Por Jorge Raventos.-

La candidatura presidencial de Sergio Massa en la coalición oficialista y la relativa declinación de la corriente que encarna Javier Milei han modificado sustancialmente el panorama y las expectativas electorales que un mes atrás parecían consolidados. “Es una elección de tercios”, vaticinaban entonces los analistas y también actores políticos como Cristina Kirchner, que transmitía su preocupación ante la posibilidad de que su fuerza quedara en tercer lugar y fuera del balotaje.

El declive de Milei atenuó su condición de “tercio” (las encuestas hoy lo ubican en un 20 por ciento, quizás menos) y permitió que se restableciera un paisaje de polarización (atenuada). Al mismo tiempo, la candidatura de Massa devolvió competitividad al oficialismo y cambió los desafíos que debe afrontar la oposición: si Milei mordía el capital electoral de Juntos por el Cambio desde la derecha, ahora Massa le disputa el voto moderado.

En rigor, estos cambios en la superficie electoral están reforzados por una tendencia de fondo que los precede y de la que ellos son una manifestación. Esa tendencia es la reconfiguración del sistema político que, aunque recupera rasgos de polarización electoral tiende a apartarse de la lógica de la grieta y la confrontación para deslizarse a una perspectiva de convergencias y cooperación.

El amague de coincidencia electoral que protagonizaron el gobernador cordobés Juan Schiaretti y la mayoría de los componentes de Juntos por el Cambio (desde Rodríguez Larreta a Pichetto, pasando por Gerardo Morales y Carrió) fue una señal en ese sentido. Otra, no menos significativa, es que la mayoría de los candidatos de mayor relevancia se ubican en el centro del espectro político y podrían hasta suscribir al menos media docena de puntos programáticos (pro-mercado, respaldo a las actividades productivas competitivas y exportadoras, apertura comercial, etc.).

La otra cara de la reconfiguración del sistema político es el paulatino debilitamiento del kirchnerismo, que ya no está en condiciones de hegemonizar al oficialismo y que tiende a replegarse a la condición de una fuerza principalmente conurbana, limitada y aislada por su anacronismo programático.

La lógica tradicional del poder kirchnerista era centralista y hegemónica. Se basaba en el mando indiscutido de un círculo doméstico. Esa etapa ha cesado.

El poder menguante de la vicepresidenta ya la había forzado en 2019 a abstenerse de una candidatura propia, aunque todavía le permitió entonces elegir un candidato de reemplazo (y así impuso vía tweet el nombre de Alberto Fernández). Cuatro años más tarde ya no está en condiciones repetir esa operación y debió replegar al candidato que había señalado para admitir la candidatura de Sergio Massa.

Esta candidatura desarticuló jugadas que, desde rincones opuestos del ring, habían urdido Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Ella había pedido que la candidatura proyectara a un “hijo de la generación diezmada” y había indicado a Eduardo Wado De Pedro, fundador de la organización Hijos y uno de los pocos que acompañan a Máximo Kirchner en el vértice de La Cámpora. Fernández, por su parte, había convertido la realización de unas PASO competitivas en el oficialismo en una bandera de principios. Por el hueco que ayudó a generar esa excepcional intransigencia presidencial penetró la precandidatura de Daniel Scioli, que insistió en su voluntad de participar en la interna.

Desde las provincias (y, a través de ellas, de los municipios y el movimiento obrero) surgió un doble rechazo: a esa competencia interna (que los gobernadores consideraron imprudente e inoportuna en las actuales circunstancias) y a la candidatura de De Pedro, que ni siquiera consiguió mantenerse en pie apuntalada por la posibilidad de que Juan Manzur, con los laureles del triunfo electoral en Tucumán, lo acompañara como vice. Los gobernadores (y los otros factores de poder peronistas) consideraron que la fórmula de De Pedro era la antesala de una derrota bochornosa, reclamaron una fórmula de unidad que tuviera potencia y propusieron a Sergio Massa.

Así Massa no llegó a la candidatura por elección de la vicepresidenta, sino de los gobernadores, convertidos en voz del peronismo profundo. Una voz que demuestra más alcance que la de la jefa del kirchnerismo.

Que los gobernadores hayan exhibido su fuerza discreta y desbarataran las jugadas del Presidente y de la vice tal vez salvó a De Pedro de una eventual derrota ante Scioli, quien en muchas encuestas aparecía a la par de él o incluso superándolo. Lo principal es que evitó al oficialismo una caída catastrófica y lo dotó en cambio de una competitividad de la que carecía hasta ese momento.

