Por Hernán Andrés Kruse.-

El término “individualismo” provoca rechazo en muchas personas porque lo asocian con el más crudo “egoísmo”. Ser individualista es, pues, sinónimo de ser egoísta. Los intelectuales del siglo XVIII empleaban los términos “egoísmo” e “intereses egoístas” para aludir a una actitud moral muy difundida en aquel entonces. Ahora bien, estos términos, remarca Hayek, no hacían referencia al egoísmo entendido comúnmente como el pensar exclusivamente en los propios intereses individuales. Hay un hecho intelectual indiscutible, imposible de ser alterado por el hombre: la limitación del conocimiento humano, la imposibilidad del hombre de conocer todo lo que acontece en la sociedad, cuáles son todos los intereses de los demás hombres que conviven con él. En efecto, el hombre sólo puede conocer apenas una pequeña parte de la sociedad y los efectos inmediatos de sus acciones. El hombre, a través de su inteligencia, únicamente puede conocer y comprender los hechos de su propio y específico ámbito de intimidad (su familia y sus amigos). “Sea él completamente egoísta o el más perfecto altruísta, las necesidades humanas por las cuales alcanza efectivamente a interesarse son un fracción casi insignificante de las de todos los miembros de la sociedad”, sostiene el intelectual austríaco. Muchos suponen que todo hombre sabe mejor que ningún otro cuáles son sus intereses. Falso, sentencia Hayek. En realidad, nadie está en condiciones de establecer quién sabe mejor cuáles son sus intereses, constituyendo el mejor modo de averiguarlo la existencia de un proceso social que permita a todos los hombres poner a prueba sus respectivas capacidades. Lo fundamental es partir de un hecho incontrastable: los dotes y las habilidades humanas son infinitos y la consiguiente imposibilidad intelectual de cada ser humano de conocer todo lo que acontece en la sociedad. Dice Hayek: “la Razón humana, con R mayúscula, no existe en singular, como dada o disponible para cualquier persona particular, del modo en que el enfoque racionalista parece suponerlo, sino que debe ser concebido como un proceso interpersonal en el que la contribución de cualquiera es puesta a prueba y corregida”. Los hombres pueden ser tratados con igualdad porque son profundamente desiguales. Si hubiera una igualdad absoluta en cuanto a inteligencia y aptitudes, habría que tratarlos de manera desigual para configurar algún tipo de organización social. Como los hombres son desiguales no es necesario contar con una autoridad central que decida, de manera arbitraria, qué funciones le corresponden a cada uno. Una sociedad libre se rige por un sistema normativo general dejando a cada persona encontrar su nivel. No es lo mismo tratar a los hombres con igualdad y pretender hacerlos iguales, masificarlos. Aquí Hayek cita a uno de sus autores predilectos, Alexis de Tocqueville, quien señaló que tratar de hacer iguales a los hombres implicaba “una nueva forma de servidumbre”.

El verdadero individualismo exige una estricta limitación de todo poder coercitivo o exclusivo. Ahora bien, el individualismo se opone al empleo de la coerción para lograr una organización o asociación, pero no se opone a la asociación en sí misma. Para el individualista las personas que colaboran entre sí libre y espontáneamente son más eficaces que una autoridad centralizada a la hora de trabajar en pos del bien de la sociedad. El individualista defiende con entusiasmo la colaboración voluntaria, siempre que no degenere en coerción hacia otras personas o conduzca a la asunción de poderes ilimitados. Esta concepción no tiene vínculo alguno con la filosofía anarquista, que no es más, según Hayek, que un derivado del individualismo racionalista. El genuino individualismo reconoce la necesidad del poder coercitivo, pero reclama la necesidad de limitarlo.

