Por Hernán Andrés Kruse.-

Ahora bien, si el átomo, la célula, el órgano, el animal y el hombre, la materia viva, en definitiva, tienen conciencia de su ser y de sus funciones, el universo tendrá también una conciencia de su ser, conciencia que debería denominarse “Dios”. Pero así como el átomo no es consciente o, mejor dicho, no sabe con certeza lo que es la célula, y así como la célula no sabe con certeza cómo funciona el cuerpo humano, el hombre no tiene conocimiento profundo de la naturaleza del universo, ni puede saber-al menos hasta el momento-cómo surgió ni qué había con anterioridad a su nacimiento, ni tampoco adónde se dirige. En fin, son demasiadas incógnitas cuya magnitud sobrepasa la capacidad del hombre para resolverlas.

El universo se rige por leyes inflexibles por completo inaccesibles para el entendimiento humano. De ahí lo difícil que resulta materializar la idea de Dios. A pesar de ello, el hombre ha intentado hacerlo desde siempre. Algunas veces ha encarado la tarea desde una óptica religiosa, y otras desde un enfoque enteramente filosófico. No hay que confundir, advierte De la Torre, el dios religioso con el dios filosófico. El primero es una persona accesible; el segundo, por el contrario, constituye una abstracción prácticamente inaccesible. El dios religioso nació con el hombre mismo, con ese hombre que, acurrucado en las cavernas, sentía terror por todo lo sobrenatural. El dios filosófico, en cambio, es fruto del espíritu reflexivo y de las leyes naturales, modificándose su concepto a medida que aumenta el bagaje de conocimientos del hombre.

La incógnita de dios es el problema que más ha perturbado a la mente humana. La confusión reinante es por demás extrema y “más de un investigador que se considera absorbido de buena fe en el estudio de un determinado fenómeno biológico”, no percibe que, en el fondo y sin darse cuenta de ello, “está buscando en realidad, encarnizadamente, una prueba de la no existencia de Dios”. De ahí la necesidad del hombre de no dejarse hipnotizar por estas fascinaciones. Dios tiene, sentencia De la Torre, la obligación moral de no violar las leyes naturales y de no perturbar la actividad científica que se realiza en los laboratorios, salvo que los hombres de ciencia hayan agotado su capacidad exploratoria. No debe permitir, a su vez, que se invoque su nombre para menospreciar los logros de la ciencia que, aunque limitados, merecen ser tenidos en consideración. Cuando la ciencia se subordina a prejuicios que remontan a la infancia de la humanidad, no hay progreso moral e intelectual posible, con lo cual los pueblos quedan condenados a vivir prisioneros de los dogmas anquilosantes. Afortunadamente, las concepciones pueriles de las sociedades primitivas no duran eternamente. Es cierto que resulta mucho más seductora y sencilla la hipótesis de un creador que hizo surgir el universo en seis días (a la que le haría falta aclarar, sin embargo, qué razón pudo tener el creador para crear el mal), que la moderna teoría de la evolución lentísima de las especies y de su adaptación al medio. Pero también es cierto que ninguna sociedad puede ser verdaderamente libre si no se atreve a discutir con rigor científico la infalibilidad de las verdades reveladas.

Las creencias religiosas positivas se mueven en su propio ámbito, lejos del alcance de la ciencia y del razonamiento. Muchos creen en lo que dice la Biblia, al igual que aquéllos creían, hace unos 3 mil años, en la realidad del Olimpo y de sus Dioses. Y si hoy día muchos creen, o fingen creer, en dogmas cuyos contenidos han sido plenamente refutados por la ciencia, en la antigüedad los ídolos paganos eran literalmente adorados por los hombres más instruidos de aquella época. La religión católica negó durante siglos la redondez de la tierra y su estructura institucional-el Vaticano-obligó a los católicos españoles a no ocuparse del sistema de Copérnico. Ello pone de manifiesto que los sistemas de creencias estructurados por las religiones son independientes de lo estipulado por las leyes naturales, situando al hombre en lo más alto del podio y transformando a su inmortalidad en una cuestión de fe. De esa manera Dios, quien era considerado como el primer principio de la energía y de la vida, se convierte en una persona, en un héroe de carne y hueso admirado e idolatrado por la feligresía. Para las religiones Dios habría creado la tierra de la nada y situado en ella al rey del universo, y habría esparcido las estrellas en el cosmos como simples objetos de decoración. Una estrella habría servido de guía a los reyes magos en su viaje a nuestro planeta. Así lo afirma el Evangelio como si fuera la cosa más natural del mundo. “Puede verse”, agrega De la torre en un párrafo por demás ilustrativo, “también en la Biblia cómo Dios bajaba a la tierra a conversar con los hombres, en los tiempos primitivos, les daba consejos y les aplicaba castigos inverosímiles. Al profeta Ezequiel le ordenó que se comiera un libro sagrado y el profeta se lo comió… y también le ordenó que en expiación de los enormes pecados del pueblo de Israel, comiera todas las mañanas excrementos humanos y como el profeta se quejara de la crueldad del castigo lo autorizó a que los reemplazara con estiércol de buey… Y al profeta Oseas, a fin de poner a prueba hasta dónde llegaba en el acatamiento a sus órdenes, le ordenó seducir a la mujer de un amigo y el profeta lo hizo, pero en descargo de su conciencia, por tan mala acción, dio a la cómplice 15 piezas de plata y algunas fanegas de cebada”.