El crepúsculo del kirchnerismo se observa en otros detalles. Aunque Scioli fue empujado fuera de la competencia, la señora de Kirchner habilitó como nunca lo había hecho durante su época de dominio las primeras internas propias. Se trata, si se quiere, de una primaria de fantasía, en la que Juan Grabois se ofrece como alternativa a Massa y es, más que nada, un intento de contener a sectores de la izquierda K a los que les resulta extremadamente trabajoso digerir la candidatura de Massa pues lo consideran, con razón, el motor de los acuerdos con el FMI y la corporización de un proyecto que ellos rechazan. Algunos de esos sectores ya adelantaron que no votarían por Massa. Para Claudio Lozano, referente de uno de los partidos que integran Unión por la Patria (UP), esa candidatura “violenta todas las convicciones de la gran mayoría de los que acompañábamos la esperanza de Unión por la Patria (…) Unión por la Patria desapareció”.

Juan Grabois, que también había anticipado que no militaría por la candidatura de Massa, consiguió de la vice y de La Cámpora la patente para colarse en la interna de Unión por la Patria. Se le facilitaron los avales que se le habían retaceado a Scioli y se le permite completar la boleta con los candidatos a cargos no ejecutivos de la boleta principal (la de Massa). Grabois contribuye de ese modo a mantener dentro del caudal general de UP (al menos en las PASO) a un porcentaje de votantes disconformes. Habrá que ver si quiere y puede repetir esa gestión en la elección general o si una fracción significativa de ese electorado se desvía hacia la izquierda trotskista o expresa su disgusto por la vía de la abstención o el voto en blanco. La señora, en cualquier caso, para contener a sus seguidores más extremos, ha tenido que habilitar una interna.

Otro detalle del cambio de situación, confesado por la propia señora: ella reveló que, cuando la candidatura de Scioli seguía en pie, «algunos me sugerían que le hablara a Daniel. Pero -sostuvo- ni con una 45 en la cabeza me hacían hablarle a nadie para subirlo o bajarlo, yo respeto las decisiones de cada persona. Es la responsabilidad de cada militante y dirigente».

Esa contención es ya novedosa, producto menos de la sabiduría que de la resignación a su debilidad. La frase tiene además su miga: aunque sólo menciona por su nombre a Scioli, al subrayar su negativa a “hablarle a nadie para subirlo o bajarlo” probablemente se estaba refiriendo a que tampoco quiso pedirle a Axel Kicillof que fuera candidato a presidente (“subirlo”), como le insistía , entre otros, su hijo Máximo. Como la zorra de la fábula, prefirió no esforzarse por aquello que no se veía en condiciones de conseguir. Kicillof se resistía a dejar la zona de confort de la candidatura bonaerense, donde no hay que atravesar la encrucijada de una segunda vuelta, pues se gana por mayoría simple.

Hay que señalar que, aun en este proceso de repliegue del kirchnerismo, la señora de Kirchner sigue siendo un punto de referencia, así sea para desobedecerla. El kirchnerismo se ha encogido significativamente como fuerza nacional y busca concentrarse en su bastión del conurbano bonaerense, desde donde imagina resistir el reflujo de su hegemonía y articular los remanentes de su poder pasado que sobrevivan en el Congreso o en algunas provincias.

La señora se prepara para esa resistencia. Haciendo de la necesidad virtud, aprovecha el veto de los gobernadores y el peronismo profundo para dejar en claro ante sus propios seguidores que el candidato que ella quería no era Massa sino De Pedro, y se dispone a adoptar una posición de apoyo crítico en el caso -para ella sumamente improbable- de que la fórmula de UP alcanzara el triunfo en el ballotage de noviembre.

No se le escapa que, incluso en el caso de una derrota digna, la figura de Massa, que ha demostrado capacidad para conseguir apoyos internos e internacionales que lo sostienen, adquirirá progresiva autonomía y fuerza en el ciclo venidero. Y que parece mejor preparado que ella, exiliada del sistema, para jugar un rol en una nueva configuración.

Desde su crucial papel de Ministro de Economía, Massa tiene que impulsar, mientras hace campaña, un proceso de achicamiento de la inflación (la de junio, dicen, será al menos un punto más baja que la de mayo) y una recuperación de reservas, en primera instancia con una buena negociación con el FMI, para llegar sin sacudones graves a la elección.

