Por Pascual Albanese.-

El título que hemos elegido para nuestro encuentro de hoy es “El ocaso del kirchnerismo”. El término “ocaso” requiere una precisión semántica. En términos del Diccionario de la Lengua, “ocaso” no significa “muerte”, sino “decadencia, declinación, acabamiento”. Los manuales explican que “el ocaso es el atardecer o el anochecer, el momento en que el Sol se pone se oculta o desaparece en el horizonte. Esto ocurre por efecto de la rotación de la Tierra. Por lo tanto, el Sol no desaparece sino que atraviesa el horizonte pasando de la zona visible a la zona no visible del hemisferio”. Es como la Luna en cuarto menguante.

No se trata entonces de proclamar la extinción del “kirchnerismo” como corriente política, ni mucho menos. Sin duda sobrevivirá en nuevas condiciones, tal vez desde el gobierno de la provincia de Buenos Aires. Lo cualitativamente importante es su desaparición como una alternativa de gobierno para la Argentina. El símbolo inequívoco de esa constatación es la candidatura presidencial de Sergio Massa, que para el “kirchnerismo” supone, precisamente, ese tránsito desde la zona visible y hacia la no visible del hemisferio del poder. También resulta significativo que uno de sus frustrados competidores haya sido Daniel Scioli, un ejemplo de pragmatismo, nacido a la política de la mano de Carlos Menem en la década del 90, y que poco tiene que ver con la visión ideológica del kirchnerismo. La figura del gobernador de Tucumán, Juan Manzur, frustrado candidato a la presidencia, respondía a esa misma especie. El Ministro del Interior, Wado de Pedro, candidato durante apenas 36 horas, había sido nominado precisamente por ser el menos irritativo de los dirigentes de La Cámpora.

Lo cierto es que la Argentina asiste a algo mucho más importante que a un cambio de gobierno. Es un cambio de ciclo. Finaliza una etapa histórica de veinte años, inaugurada por Néstor Kirchner en 2003, en vísperas de cumplirse veinte años de la restauración de la democracia, cuando la política argentina estaba signada por el bipartidismo y la alternancia en el gobierno entre el peronismo y el radicalismo.

Ahora, veinte años después y a cuarenta años de la asunción de Raúl Alfonsín, comienza un nuevo ciclo, cuyos contornos se empiezan a dibujar difusamente en el horizonte, aunque su perfil definitivo no se avizorará siquiera en las elecciones primarias del 13 de agosto, ni en la primera vuelta electoral del 22 de octubre, ni tampoco en el previsible balotaje del 19 de noviembre, sino recién a partir de la asunción del próximo gobierno, que con una precaria base de sustentación política y en minoría parlamentaria tendrá que enfrentar una situación de emergencia económica y de aguda conflictividad social.

El dramático giro que en 36 horas provocó el abrupto retiro de la anunciada fórmula presidencial integrada por De Pedro y Manzur, y encumbró al binomio configurado por Massa, y el Jefe de Gabinete, Agustín Rossi, patentizó la descomposición del sistema de poder político instaurado en diciembre de 2019, cuyo vértice indiscutido era Cristina Kirchner, hoy en franco declive, y su expresión institucional estaba representada Alberto Fernández, actualmente transformado en una figura decorativa.

Esto explica que la vicepresidenta haya tenido que acceder a retirar la nominación de De Pedro y que Fernández se haya visto obligado a dejar en la estacada a Scioli, quien con solo amagar postularse reveló la fragilidad del armado electoral pergeñado por el “kirchnerismo” con el único objetivo de intentar sobrevivir políticamente mediante la reelección de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires. El contraste entre el tweet de Cristina Kirchner que en mayo de 2019 ungió la candidatura de Fernández y este apresurado desistimiento de la fórmula encabezada por De Pedro señala el retroceso político experimentado por la vicepresidenta en los últimos años.