Semejantes ocurrencias nada tienen que ver con las profundas reflexiones vertidas sobre el tema por los pensadores y los filósofos espiritualistas que la teología invoca de continuo. Tales ocurrencias nada tienen que ver, por ejemplo, con el Dios aristotélico definido por el estagirita como el “Pensamiento del pensamiento”, ni con el Dios platónico concebido por el autor de la “República” con el Bien. Las religiones positivistas no profundizan el análisis del enigma de Dios. No ahondan el asunto metafísicamente. Muy por el contrario, edifican un Dios concreto destinado a relacionarse directamente con los hombres, aunque sea de manera convencional. Las religiones positivas creen en los milagros, en los dioses que multiplican panes y curan con palabras a los epilépticos y resucitan a los muertos. Quien no crea en estos milagros es considerado por la teología directamente un ateo, es decir, un enemigo.

Las masas necesitan dioses que se adecuen a su mentalidad y espíritu. Es por ello que, a los efectos de edificar una religión destinada a recepcionar la mayor cantidad de adherentes posible, nada mejor que la promesa del Evangelio de que, al final de los tiempos, los muertos resucitarán en el cielo en cuerpo y alma. La metafísica de Platón, o la del estagirita, en cambio, no sirven para ese objetivo por su elevado grado de abstracción. La conquista espiritual de la masa no se consigue intelectualmente sino emocionalmente. Y bien, el hecho de que la ciencia no esté en condiciones de explicarlo todo, no autoriza a hacer creer a la gente que los muertos pueden resucitar al tercer día; “y tampoco existe relación lógica”, afirma De la Torre, “entre la eventual necesidad de reconocer una causa primera de la vida universal y los atributos que la fantasía mística, a veces enfermiza, otorga a los dioses-hombres o a los hombres-dioses”. Si la cuestión se circunscribiera exclusivamente en la divinidad de la substancia vital ¿le importaría algo a dicha substancia divina la decisión del hombre de adorarla? Si no la adoran las demás especies (y, aparentemente, a la substancia en cuestión parece importarle poco y nada) ¿por qué habría de interesar en lo que de ella piensa el hombre, tan materia viva como las demás especies? Además ¿qué motivo tendría la substancia divina, supuesta creadora del universo, en imponer al hombre tremendos castigos que comienzan con el pecado original del que un recién nacido debería carecer de culpa alguna? Sin embargo, la teología convierte la adoración de un ser supremo en el objetivo principal de la vida humana, y la Iglesia exige a los gobernantes que impongan dicha adoración.

