Por Enrique Guillermo Avogadro.-

“La Universidad gratuita es la Universidad del privilegio”. Andrés Cisneros.

Reconozco, a priori, que la igualdad de oportunidades sólo llegará cuando se logre superar la catástrofe de la educación primaria y secundaria provocada por décadas de populismo, de modo tal de permitir a todos los alumnos competir en similares condiciones. Pero la masiva marcha del martes me habilita a formular una propuesta a estudiantes, obreros, miembros de la “casta” ladrona, canallas destituyentes o funcionarios torpes en la comunicación para construir una nueva Universidad.

¿Implica estudiar el mismo esfuerzo para un hijo de la clase media, mantenido por sus padres, que para otro que proviene de una familia obrera, que necesita del trabajo del alumno para subsistir? ¿Resultan comparables las oportunidades de quien llega a la facultad en su automóvil o vive muy cerca, que quien debe viajar durante horas para llegar a clase? ¿Es razonable que sean alumnos gratuitos quienes provienen de colegios privados carísimos? La Universidad pública se sostiene con el aporte del Tesoro, es decir, de los impuestos que pagamos todos. ¿Es justo que los más pobres soporten con su esfuerzo una Universidad que no tiene exigencias de ningún tipo y a la cual sus hijos no podrán asistir, pero sí los estudiantes extranjeros atraídos por la gratuidad de la enseñanza? ¿Por qué el país todo tiene que pagar para que algunos estudien carreras que no sirven al conjunto social y que, en la enorme mayoría de los casos, gradúan gente que no encontrará inserción laboral en el campo elegido, produciendo frustración.

En la Argentina, como bien dice Guadagni, el promedio de permanencia en los claustros de estudiantes de carreras con currícula de 5 años, es 7 y, a diferencia de todos nuestros vecinos, la Universidad sólo gradúa 22% de sus ingresantes. Ese estiramiento de la vida universitaria genera mayores gastos en salarios (95% del presupuesto), infraestructura, medios para la investigación, etc., todo lo cual recae sobre las espaldas de la población en general, inclusive de aquellos sectores cuyo único consumo son los alimentos de primera necesidad, gravados con el IVA.

Lo escaso de los salarios docentes en todos los niveles hace que sólo puedan aspirar a la docencia académica aquellos que, amén de una increíble vocación, disponen de otros medios de subsistencia o que buscan, en la cátedra, un galardón social; ello no siempre es acompañado por la calidad de la enseñanza. Finalmente, un ejemplo: en Japón, con 125 millones de habitantes, hay sólo 35 mil abogados autorizados a ejercer; en Francia, con 65 millones, la cifra baja a 30 mil; en la Ciudad de Buenos Aires, con 3,1 millones, los abogados somos 85 mil. Sin embargo, la Universidad sigue graduando futuros frustrados, y el costo de ese dislate lo soporta toda la población. Mientras tanto, grandes conglomerados internacionales en industrias de punta se ven impedidos de instalarse en el país porque no encuentran suficientes ingenieros, geólogos, químicos, físicos, matemáticos, geógrafos, etc.. En resumen, los argentinos seguimos intentando, a lo largo de décadas, obtener resultados distintos con los mismos procedimientos.

Todo esto tiene solución, pero se necesita coraje y poco temor a los gritos de quienes defienden sus quintitas, inclusive mediante la creación de nuevas universidades que sólo son centros de adoctrinamiento político al servicio de gobernadores y “barones” del Conurbano y fuentes inagotables de corrupción. Mi propuesta es muy simple y, por supuesto, no se refiere a carreras esenciales para el futuro nacional, como filosofía, historia, sociología, etc.. Se trata de establecer cuántos nuevos graduados de cada una de las ciencias duras necesitará el país a cinco años vista. Basta con introducir en una computadora la información que suministren las empresas y el sector público, incluyendo a los potenciales inversores que se acerquen.

Con su resultado, se establecería un primer cupo. Para integrarlo, los aspirantes deberían rendir un exigente examen de ingreso -en matemáticas, lengua y ciencias- y mantener el nivel de excelencia durante toda la carrera; para prepararse para ese examen, quienes lo necesiten recibirán ayuda económica para garantizar la igualdad de oportunidades. A ese cupo, no sólo no se le cobraría matrícula sino que se le pagaría un sueldo razonable, que les permitiera inclusive mantener a su familia, durante todos sus estudios. Quienes lograran graduarse integrándolo encontrarían una rápida salida laboral, ya que los buscarían afanosamente, pero deberían devolver a la Universidad, con créditos a muy largo plazo, el costo que haya implicado su educación; si pensamos cuántos graduados emigran y prestan servicios en el extranjero, se percibe con mayor claridad la justicia de este procedimiento.

Luego, se crearía un segundo cupo que tuviera en cuenta la capacidad física de cada una de las facultades. Este cupo, integrado por quienes opten por carreras que el país no necesitará -y, por ende, es injusto que deba soportar- o por estudiantes que no lograran el nivel de excelencia requerido para el primero, debería pagar para estudiar. Incorporaría, además, a esas normas una ley que impusiera al sector público la obligación de contratar, como consultoría externa, a la Universidad, y pagar los honorarios correspondientes. Finalmente, establecería los aranceles que deberán pagar los estudiantes extranjeros, aún cuando se hubieran radicado legalmente aquí para hacerlo.

La solución propuesta produciría mejores graduados, el país dispondría de profesionales en las disciplinas más necesarias, e impediría la permanencia del “alumno crónico”, ese al cual se le permite permanecer en los claustros por años, generando costos e incordiando a los verdaderos estudiantes. Con el producido de las matrículas pagadas por los integrantes de este segundo cupo y los estudiantes extranjeros, más los honorarios que la Universidad generaría por sus servicios de consultoría externa y el aporte dinerario de las empresas, se formaría un presupuesto propio, siempre auditado, que permitiría mejorar sensiblemente los salarios docentes e invertir en infraestructura y medios de investigación. Al pagar buenos sueldos, se incrementaría la vocación por la enseñanza, los candidatos competirían, y se podría lograr la dedicación verdaderamente exclusiva. El círculo virtuoso se cerraría con el nivel de excelencia en los claustros docentes, lo cual transformaría a la Universidad en un verdadero faro capaz de iluminar el futuro del país, dejando de ser el miserable fanal que sólo permite ver la escalera descendente en la que estamos embretados.

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