Lo cierto es que tanto los gobernadores peronistas como los intendentes del conurbano bonaerense y la propia CGT coincidieron en evaluar que la dinámica incontrolable de esa eventual contienda entre De Pedro y Scioli, con la previsible victoria del primero de ambos, en virtud de la innegable gravitación electoral de Cristina Kirchner, sólo generaría más fracturas en el peronismo territorial y profundizaría la crisis interna del ex Frente de Todos.

La presión combinada de estos factores de poder interno del peronismo obligó a Cristina Kirchner a resignar la nominación de De Pedro y, lo que era obviamente muchísimo más sencillo, persuadió también a Fernández de la conveniencia de abandonar a su suerte a Scioli, a cambio de módicas concesiones para dos ministros de su confianza: el canciller Santiago Cafiero, y su colega de Desarrollo Social, Victoria Tolosa Paz, vapuleados luego públicamente por el “kirchnerismo”.

El resultado de este juego de presiones fue el ascenso de Massa, a quien los acontecimientos llevaron a dejar atrás la alternativa de apartarse de la carrera presidencial, continuar al frente del Ministerio de Economía hasta diciembre y postularse como senador nacional por la provincia de Buenos Aires, para disputar en 2024 el liderazgo de la oposición a un gobierno de Juntos por el Cambio, y lo decidieron a lanzarse a una aventura mayor hacia aquello que su personalidad avasallante concibió siempre como su destino manifiesto: la presidencia de la República. Pero lo esencial de la nominación de Massa es que, además de esa voluntad de poder, resultó el candidato de la necesidad de una coalición en crisis, carente de una mejor alternativa.

Esa conjunción entre el cambio en el curso de los acontecimientos, producto del vacío en la cúspide del oficialismo, y la voluntad de poder de una personalidad política de primer nivel como es Massa impulsó una modificación sustancial en el escenario electoral. Hasta la postulación de Massa, Juntos por el Cambio estaba exclusivamente enfrascado en la pelea interna por la definición de su fórmula presidencial. Desde entonces esa preocupación empezó a estar compartida con una prioridad política más relevante: la necesidad de asegurarse un triunfo electoral que antes se daba por descontado.

Pero la candidatura de Massa reflejó también un fenómeno mucho más profundo. Constituye el reconocimiento implícito, por parte de Cristina Kirchner, del fin del “kirchnerismo” como alternativa de gobierno. Fue la culminación de un proceso que tuvo sucesivos hitos. El primero fue en 2015 con la postulación de Scioli, una personalidad con un perfil conciliador que de ninguna manera representaba la estrategia confrontativa propia del “kirchnerismo”. El segundo fue en mayo de 2019 con aquel célebre tweet que ungió a Fernández como candidato presidencial del Frente de Todos. El tercero ocurrió en agosto de 2021, después de la derrota del oficialismo en las elecciones legislativas, con la imposibilidad de hacerse cargo del fracaso gubernamental. El cuarto, y penúltima, fue su aceptación del ascenso de Massa al Ministerio de Economía y, por lo tanto, del acuerdo suscripto con el Fondo Monetario Internacional, cuya aprobación provocó la renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque de diputados nacionales del oficialismo.

Para una amplia franja del “kirchnerismo” un eventual triunfo de Massa constituiría el prólogo de una reedición de la “patada histórica”, aquella gráfica metáfora empleada en su momento para caracterizar la ruptura entre el presidente José Figueroa Alcorta y Julio Argentino Roca y mucho más recientemente, al comenzar el ciclo kirchnerista”, de Néstor Kirchner con Eduardo Duhalde. Nadie en el peronismo imagina que Massa pueda ser una segunda edición de Fernández. Sugestivamente algo semejante sucede en el PRO con el liderazgo de Macri ante una posible victoria de Horacio Rodríguez Larreta. Nicolás Maquiavelo tiene célebres párrafos acerca de la necesidad de El Príncipe de desembarazarse de quien lo haya ungido en el poder.