La otra tarea es mantener bien atada la unidad que logró la iniciativa de los gobernadores. El oficialismo ha conseguido contener a quienes fueron más perjudicados por ese proceso y exhibir disciplinadamente una unidad operativa que provoca la envidia de la vereda de enfrente. Siempre se puede apelar al verso de Borges y argumentar que lo que los une no es el amor sino el espanto, pero a los efectos de afrontar el extenso proceso electoral simular orden es preferible a sincerar los sentimientos. Al fin y al cabo, la política siempre es una manifestación escénica.

La incorporación de Scioli y de Julián Domínguez a los equipos del ministro de Economía es, sin embargo, más que jueguito para la tribuna. Scioli es un aporte para el importantísimo vínculo con Brasil y Domínguez tiene la misión trabajar acuerdos entre el empresariado y el movimiento obrero.

Los mercados parecen anticiparse a los cambios de configuración del sistema político y los acompañan con buenas expectativas: el aumento de las acciones y bonos argentinos es una señal inequívoca.

Aunque numerosos observadores y analistas económicos coinciden en que el país tiene por delante un período (hasta el último trimestre) problemático, empieza a manifestarse un interés significativo por la Argentina de parte de la inversión externa. Ya hay pruebas de ello en varios campos, por caso, el energético. Argentina está a punto de inaugurar (en tiempo récord) el gasoducto Néstor Kirchner que en una fase posterior terminará canalizando gas hasta San Pablo.

Lo que explica la prometedora disposición de los inversores es la madurada convicción de que en un plazo relativamente corto se modifica el contexto político y se empieza a consolidar prácticamente un nuevo consenso.

Sumado esto al hecho de que el país presenta costos relativamente bajos en términos globales para oportunidades económicas de enorme potencialidad, que madurarán explosivamente tan pronto el país se muestre dispuesto a navegar en el sentido de las corrientes centrales del mundo, y no a contramano de ellas.

Esa expectativa se apoya, de fondo, en lo que parece la apertura un nuevo ciclo de crecimiento del país, sostenido en principio por la competitividad de su sector agroalimentario y el financiamiento externo, así como en un incipiente consenso que se insinúa a partir de definiciones de los candidatos.

En los años kirchneristas la buena noticia de que el país es una potencia agroalimentaria era juzgada como una suerte de maldición. La soja era considerada “un yuyo” que condenaba a la Argentina a la “reprimarización” económica y no como una ventaja competitiva que nos abría la puerta a ulteriores pasos productivos y de agregado de valor. El crédito internacional se consideraba otra desventura.

Con el conocimiento de que la Argentina no sólo alberga vigor agroalimentario sino también enormes recursos en materia de combustibles no convencionales (los segundos del mundo), minerales tradicionales y litio (esencial para el desarrollo de la nueva generación de vehículos híbridos), hoy parece abrirse paso la necesidad de un proyecto estratégico consensuado que enmarque su explotación y emplee esas ventajas para integrar y desarrollar el país.

Los recursos a disposición y la composición de fuerzas del sistema político que tiende a configurar sugieren una resultante capaz de integrar la apertura al mundo, consolidar un Estado fuerte e inteligente que no sea una carga sino un motor para el fortalecimiento de la producción nacional, una estrategia de integración nacional y consolidación del federalismo con dimensión social que incluya una acción vigorosa para incorporar a los sectores más postergados y marginalizados: el conurbano bonaerense y los conurbanos interiores.

La atmósfera social condensada en opinión pública ha establecido ya pisos exigentes en otras materias sensibles, como derechos humanos y rechazo a la corrupción.

La grieta confrontativa, sus protagonistas y particularmente la concepción anacrónica que representó el kirchnerismo marchan hacia un progresivo aislamiento.

La señora de Kirchner queda exiliada del nuevo sistema, mientras el peronismo profundo, los gobernadores y el movimiento obrero, exhiben la voluntad de trabajar en la lógica del nuevo sistema político como condición para, simultáneamente, reconstruir la identidad del peronismo, actualizar su agenda y recuperar niveles de confianza social que el ciclo que concluye le hizo extraviar.

Paralelamente, la coalición opositora manifiesta las tensiones del cambio de ciclo. Hace seis meses Juntos por el Cambio daba por segura su victoria en una pelea fácil con un kirchnerismo en decadencia. Sin embargo, las mutaciones que se han ido produciendo (declinación de Milei, emergencia de la candidatura de Massa) modificaron esas seguridades. Contribuyó a ello el clima de confrontación que por momentos parece convertir a la coalición en una joint venture entre Montescos y Capuletos.