Donde impera el verdadero individualismo los hombres aceptan la existencia, como bien expresa Locke, de “una regla fija bajo la cual vivir, común a todos los que integran esa sociedad”. Una sociedad individualista se rige por una serie de reglas que habilitan a sus miembros para distinguir aquello que es de ellos y aquello que es de los otros, y por medio de las cuales cada hombre está en condiciones de averiguar aquello que es propio de su ámbito de intimidad y aquello que es de la esfera de responsabilidad de los demás. He aquí, en esencia, el gobierno de las leyes. Este gobierno tiene como objetivo fundamental informar a cada hombre lo que le corresponde hacer dentro de su esfera de responsabilidad, diferenciándose de aquel gobierno que se basa en las órdenes impartidas por la autoridad centralizada que obliga a los hombres a obedecerlas. Sin embargo, se queja Hayek, ese contraste fundamental entre ambos gobiernos se ha tornado confuso, lo que obliga a examinar la cuestión con más detalle. Lo fundamental es distinguir entre la libertad bajo la ley y el empleo de la maquinaria parlamentaria para abolir la libertad, sea en democracia o en dictadura. Dice Hayek: “El punto esencial no es la existencia de alguna especie de principio rector detrás de las acciones de gobierno sino que éste debería limitarse a obtener que los individuos observen principios conocidos por ellos y a los cuales puedan tomar en cuenta en sus decisiones. Ello significa que lo que el individuo puede o no hacer, o lo que él puede esperar que los demás hagan o no, debe depender no de algunas consecuencias indirectas y remotas de sus acciones, sino de circunstancias inmediatas rápidamente reconocibles que pueda estar obligado a conocer” (…) “El principio más general sobre el cual un sistema individualista se basa, es el de utilizar la aceptación universal de los principios generales como medio para crear el orden en los asuntos sociales” (…) “Nuestro sometimiento a principios generales es necesario, porque no podemos guiarnos en nuestra acción práctica por un conocimiento completo y evaluación de todas las consecuencias. Mientras los hombres no sean omniscientes, la única manera en que la libertad puede ser dada al individuo es por medio de las reglas generales que delimiten la esfera de su decisión”.

En una sociedad regida por los principios del verdadero individualismo el Estado ocupa un lugar secundario dentro del amplio marco de la sociedad, con lo cual debe limitarse a proveer un marco dentro del cual los hombres puedan colaborar libremente en la consecución de sus metas. Lejos de considerar, como lo hace el individualismo racionalista, que las únicas realidades existentes son el Estado centralizado y los individuos, las convenciones espontáneas de relación social favorecen las condiciones que permiten a los hombres vivir en paz. Para el falso individualismo, surgido con la Revolución Francesa, los organismos y asociaciones intermedias deben ser suprimidos sistemáticamente. Por otro lado, el hombre, cuando decide participar en procesos sociales, debe someterse a convenciones no impuestas por la autoridad central. Dice Hayek: “Tan importante para el funcionamiento de una sociedad individualista como estas agrupaciones más pequeñas de hombres, son las tradiciones y convenciones que se desarrollan en la sociedad libre, las cuales, sin ser obligatorias, establecen reglas flexibles, aunque cumplidas normalmente, que hacen previsible en alto grado la conducta de otras personas”.

El falso individualismo es partidario de una sociedad regida por una planificación emanada de un poder centralizado. Planificación es, por ende, sinónimo de un gobierno central todopoderoso que nada deja librado al azar. En una sociedad de esta índole todo está previsto y controlado por una suerte de gran legislador que se considera capaz de solucionar los problemas a cada hombre de la que forma parte. La organización centralizada transforma a los hombres en unidades intercambiables sin otra relación definida o duradera que la estipulada por dicha organización. Al perder espontaneidad y autonomía, los hombres actúan como robots que, si se rompen, dejan de ser útiles al sistema centralizado. Organización centralizada es, pues, sinónimo de sociedad de masas. Fue en el siglo XIX cuando algunos pensadores comenzaron a preocuparse por esta tendencia a la centralización, como por ejemplo De Tocqueville y Lord Acton, quienes no ocultaban su preferencia por los países de escasas dimensiones, último refugio para los defensores de la sociedad libre. Fue el verdadero individualismo, remarca Hayek, el que se opuso férreamente al centralismo, al nacionalismo y al socialismo.