La teología atribuye al ser supremo una necesidad imperiosa de ser adorado e idolatrado por los súbditos, constituyendo el incienso una herramienta de manipulación psicológica de gran importancia. Creyendo así enaltecer la idea de la divinidad no ha hecho más que degradarla. La palabra del ser supremo es sagrada y quien osa rebelarse es merecedor de los peores castigos. Al ser terrible, la cólera divina sirve como perfecto antídoto contra cualquier atisbo de libre albedrío. De la revelación al derecho que invoca la teología para imponer creencias milagrosas y sobrenaturales, hay sólo un paso. Ello explica por qué razón es tan ilegítimo que el sistema de dominación imponga determinadas creencias religiosas por la fuerza, como así también el perseguirlas. Nada más injusto y atentatorio de la libertad individual que el estado intervenga en estas cuestiones. Por el contrario, su neutralidad constituye un soporte fundamental de toda genuina democracia republicana. Las teocracias siempre fueron nefastas y siempre lo fue la infiltración del clericalismo tanto en la educación como en la justicia. Es inadmisible que la revelación descalifique a la ciencia. Le resulta irrelevante, por ejemplo, que la ciencia haya demostrado fehacientemente que la luz del día emana exclusivamente del sol. Los súbditos están obligados a creer lo que dice el Génesis: “que Dios hizo la luz el primer día separándola de las tinieblas y el cuarto día hizo el Sol y las estrellas. Durante cuatro días habría habido luz en la Tierra y los días habrían estado separados de las noches sin haber Sol”. Pues bien, frente a semejantes alucinaciones la ciencia debe callar. Frente a la Biblia hay que arrodillarse; no hacerlo es cometer pecado mortal.

Para combatir a la ciencia la teología se vale de determinadas y eficaces armas tendientes a atemorizar a los súbditos. La predicción del fin del mundo y la descripción del infierno constituyen dos de las más idóneas. En efecto, el Evangelio dice: “Y luego, después de las tribulaciones de aquellos días, el sol se obscurecerá y la luna no dará su lumbre y las estrellas caerán del cielo y las virtudes del cielo serán conmovidas (…) En verdad os digo que no pasará esta generación que no sucedan estas cosas”. Pero el tiempo pasó y el mundo no se destruyó, lo cual pone de manifiesto que el Evangelio, como fuente de conocimientos, es, cuanto menos, objetable. Hoy, afortunadamente, nadie piensa en el fin del mundo-especialmente tras la caída del comunismo stalinista-. Por el contrario, hoy en día prima el concepto científico de que la energía, lejos de perderse, se transforma, con lo cual se torna factible la posibilidad de una reconstrucción eterna de la materia y de un perpetuo recomenzar del universo; en definitiva, se torna factible la posibilidad de la eternidad física. Pero la cuestión del fin del mundo tiene otro aspecto, grave por cierto. Y es el siguiente. Los muertos que, resignadamente, esperan en el purgatorio el juicio final para ingresar al reino de los Cielos libres de toda culpa, se verían frustrados y defraudados si no hubiera, como consecuencia de la eternidad del mundo, juicio final. No puede sustentarse, por lo tanto, en la explicación del enigma del Universo brindada por la revelación divina. Es cierto que la ciencia falla en parte, pero sucede que la revelación falla en todo, emanando sus hipótesis religiosas de conceptos por demás arbitrarios, cuyo acatamiento no puede exigirse a los librepensadores.

A pesar de la presencia incuestionable de esta situación, las creencias religiosas ostentadas en el temor a lo sobrenatural, a lo desconocido y a la muerte, perdurarán mientras los hombres no se liberan de tales miedos. El miedo esclaviza al hombre, impidiéndole ser una persona; y al no ser una persona se transforma en un campo muy apto para la germinación de todo tipo de supersticiones. La ilusión de una vida futura, la ilusión de la inmortalidad, implica para muchos un consuelo que desean conservar a toda costa, aún a sabiendas de que son víctimas de un engaño. No importa: el miedo a la muerte es demasiado perturbador. “No basta, sin embargo, que una doctrina filosófica o religiosa pueda servir de consuelo y parezca útil, es necesario que no sea absurda”, expresa De la Torre. Hay muchos que, sin llegar al extremo de hacer del espíritu un dios antropomorfo, reclaman, “creyendo sentir lo inmaterial en el prodigio del pensamiento consciente y en las aspiraciones multiformes del hombre hacia la eternidad”, para el espíritu un papel más relevante en la concepción del universo. Otros ponen sobre la mesa como prueba irrefutable de la existencia del más allá-la inmortalidad-la realidad del sentimiento religioso. Se ha reiterado que el hombre es esencialmente un animal religioso. Pero dicho sentimiento no sería otra cosa que una de las tantas manifestaciones del anhelo humano de eternidad, sentimiento que habría sido desviado, lamentablemente, al campo de las supersticiones y de las idolatrías a través de la explotación vil de la evidente pequeñez del hombre y de su no menos evidente ignorancia.