Pero la paradoja derivada de esa comprobación fáctica es que ese ocaso del “kirchnerismo” desencadena, como una consecuencia inevitable, dos procesos simultáneos e interrelacionados: la crisis del “antikirchnerismo” como opción política, que impacta en Juntos por el Cambio, y la puesta en marcha de un proceso de reformulación del peronismo, que se prepara para acompañar a Cristina Kirchner hasta la puerta del cementerio político pero no a enterrarse con ella.

Esa crisis de identidad en el “antikirchnerismo” quedó explicitada en Juntos por el Cambio con la discusión suscitada por las conversaciones entre Rodríguez Larreta, y el gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti. Más allá de las argumentaciones esgrimidas a favor o contra de la incorporación de Schiaretti en la coalición opositora, lo fundamental de la controversia giró alrededor de la actitud ante el peronismo.

A esta altura vale una digresión anecdótica pero políticamente significativa. En un reportaje de Perón a la televisión francesa realizado en 1972, le preguntaron cómo visualizaba el mapa político argentino. Perón contestó: “En la Argentina hay un 40% de radicales, un 40% de conservadores, un 10% de socialistas, un 10% de demócrata progresistas y un 1% de comunistas”. Cuando el periodista le preguntó “¿y los peronistas?”, Perón respondió sonriente: “Ah, peronistas son todos”

Patricia Bullrich tiene una dilatada trayectoria en el peronismo, iniciada en la década del 70 al lado de Rodolfo Galimberti, continuada en la década del 80 como directora de la revista “JOTAPÉ” y en la década del90 como diputada nacional y funcionaria de la municipalidad de Hurlingham y el gobierno de la provincia de Buenos Aires. Rodríguez Larreta se inició en la actividad pública en 1993 como Subsecretario de inversiones Extranjeras durante la gestión de Domingo Cavallo, fue subsecretario en el Ministerio de Desarrollo Social con Ramón Ortega, de quien fue jefe de campaña en 1999, y después funcionario de Carlos Ruckauf en la provincia de Buenos Aires. Diego Santilli y Cristian Ritondo fueron destacados dirigentes del peronismo de la ciudad de buenos Aires. Miguel Ángel Pichetto tiene una dilatada y destacada trayectoria en el peronismo que es innecesario recordar. Emilio Monzó, quien hoy funciona como armador político de Bullrich en la provincia de Buenos Aires, fue intendente peronista de Carlos Tejedor y Ministro de Asuntos Agrarios de Scioli. Joaquín De la Torre, otro de los puntales de Bullrich en territorio bonaerense, fue varias veces intendente peronista de San Miguel y en 2013 puntal del lanzamiento del Frente Renovador al lado de Massa. Como suele decirse en las solicitadas, habría que agregar “y siguen las firmas”….

Si focalizamos la mirada en las elecciones provinciales, vamos a descubrir que en las elecciones del domingo pasado en San Juan, que ganó Juntos por el Cambio, el candidato fue Marcelo Orrego, nieto de un dirigente histórico del peronismo sanjuanino, hijo de un ministro del gobernador peronista Jorge Escobar y cofundador con Roberto Basualdo del Partido Producción y Trabajo, una escisión del Partido Justicialista registrada en 2003. En San Luis, donde también triunfó la oposición, el gobernador electo fue Claudio Poggi, que fue el gobernador peronista de la provincia entre 2011 y 2015, entre un mandato Adolfo y otro Alberto Rodríguez Saá. En Tucumán, donde Juntos por el Cambio perdió, el candidato a vicegobernador fue Germán Alfaro, intendente de la ciudad de Tucumán, un dirigente peronista enfrentado con la conducción partidaria y fundador del Partido Justicia Social.

