Por Paul Battistón.-

El patriotismo, un elemento tan intangible, es una cuestión de contundente medición, a tal punto que la traición a la patria (origen particular del mismo) es generalmente condenada con las máximas penas (la muerte inclusive).

¿Cuántos patriotismos existen? Tan sólo uno por cada patria, sin posibilidad de cambiarlo bajo indicación de clara traición.

Las tendencias globalistas finalmente no han quitado peso a la cuestión de los patriotismos, como sí lo han pretendido los movimientos progresistas en función de las ideologías que pretenden imponer por sobre las cuestiones patrióticas. Las mismas le resultan un escollo y alientan a desdeñarlas con una óptica asociada siempre a cuestiones de uniformes.

Algo tan costoso pero intangible necesita de un apoyo resonante. Las marchas, algunas adoptadas como himnos, han sido un constante y planeado enaltecedor de las hormonas patrióticas. Un marcado ritmo con armonías en paralelo y melodías contundentes elevan la cuestión intangible a una condición de emotiva solidez.

¿Y qué si usáramos el recurso de las marchas para sostener lo que de otra forma sería insostenible? Quizás tendríamos éxito.

Las dos cuestiones más básicas e importantes del funcionamiento de una economía de libre mercado fueron demonizadas al compás de sendas marchas y el resultado no pudo ser más satisfactorio, si eso era lo esperado.

El “combatiendo el capital” de la marcha peronista, exaltado a niveles de convicción de sudor frío por Hugo del Carril, hizo mella directamente en el sentido común de libertad, poniendo a la capitalización en el orden de un traición, donde lo patriótico fue reformulado a sentimiento ciego a manos de un estado doctrina. Cualquier coincidencia con fascismo fue seguramente premeditada. El herido indirecto sería la propiedad privada, de ahí en más privada de una seguridad jurídica en constante aumento de falencia.

Por si faltaba algo, de los ’70, con la expansión proselitista de la izquierda acompañando las actividades insurgentes financiadas desde la ex URSS y sus satélites, nos llegó la sentencia marchosa que equiparaba la única forma natural de distribución de la riqueza (el comercio) con un simple robo. Desde su título no ocultaba su condición de marcha, la de la bronca. Aunque en realidad, más que bronca apelaba a la inconsciencia o la conciencia aún inmadura de cierta juventud con urgencias.

Bronca cuando roba el asaltante
pero también roba el comerciante

La estrofa obviaba el detalle de que, en un acto comercial, ambas partes son comerciantes y que el intercambio es producto de la libertad de acuerdo entre los mismos. Esparcir el convencimiento de la culpabilidad del fenómeno inflacionario a empresas y cadenas de comercialización sólo es una cuestión de profundización de la tan siniestra estrofa de la marcha. Toda la historia, las demostraciones y los acontecimientos observables habían sido machacados por un ritmo.

En nuestro Himno Nacional prevalece la armonicidad de un himno por sobre la intensidad de una marcha en una proporción de casi 3 a 1.

“Libertad, libertad, libertad” sufrió una aceptación de utopía poniéndola en una posición inalcanzable y dejando espacio para la materialización de objetivos irracionales cancelados en nuestros acuerdos constitutivos.

La reconversión del himno en una marcha onomatopéyica de estadio ha jugado en una forma extraña. Aun ante el abandono de los significados literales, ha tomado la fuerza implícita de una libertad no declamada pero ejercida. Puede que sin querer haya sido un fermento previo o paralelo “al viva la libertad carajo” surgido de acotar la incumbencia del estado en nuestras libertades individuales.

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