Por Hernán Andrés Kruse.-

El rotundo triunfo de Sergio Massa el domingo 22 de octubre sorprendió a todo el mundo. Confieso que recién ahora logré dejar atrás el estupor que me provocó el mensaje de las urnas. Estaba convencido de la victoria del libertario en primera vuelta. ¿Por qué? La respuesta es muy simple: la desastrosa gestión de Massa como ministro de Economía no haría más que demoler sus chances electorales. Con una inflación de dos dígitos mensuales, una pobreza escandalosa y un dólar blue incontrolable, era imposible que el tigrense tuviera alguna chance de, al menos, ingresar al ballottage detrás de Milei. Porque, como sentenció el estratega de la campaña electoral de Bill Clinton en las elecciones de 1992, James Carville, “es la economía, estúpido”.

Consciente de ello, el tigrense no dudó en valerse de una estrategia política empleada desde tiempos inmemoriales por gobernantes de todo tipo y calaña: la estrategia del miedo. En los días previos a la elección presidencial dicha campaña se hizo presente en algunas estaciones ferroviarias del Área Metropolitana de Buenos Aires. En los monitores utilizados para informar los arribos y salidas de los trenes, se emitió un anuncio conjeturando a cuánto se elevaría el costo del boleto en caso de que Milei o Bullrich arriben a la Casa Rosada. El mensaje era contundente: “Tarifas trenes Massa: $56,23; Tarifas Trenes Milei: $1.100; Tarifas Trenes Bullrich: $1.100. Cuando te hablen de subsidios esa es la diferencia en tu precio”. Póngase el lector en el lugar del atribulado trabajador que todos los días se levanta de madrugada y utiliza el tren para arribar a su lugar de trabajo. Imagine el miedo que le debe haber provocado leer semejante mensaje. Porque no es lo mismo pagar 56 pesos cada viaje en tren que 1.100 pesos (fuente: Infobae, 19/10/023).

En el acto de cierre de campaña celebrado en Pilar, Sergio Massa dijo lo siguiente: “Entramos en tiempos de reflexión. Quiero aprovechar para hablarle a cada argentino como si estuviéramos en una ronda y decirle que el domingo, a la hora de votar, definimos los próximos cuatro años de Argentina”. “Decidimos por un país donde el que trabaja tiene derecho a la indemnización y vacaciones pagas o si es un esclavo que tratan como mercadería”. “Decidimos por una educación que abrace nuestros hijos o que sólo se eduquen los que tienen plata, si construimos un país federal o si abandonamos a las provincias a la buena de Dios. Decidimos si somos un país que protege a la industria nacional o un país que se abre para que entre cualquier cosa, aniquilando de esa manera las fuentes de trabajo de los argentinos”. “El domingo decidimos si amamos nuestra bandera o no. Quiero repetir: si mañana muriera y tuviera que volver a nacer y tuviera que volver a elegir dónde nacer, volvería a elegir Argentina una y cien veces. El domingo cueste lo que cueste” (fuente: Infobae, 20/10/023).

Consciente de su fracaso como ministro de Economía, Sergio Massa envió a los trabajadores, columna vertebral del peronismo, un mensaje siniestro: “Si el domingo las urnas benefician a Milei o a Bullrich, todos sus derechos serán barridos sin misericordia. Serán tratados como esclavos y no como hombres libres. Está en ustedes elegir entre la libertad o el sometimiento”. El veredicto de las urnas fue contundente: 10 millones de compatriotas eligieron a Sergio Massa.

Como lo expresé precedentemente, el tigrense se valió de una estrategia antiquísima. Lejos está, por ende, de ser un invento de su autoría. La relación entre el miedo y la política fue tema de análisis de los pensadores políticos más relevantes de todos los tiempos. Tal el caso de Thomas Hobbes, el eminente filósofo político inglés nacido en Westport el 5 de abril de 1588 y fallecido en Derbyshire el 4 de diciembre de 1679. A continuación paso a transcribir partes de un ensayo de Carlos Bührle (Departamento de Filosofía de la Facultad de Humanidades de la UNLP, 2004) titulado “Thomas Hobbes: sobre el miedo”.