En el capítulo XII Hayek toca uno de los temas más polémicos de la ciencia política: la supuesta infalibilidad de la mayoría. El genuino individualismo es un ferviente partidario de la democracia y destaca algo primordial: los ideales de la democracia emergen de los principios vertebradores del individualismo. Sin embargo, no acepta la común creencia que sostiene que la mayoría siempre tiene razón y que, por ende, sus decisiones son siempre inapelables. Es inconcebible suponer que el poder absoluto que pueda eventualmente surgir de una mayoría goce de la misma legitimidad que un poder respetuoso de las libertades y derechos individuales. El verdadero individualismo considera que el comportamiento de los gobernantes debe estar limitado por un sistema normativo aceptado por la sociedad. Se opone, en consecuencia, a aquellos que consideran imprescindible aceptar como verdaderos y obligatorios los criterios de una mayoría circunstancial. “Mientras que la democracia se funda en el convencimiento de que la opinión de la mayoría decide sobre la acción común, ello no significa que lo que hoy día es la opinión de la mayoría debería convertirse en el punto de vista generalmente aceptado, aun si eso fuera necesario para lograr los fines de la mayoría. Por lo contrario, la total justificación de la democracia descansa sobre el hecho de que lo que hoy es el punto de vista de una pequeña minoría puede convertirse, con el correr del tiempo, en el de la mayoría”, remarca Hayek. Y cita una vez más a su admirado Acton: “El verdadero principio democrático según el cual nadie tendrá poder sobre la gente, se ha tomado en el sentido de que nadie podrá limitar o eludir su poder. El verdadero principio democrático, según el cual no se le hará hacer a la gente lo que a ella no le gusta hacer, se ha tomado en el sentido de que nunca se le exigirá tolerar lo que no le guste. El verdadero principio democrático, según el cual todos los hombres estarán tan sin trabas como sea posible, vendrá a significar que la libre voluntad de la colectividad no tendrá ninguna especie de trabas” (“The History of Freedom”).

Hayek concluye su análisis del verdadero individualismo en contraposición con el falso individualismo, de la siguiente manera: “la actitud fundamental del auténtico individualismo es de humildad hacia los procesos mediante los cuales la humanidad ha logrado cosas no ideadas o comprendidas por ningún individuo y son en efecto más grandes que las mentes individuales. La gran cuestión en este momento es la de si se permitirá a la inteligencia del hombre continuar su desarrollo como parte de este proceso o si la razón humana se ha de colocar cadenas de su propia fabricación. El individualismo nos enseña que la sociedad es más grande que el individuo, únicamente en la medida que alcance libertad. En tanto se la mantenga controlada o dirigida, tiene los límites de las mentes individuales que la controlan y dirigen. Si la soberbia de la mente moderna, incapaz de respetar nada que no sea controlado conscientemente por la razón individual, no aprende a tiempo dónde detenerse, podemos estar seguros, como Edmund Burke advirtió, de que todas las cosas que nos rodean se reducirán gradualmente hasta el punto de que al fin las más atractivas habrán adoptado las escasas dimensiones de nuestra capacidad mental”.

La pregunta que uno está tentado a formular luego de leer el ensayo de Hayek es muy predecible: ¿puede la sociedad argentina algún día regirse por los códigos del verdadero individualismo? La respuesta es un NO rotundo. La sociedad argentina posee desde sus orígenes una característica fundamental: su tendencia a esperar todo del gobernante de turno. Siempre fuimos una democracia delegativa (O’Donnell). Nuestra cultura política fue desde sus orígenes “caudillista”. Siempre hemos sentido una fatal atracción por los liderazgos carismáticos (Weber). El verdadero individualismo es la antítesis de la cultura política caudillista. Su piedra basal es la confianza en las aptitudes de cada miembro de la sociedad. Enarbola las banderas de la autonomía y la libertad responsable. La cultura política caudillista es muy similar al individualismo racional cartesiano. Sitúa al gobernante de turno en el Olimpo, como si fuese un ser tocado por alguna varita mágica para regir los destinos de su pueblo. La cultura caudillista sostiene que la sociedad actúa en relación con el caudillo como las ovejas en relación con su pastor. Los argentinos somos muy parecidos a las ovejas: siempre actuamos siguiendo las órdenes del pastor de turno (civil o militar). Para que el verdadero individualismo se inserte en nuestra sociedad es esencial que desaparezca la cultura política caudillista, lo que implica un larguísimo y profundo proceso educativo que no creo que la clase dirigente esté dispuesta a ejecutar. Porque cuanto menos piensen los pueblos más fáciles son de ser engañados y manipulados.

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