En síntesis, tres de los cuatro precandidatos presidenciales que encabezan las encuestas nacieron políticamente en el peronismo: Bullrich, Rodríguez Larreta y obviamente Massa, aunque éste último militó previamente en la juventud de la UCD. El cuarto, Javier Milei, no tiene antecedentes en el peronismo, salvo haber asesorado a Scioli en la campaña presidencial de 2015, pero es el único que reivindica a capa y espada al gobierno de Carlos Menem. Para corregir la humorada de Perón de 1972 podría decirse hoy que si bien no todos los argentinos son peronistas el peronismo está presente en todos los rincones de la política argentina. En Santa Cruz, donde rige la Ley de Lemas, la coalición opositora tiene como principal candidato a Claudio Vidal, dirigente peronista del gremio petrolero y fundador del Partido SER, enfrentado en el “kirchnerismo” en su propia cuna.

Más allá de la discusión y el chicaneo entre Bullrich y Rodríguez Larreta, es absolutamente previsible que el gobierno que asuma el próximo 10 diciembre tendrá que tejer acuerdos políticos entre los diferentes sectores internos de la heterogénea coalición triunfante, sea cual fuere. También naturalmente con la oposición, con un Parlamento donde el oficialismo seguramente estará en minoría. Pero en la polarización existente hoy en Juntos por el Cambio es evidente que Rodríguez Larreta asume la bandera de la negociación con el peronismo, a fin de garantizar la viabilidad de las reformas económicas y su continuidad en el tiempo. Bullrich, en cambio, enarbola la consigna de “ir rápido y a fondo”, aún a riesgo de un escenario de ingobernabilidad.

Todo indica que en esa dicotomía Bullrich cuenta con el apoyo cada vez más abierto de Mauricio Macri y arrastra a la mayoría del electorado tradicional del PRO. Esto obligó a Rodríguez Larreta, puesto en minoría dentro de su propio partido, a esmerarse por conseguir el respaldo de la mayoría del radicalismo, de un sector del peronismo “anti K” y también de la Coalición Cívica que lidera Elisa Carrió.

Juntos por el Cambio está obligado a dilucidar en las próximas elecciones primarias el futuro perfil de la coalición y el contenido de su hipotético futuro gobierno. El peronismo recién podrá afrontar ese desafío una vez conocido y asimilado el veredicto de las urnas. No obstante, la candidatura de Massa supone una anticipación del rumbo estratégico de la etapa del “post-kirchnerismo”. Será inevitablemente un peronismo “pro-mercado”, que dejará atrás la visión “estado-céntrica” de la “era K”.

En esta nueva etapa el peronismo atravesará también un proceso de reconfiguración de su horizonte directivo, cuyos protagonistas podrán variar en algunos casos según los resultados electorales. En cualquier circunstancia, aun perdiendo la elección presidencial, Massa será una figura relevante en ese reacomodamiento. Si gana en la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof será la figura principal del “kirchnerismo” sobreviviente, acompañado por De Pedro y Máximo Kirchner. Pero la novedad es la aparición de Martín Llaryora, flamante gobernador de Córdoba y probable líder de una recreación del “peronismo federal”.

Esa reorientación del peronismo, anticipada con el ascenso de Massa y caracterizada periodísticamente como “neo-menemismo”, explica el cambio de expectativas de los principales actores económicos nacionales e internacionales en relación a las perspectivas futuras de la Argentina. El debate en la agenda pública no gira ya sobre la necesidad de un rumbo económico basado en una economía de mercado integrada al sistema mundial sino en todo caso sobre los tiempos y modalidades de ejecución de ese proyecto y los acuerdos políticos y sociales necesarios para viabilizarlo. Descartado el “kirchnerismo” como alternativa, ya sabemos el “qué”. Lo que discutimos ahora, y no es poco pero si mucho menos, es “quiénes” y “cómo”.