Hacia una primera definición del miedo

“¿Qué entiende Hobbes por miedo? Una primera respuesta la podemos encontrar en el Leviatán, donde está escrito que el miedo es «una aversión con la opinión de daño por parte del objeto». Dentro de la terminología de Hobbes, una aversión es un conato o esfuerzo por apartarnos de algo; es un movimiento de re-pliegue, de refugio o ensimismamiento. Aquello que produce la aversión es, para quien así lo siente, displacentero y, por ello, malo. En general, una aversión suele estar acompañada de odio al objeto que la produce. Los opuestos a la aversión, al displacer, al mal y al odio son, respectivamente, el apetito, el placer, el bien y el amor. El apetito, contrariamente a la aversión, es un movimiento de escape, de des-pliegue hacia lo ajeno, hacia la alteridad. Tiene un sentido que podríamos llamar centrífugo. Todos estos términos, en estado de naturaleza, remiten a un sujeto particular, es decir, lo que cada cual siente como bueno o malo, placentero o displacentero no puede hacerse extensivo a los demás. El mundo práctico en el estado natural se resiste a ser valorado moralmente; las acciones en él son amorales y a-legales. Una vez en la sociedad civil, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo honesto y lo deshonesto cobran la objetividad que de suyo no poseen; previamente a la ley civil, nos asegura Hobbes «nadie puede discernir la recta razón de la falsa».

Aunque la naturaleza no está investida de valor no podemos apresurarnos a colegir, con todo, que la ley carezca de objetividad. Todo lo contrario; ante ella Hobbes no contempla más que la obediencia. Lo bueno y lo malo devienen absolutos por una decisión soberana, vale decir, quedan, por efecto de esa decisión, absueltos de los pareceres individuales. Pactamos para establecer lo que la naturaleza no nos dio. A partir de ese entonces cesan las instancias de cuestionamiento. El soberano desde ese momento puede hacerse de la prescripción divina que reza, «no comerás del árbol del bien y del mal». En el estado pre-civil el relativismo es absoluto. Luego del pacto, lo relativo deviene dogmáticamente inescrutable, no porque haya un individuo al modo del filósofo-rey de Platón que tenga un acceso privilegiado a un determinado criterio moral (la idea del Bien), sino simplemente por una adjudicación de autoridad a un tercero, adjudicación que nunca pretende reconocer un saber especial en la persona investida con la soberanía (Esta escisión entre saber y autoridad es, quizás, el punto que más diferencia a Hobbes de Platón).

Regresemos, luego de esta breve digresión, a la definición del miedo. Recuperemos de ella la idea de que el temor surge ante la posibilidad de ser lastimado, ante la sospecha de un posible daño corporal. Sin embargo, ese miedo no se limita, como aclara Hobbes en el primer capítulo de “Concerning Government and Society”, al simple hecho de estar asustado; es, antes bien, «una cierta previsión de un mal futuro»; es decir, el miedo es, esencialmente, desconfianza, cautela, precaución; el otro acecha, homo hominis lupus; tal vez sólo tenga buenas intenciones; no lo sé, no puedo saberlo; el hombre no es diáfano, no se revela tal cual es; debo entonces estar preparado, menester es que me defienda. Puedo esperar el ataque y sólo reaccionar; o puedo adelantarme y atacar primero. Lo que me está vedado es no utilizar todos los medios a mi alcance para conservar mi vida. Pero también el otro me mira con recelo; no sabe lo que me propongo. La vida se asemeja a un drama en el que cada cual conoce su libreto, pero no el ajeno. La existencia tiene la forma de lo incierto, la inseguridad es la regla.

Siempre se podrá alegar que hay un exceso de paranoia en una visión semejante de las relaciones humanas. Quizás sea así. Lo importante es que si uno coincide con Hobbes en esta mirada, no puede más que reconocer que un estado tal es oprobioso, atroz y que se impone una superación del mismo. El estado de naturaleza nos es adverso, hostil. Ni siquiera el más fuerte de los hombres está seguro; todos corremos el albur de morir violentamente; a todos nos puede tocar la suerte de Urano, el más poderoso de los dioses, castrado y derrocado por la maquinación de su esposa y de sus hijos.

Hasta aquí, la situación que el miedo genera. Consignemos ahora cuáles son, según Hobbes, las causas que lo producen.

Éstas hay que buscarlas, de un lado, en la tendencia natural de los hombres a agredirse y, de otro, en la igualdad entre ellos en el estado de naturaleza. Acerca de lo primero baste con lo dicho sobre la situación de indefensión natural en la que el hombre se encuentra y que lo lleva a tener al otro como enemigo antes que como colaborador. Con respecto a lo segundo es pertinente traer a colación un pasaje esclarecedor de la ya citada obra de Hobbes. Leemos ahí que «son iguales aquellos que pueden hacerse mutuamente las mismas cosas, y aquellos que pueden hacer lo más desmesurado, a saber, matar, pueden hacer las mismas cosas».

