerencia de legalización de drogas duras o blandas, y sobre la necesidad de definir una estrategia común de combate que respete las soberanías y los derechos humanos.

Anexo

Cualquier proyecto legislativo de despenalización, debería tener resueltas todas las dudas que surgen del cuestionario siguiente, cuya lectura basta para comprender lo absurdo de una propuesta legalizadora:

  1. ¿Qué narcóticos y drogas psicotrópicas deberían legalizarse?
  2. ¿Deberían los narcóticos y las drogas psicotrópicas ponerse a disposición de cualquiera que quisiera probarlas? ¿Incluso los niños?
  3. ¿Se pondría a disposición de los consumidores habituales o adictos un suministro ilimitado? ¿O tendrían que pagar el precio de mercado? ¿Podrían aquellos que sufren una fuerte dependencia o son adictos trabajar o incluso desempeñar un empleo?
  4. ¿Qué pasaría con los pilotos de aerolíneas, cirujanos, policías, bomberos, personal militar, maquinistas de ferrocarril, conductores de ómnibus, camioneros, maestros, etcétera?
  5. ¿Quién suministraría las drogas? ¿Empresas privadas o el gobierno? ¿Se las proveería al costo, o con un margen de utilidad? ¿Estarían sujetas a impuestos?
  6. ¿Dónde podrían obtenerse las drogas? ¿En farmacias, clínicas, supermercados?
  7. ¿Afectaría la legalización las primas de los seguros de vida, y las cuotas de las obras sociales?

(Cfr. Inciardi, James. “La guerra contra las drogas”; GEL, 1993, pp. 237/239)


Referencias:

1) Rodrigo Lloret. «Rosario sangra, Colombia cambia»; Perfil, 26-2-2023.

2) Kalina, Eduardo. “Temas de drogadicción”; Nueva Visión, 1987, p. 100.

(3) Yaría, Juan Alberto. “La existencia tóxica”; Lumen, 1993, p. IV.

(4) Idem.

Córdoba, febrero de 2023

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