Es incuestionable que el espíritu tiene, respecto al desenvolvimiento de la humanidad, un papel preponderante. “Es, dice De la Torre, la antorcha poética que guía su marcha doliente, es el creador de sus éxitos y el que ennoblece sus sacrificios. La obra de los pensadores y los sabios, la inspiración de los poetas, la abnegación de los filántropos, son los títulos más puros que puede ostentar un pueblo”. Pues bien, nada de lo expresado precedentemente está subordinado a la existencia de aquellos dioses creados ayer por el hombre y destruidos por el mismo hombre al día siguiente. Pasaron los dioses del Olimpo, pasaron los mitos del paganismo nórdico que Hitler intentó restaurar, en fin, pasaron todos los mitos habidos y por haber y no hay razón para que mañana no emerja otro culto, fundado como los anteriores, en revelaciones anticientíficas, en fantasías, en alucinaciones, en supersticiones. Además, la humanidad es, en comparación con el conjunto de los mundos y de las especies, una fracción inapreciable; y dentro o fuera de ellas, adonde clave la mirada el hombre únicamente hallará, como realidad palpable, la permanente e implacable lucha de las especies por su supervivencia. Porque más allá de la tierra, lo desconocido nos abruma.

Dice la teología que la creación exige un creador, con lo cual rechaza de plano la hipótesis de un universo eterno. A la pregunta ¿quién hizo el universo? la religión contesta: Dios. Pero la teología afirma, a su vez, que Dios no tuvo principio ni tendrá fin, es eterno. Pero, afirma De la Torre, el universo tiene tanto derecho como Dios para ser eterno. ¿Por qué Dios es eterno y el universo no? Porque ambos serían, en definitiva, la misma cosa, en coincidencia con la famosa definición panteísta brindada por Spinoza: “No hay entre Dios y el Mundo sino una diferencia de puntos de vista”. Como prueba concluyente del origen divino del universo, la teología destaca su intrínseca armonía. En efecto, existe una regularidad tan asombrosa en el cumplimiento de las leyes naturales y una no menos asombrosa adaptación al estilo de vida de los seres organizados que el universo se presenta como un conjunto plenamente armonioso y coordinado. Sin embargo, la vida del hombre en sociedad está lejos, muy lejos, de esa utopía enarbolada por la teología. En efecto, parecería que el hombre estuviera condenado a vivir en un clima hostil e intolerante, plagado de violencia y miseria. La desarmonía y el dolor serían, entonces, las características fundamentales de la vida humana en sociedad, no la armonía y el orden, tal como lo estipula la teología. Es que la armonía que rige la vida de la materia y el movimiento de los astros, es inexistente en las sociedades humanas. A pesar del crecimiento tecnológico y científico por ellas experimentado, el hombre sigue sin resolver el problema fundamental: su felicidad. La moral decae abruptamente y aumenta casi patológicamente el deseo del hombre de aniquilar a sus semejantes. “Sus males no tienen remedio”, manifiesta De la Torre. El despotismo, la pobreza y la revolución ponen en peligro la civilización humana. Y Dios vería semejante espectáculo con fría indiferencia. ¿Dónde se encuentra, por lo tanto, la armonía preestablecida? En medio de tanto descalabro, de tanto desatino y de tanta maledicencia, la labor solitaria de los investigadores que consagran su vida a la ciencia adquiere el carácter de un genuino sacerdocio. Gracias a ellos el nivel de vida de los seres humanos aumenta sin cesar, con lo cual resultan merecedores de nuestra gratitud y de nuestro más profundo respeto.

A manera de colofón

Esta admirable reflexión filosófica de De la Torre constituye una joya del pensamiento humano. Con claridad meridiana y profundidad incuestionable, demuele con argumentos inquebrantables esas “mentiras vitales” que adormecen el espíritu de los pueblos. Además, anatematiza sin piedad la vanidad del hombre, esa vanidad que lo lleva a creerse el rey del universo, el centro del cosmos, el único ser hecho a imagen y semejanza de Dios. Estas reflexiones encierran un profundo respeto por todo lo que el hombre desconoce, que es ilimitado. Dan forma, pues, a un pensamiento que hace un culto de la libertad individual, del libre albedrío, de la facultad del hombre de obrar por sí mismo. Estas reflexiones constituyen un hermoso homenaje a un sistema de ideas que sitúa a la dignidad humana en lo más alto: el liberalismo.

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