La igualdad estriba en la capacidad equivalente de agresión que se da entre los hombres, en la susceptibilidad de ser cualesquiera de los hombres víctima de los mismos actos. Es la vulnerabilidad lo que iguala a los hombres. De aquí se sigue que nadie puede considerarse superior por naturaleza a lo demás. Ya hemos señalado esta condición de potenciales víctimas del prójimo de la que nadie puede escapar. Rescatemos la idea de que en virtud de la equiparación de los contrincantes, la guerra de todos contra todos no tendrá jamás fin; toda victoria es parcial, momentánea: «En tal condición no hay lugar para la industria, pues los productos de la misma son inseguros y, consecuentemente, ni cultivo de la tierra, ni navegación ni disponibilidad de las comodidades importables por mar; tampoco edificaciones cómodas, ni instrumentos para mover y remover cosas que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la superficie de la tierra, ni cálculo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y, lo que es peor de todo, miedo continuo y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre, solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta».9

La salida de este estado de incertidumbre exige resignar ciertos beneficios inmediatos en aras de otros futuros. Como dijimos, limitamos nuestra ilimitada libertad natural a condición de que los demás hagan lo mismo. Ahora bien, es un hecho que cada hombre desea o apetece lo que es bueno para él: «el objeto de los actos voluntarios de cada hombre es algún bien». Por ende, nadie puede desear permanecer en el estado de naturaleza, pues constituye sin duda el peor de los males posibles. Podríamos parafrasear esto de la siguiente manera: ante la disyuntiva de tener que elegir entre dos posibilidades, siendo una de ellas la muerte violenta, nadie, en su sano juicio, podrá optar por ella; entre dos males, el hombre elegirá siempre el menos perjudicial. Y nada hay peor que la anarquía, la guerra interna o externa y la muerte. La sociedad civil se funda en un cálculo, en un cómputo de utilidades. La búsqueda que la justifica es la de una quietud, la de una serenidad humanamente tolerable. El miedo a la violencia, al dolor, a la muerte que nada sabe de prebendas, es el impulso hacia ese sosiego, hacia ese remanso artificial. El hombre que pensó Hobbes busca, con un fervor casi religioso, la seguridad, la protección del otro, siempre un potencial agresor, pocas veces un colaborador.

Hobbes propuso dos modos de arribar a la conclusión de que la paz es el fin al que debe propender todo individuo: o bien a través de las pasiones, o bien a través de la razón. Es decir, o pactamos por miedo o pactamos por un dictado de la razón que nos obliga a observar determinadas leyes de la naturaleza. Un individuo que no sea impulsado a pactar por una de esas dos vías es, para jugar con las palabras de Aristóteles, un animal o un dios. Sea como fuere, quien queda allende la sociedad, es un marginal y contra él, cualquier acto está permitido. Si no pactó, no está dentro de la ley y, fuera de ella, no hay crimen. Un hombre en exceso temerario es políticamente peligroso. En efecto, por qué habría de pactar alguien que se considera superior por naturaleza en función de su valentía. Es decir, si su vida no está acompañada por el miedo a la muerte violenta, la necesidad de pactar no revestirá la perentoriedad que sí presenta para los otros. Pensemos en un personaje literario como el Quijote. El Quijote no está capacitado para percibir la atrocidad de la violencia. Hombres como él, cuya valentía no condesciende ante nada, que desconocen la amenaza y el temor a la muerte, son, nos diría Hobbes, sediciosamente peligrosos. El caso del Quijote es paradigmático. Las dos vías apuntadas arriba están obliteradas. Su extrema temeridad y su sinrazón lo ponen fuera de todo pacto posible. Está condenado al ostracismo, a deambular por los márgenes de la sociedad.

Vemos entonces que la República no se conforma por una inclinación natural de los individuos a la vida en común tal como ocurre en los restantes animales llamados políticos; lo que prevalece es la búsqueda del beneficio personal, llámese seguridad, comodidad, bienestar, etc. Solamente por necesidad se convierte el hombre en un animal político. Esto es un caso particular, seguramente el más relevante, de la idea general ya mencionada de que toda acción tiene como finalidad el beneficio de quien la realiza. El hombre no propende de suyo a la convivencia pacífica, a lo colectivo, a lo universal. Si no existieran los miedos, dice Hobbes, los hombres tratarían sin duda de dominarse unos a los otros y por nada aceptarían pactar. La sociedad es un artificio y comporta en cierta manera un acto de violencia, de ruptura. Por ello es indispensable un poder coercitivo que obligue a los súbditos o ciudadanos a observar las leyes. Al respecto dice Hobbes: «sin la espada, los pactos no son sino palabras». En los animales como las abejas, las hormigas, etc. nunca se da el antagonismo entre lo particular y lo universal, entre el interés del individuo y el de la especie. Por tanto, ante tal imposibilidad se torna obsoleto un poder irresistible que obligue. La armonía va de suyo.