Con el tono apodíctico que la caracteriza, Elisa Carrió lo describió así: «Hay dos espacios en Juntos por el Cambio, uno que quiere permanecer en el centro, que no quiere los extremos ni comprarse la destrucción total de algunos principios en función de tener votos, quiere quedarse en el centro y preservar un espacio liberal en lo político amplio, la constitución, el orden desde la Justicia», mientras que el otro sector, apalancado por Mauricio Macri, “se ha corrido a un espacio más cercano al de Milei. Macri lo dijo expresamente, ‘nosotros queremos ganar para hacer una alianza con Milei'».

La líder de Coalición Cívica toma enorme distancia de ese ultraliberalismo, que, según ella, «va por un ajuste muy brutal sobre las clases medias en cuatro meses y tiene una noción de orden que no proviene ni de la justicia, ni de la república”, sino que consiste en que “hay que reprimir hasta matar, si es necesario».

En Juntos se manifiesta no únicamente una batalla de egos -que por cierto está presente- sino divergencias que por ahora se pintan como diferencias sobre “el cómo” del cambio que promete la razón social, pero que en rigor parecen ir más allá de eso. Horacio Rodríguez Larreta incluyó al modelo de Macri entre los que han fracasado por enfocarse en la demonización del adversario, el lenguaje agresivo, antinomias, peleas, el que no piensa como yo es el enemigo, hay que matarlo, que el gobierno que venga tiene que empezar de cero: “ese modelo fracasó”. El, en cambio, propone “construir una nueva mayoría, para poder hacer cambios que se mantengan en el tiempo”.

Patricia Bullrich le respondió y, paradójicamente, al hacerlo confirmó el juicio de su contrincante. Lo definió como “ventajero y oportunista” y le atribuyó “una enorme bajeza moral, oportunismo y falta de ética”. Larreta está procurando mostrar que la primaria de Juntos por el Cambio, además de su puja con la Bullrich, incluye como bonus-track pasar a cuarteles de invierno a Mauricio Macri, que renunció a ser candidato pero participa activamente en el bando de los halcones y busca ser el gran influencer de la derecha.

La posibilidad de una victoria en octubre/noviembre es por el momento un poderoso freno a las tentaciones rupturistas, pero no habría que descartar que se desarrollen después de las citas electorales. Algunas señales ya son visibles: la senadora Carolina Losada, precandidata a la gobernación de Santa Fe por el sector de Patricia Bullrich, anticipó al diario La Nación que ella no acompañará a su principal rival, Maximiliano Pullaro, en caso de que éste gane, ni aceptará su acompañamiento si la que triunfa es ella. “Yo no voy a estar con una persona con la que tenga diferencias éticas y morales”, disparó. Y extendió las diferencias al referente nacional de Pullaro, Martín Lousteau.

La regla del juego de una elección (interna o general) reside en competir y aceptar el veredicto de las urnas. La actitud de no reconocer la eventual victoria del adversario parece cundir. En la elección general cordobesa, Luis Juez no aceptó aún su derrota ante Martín Llaryora, que lo superó por tres puntos (unos 60.000 votos). Atrincherado en una prosa virulenta, calificó de “bandidos” a los peronistas de Schiaretti y Llaryora y los acusó de haber repartido “colchones, frazadas, subsidios, plata. A los discapacitados, un bono de 160 mil pesos y droga”.

No admitir la propia derrota no es precisamente una virtud republicana. La prensa del mundo cuestionó la negativa de Bolsonaro a admitir públicamente la victoria de Lula (por menos de dos puntos) en octubre del año pasado y muchos compararon ese gesto con la actitud de Cristina Kirchner cuando en 2015 eludió transmitir a Macri los atributos de la presidencia. Ahora Losada adelanta una actitud análoga en la propia interna opositora.

Por eso es lícito preguntarse sobre qué plataforma y sobre qué valores podrá asentarse la unidad de una fuerza con esas actitudes y con las divergencias que ha descripto Elisa Carrió?

Estas tensiones también forman parte del proceso de recomposición del sistema político, cuya lógica interna no es, sin embargo, la confrontación sino el diálogo y la convergencia.

Y en paralelo, con cuya consolidación se producen el ocaso del kirchnerismo y el de sus sombras del otro lado de la grieta.

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