En cualquier hipótesis será necesario establecer acuerdos. El “acuerdismo” tiene hoy “mala prensa” pero es algo inherente a la política. No hay política posible sin acuerdos. Así ocurrió desde el Acuerdo de San Nicolás y el Pacto de Olivos, que originaron la Constitución Nacional de 1853 y la reforma constitucional de 1994, hasta las salidas concertadas entre el peronismo y el radicalismo para enfrentar la crisis hiperinflacionaria de 1989 y el colapso de diciembre de 2001.

Pero no hay acuerdos sin liderazgos políticos capaz de sustentarlos. En los últimos años hay dos ejemplos de grandes oportunidades desperdiciadas. El primero fue en enero de 2016, cuando Macri llevó a Massa a participar en la conferencia internacional de Davos y se abrió una perspectiva de convergencia después frustrada, a pesar de que Pichetto, entonces presidente del bloque de senadores nacionales del peronismo, planteaba la necesidad de aprovechar las circunstancias para establecer lo que llamó el Pacto del Bicentenario. Cuando Macri lo intentó, al final de su mandato, convocando a Pichetto como compañero de fórmula, era tarde. La segunda fue en marzo de 2020, en plena pandemia, cuando Fernández y Rodríguez Larreta aparecían conjuntamente en la televisión y el presidente tenía una imagen positiva de más del 60%, que se frustró por la oposición de Cristian Kirchner que lúcidamente previó que estaba cerca de ser la víctima de otra “patada histórica”, similar a la que en el nacimiento del “kirchnerismo”, Néstor Kirchner había propinado a Eduardo Duhalde.

La “patada histórica”, versión argentina de aquel consejo de Maquiavelo, tiene añejos antecedentes en nuestra historia política. El primero fue en 1906, cuando José Figueroa Alcorta desplazó del centro el poder nada menos que Julio Argentino Roca.

Lo cierto es que para consolidar su liderazgo político, indispensable para avanzar en los consensos necesarios para gobernar, gane quien gane en 2023, el presidente electo tendrá que cumplir con la máxima de Maquiavelo, ejecutada por Figueroa Alcorta y Kirchner, ya sea Rodríguez Larreta o Bullrich con Macri o Massa con Cristina Kirchner.

En el corto plazo, esa última percepción favorece precisamente el avance de las negociaciones de Massa con el FMI para la redefinición de las metas pautadas en el acuerdo suscripto por el ex ministro de Economía, Martín Guzmán. Ese clima puede facilitar una transición menos traumática hasta la asunción del nuevo presidente, a pesar de la actual desarticulación de la maquinaria gubernamental, patentizada en el hecho verdaderamente insólito de que recién el 28 de junio haya tenido lugar la primera reunión del gabinete nacional en lo que va de este año. La reunión anterior había sido siete meses antes, en noviembre de 2022. El presidente está cada vez más vaciado de poder mientras el Jefe de Gabinete, el Ministro de Economía, el Ministro del Interior, el canciller y la Ministra de Desarrollo Social están en campaña electoral. Estamos ante un gobierno virtualmente autodisuelto.

Todo esto ocurre en un escenario internacional que presenta perspectivas favorables para la Argentina, cuyo aprovechamiento permitiría eludir la opción entre el ajuste ortodoxo o el gradualismo, mediante una estrategia de desarrollo integral que genere confianza nacional e internacional e incentive a los argentinos a utilizar al menos una parte de los 400.000 millones de dólares atesorados hoy fuera del sistema financiero, atraiga inversiones extranjeras y, tal como titula su reciente libro Diego Bossio, constituya “ Una diagonal al crecimiento”.

En este contexto las elecciones son un suceso, por cierto muy importante, pero están inscriptas dentro de un proceso mucho más vasto. Estamos en una fase de descomposición que precede a una reconfiguración del sistema de fuerzas políticas. Como diría Antonio Gramsci en el tránsito entre “lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer”. Para volver al título de nuestro encuentro, vale consignar que todo ocaso precede a un nuevo amanecer, pero que el nuevo día que empieza es siempre distinto al anterior.

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