Hobbes, a diferencia de Platón, por ejemplo, nunca pretendió fundar ese orden social a partir de un determinado orden natural: aquél es una convención y no encarna una disposición pre-establecida; no existe un telos o meta-fin natural en vistas al cual se deba organizar la sociedad. Sin embargo, no podemos inferir, como ya adelantamos, que la arbitrariedad allane el camino a la desobediencia. En efecto, arbitrario significa en este contexto, que lo justo, lo honesto, lo bueno coinciden con la ley civil, con el derecho positivo, que es histórico, contingente. Los hombres al pactar han constituido una voluntad única, una nueva persona jurídica y cada uno es co-autor de las decisiones de ella. El soberano es el actor que representa lo que los contratantes, los autores, han escrito. Es una opinión sediciosa, subversiva la que sostiene que lo que el soberano quiere, puede, no obstante, no quererlo el súbdito. En la República no hay más que una sola voluntad. Arrogarse el derecho de no coincidir con el soberano en determinadas decisiones es desconocer la esencia misma de él, a saber, la de ser árbitro terminus ultimus en toda controversia. Si en Platón la injusticia consiste en no obedecer la disposición natural de cada individuo y de cada clase, en Hobbes, en cambio, la injusticia es simplemente lo ilegal. Es decir, en Platón injusto es actuar contra-natura y en Hobbes contra la ley civil”.

Miedo y Sociedad Civil

“Cabe preguntarse ahora qué papel juega el miedo una vez superado el estado de mutua agresión originaria; o sea, si el miedo subsistirá o no una vez establecida la sociedad civil.

En principio el soberano debería estar en condiciones de garantizar la vida, la salud y cierta felicidad a sus súbditos y, por añadidura, éstos no deberían sentirse amenazados por los otros. Hobbes reconoce que siempre se conservará un ápice de ese temor, pero, de todas maneras, ese resabio de miedo pre-civil no será suficiente para hacer de la convivencia algo humanamente insoportable. Quizás continuaremos echándole el cerrojo a las puertas al irnos a dormir, quizás cargaremos las espadas al emprender un viaje, pero este proceder será menos indicativo de una desconfianza hacia el otro que de un hábito que se resiste a ser modificado. Con todo, ya no podré invocar el miedo como justificativo de mis agresiones a los otros. Es decir, al existir un soberano que detenta la espada de la justicia, que tiene la potestad de castigar cualesquiera ofensas, a los súbditos les está prohibido atacarse ante la sospecha de una agresión, si es que disponían de tiempo y los recursos para acudir al soberano. Es una ley de la naturaleza que todos los hombres tienen la obligación de defenderse a sí mismos, y que ningún medio es exagerado para este fin, aún en el marco de una sociedad; pero es un crimen, pudiendo no hacerlo, eludir al soberano como instancia de regulación, de arbitraje o de castigo. La mera sospecha ya no es suficiente. Caso contrario, se vuelve al estado de guerra de todos contra todos.

Ahora bien, concediendo que bajo la protección del soberano el temor al otro desaparece por completo, no por ello se desvanecen todos los temores. El hombre hobbesiano es por esencia miedoso, antes que malvado o, incluso, egoísta. Ante la autoridad casi divina del soberano surge el miedo al castigo legal, a la espada. Podríamos aventurar que el miedo al castigo es el subrogado del miedo al otro propio del estado de naturaleza. El miedo inhibe y no desaparece jamás. En esto Hobbes se aproxima a Maquiavelo, quien sostenía que las relaciones entre el príncipe y sus súbditos debían erigirse sobre el temor y no sobre el amor o el odio, pues aquél se sustenta en el miedo al castigo y en última instancia en el miedo a la muerte. El miedo nos impulsa al contrato social y luego nos impide salirnos de él; en otras palabras, por miedo pactamos y nos subordinamos a un poder absoluto, pero también por miedo permanecemos en la observancia de la ley”.

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