Por Hernán Andrés Kruse.-

A lo largo de este ajetreado 2023 hubo un hecho que lejos estuvo de pasar inadvertido: la falibilidad de las encuestas. Hubo yerros monumentales que motivaron el análisis de los expertos en la cuestión. En su edición del 12 de octubre, Perfil publicó un artículo de Jorge Fontevecchia titulado “Últimas encuestas: ¿qué pasa con Milei?”, en el que el conocido periodista hizo un promedio del conjunto de las últimas encuestas conocidas hasta ese momento. Pues bien, todas las encuestas promediadas auguraban un ballottage entre Milei y Massa. En efecto, el libertario, según dichas encuestas, sería votado por el 34,1% del electorado mientras que Massa sería votado por el 27,3% del electorado. El tercer lugar quedaba reservado para Patricia Bullrich, con una intención de voto del 25,7%.

La primera vuelta confirmó el ballottage entre Milei y Massa pero con una notoria diferencia: el 37% de apoyo que obtuvo Massa no fue previsto por ninguna encuestadora. Sin embargo, hubo tres encuestadores que se acercaron bastante a los resultados de la primera vuelta. Atlas Intel publicó una encuesta exclusiva para Perfil el 13 de octubre que pronosticaba una victoria de Massa con el 30,9% de los votos seguido por Javier Milei con el 26,5% de los votos y Patricia Bullrich con el 24,4% de los votos. Es la única encuesta que predijo semejante diferencia de votos entre el tigrense y el libertario. Por su parte, CB Consultora publicó su última encuesta el 19 de octubre en donde pronosticaba una diferencia de tan solo dos puntos entre Massa (33%) y Milei (31,8%). Por último, Proyección Consultora publicó su última encuesta el 20 de octubre en donde pronosticaba una victoria de Massa sobre Milei por apenas un punto de diferencia (33,6% contra 32,8%) (fuente: Perfil, 22/10/023).

Lo real y concreto es que ninguna encuestadora predijo un triunfo de semejante magnitud del candidato presidencial por Unión por la Patria. En el artículo mencionado precedentemente Fontevecchia hace una interesante distinción entre ciencia y superstición. Escribió el autor: “En el ámbito de la epistemología, se pone de manifiesto una distinción fundamental entre la ciencia y la superstición. La primera se basa en criterios rigurosos de justificación, enfatizando la evidencia empírica, la observación, la experimentación y el método científico como medios para respaldar sus afirmaciones. En contraste, la superstición a menudo carece de tales fundamentos sólidos dependiendo más de la tradición, la fe o la autoridad. Además, la ciencia, desde una perspectiva epistemológica, busca la coherencia y la consistencia con un cuerpo de conocimiento establecido, ajustando sus teorías según nuevas evidencias. En cambio, las supersticiones a menudo son inconsistentes o discordantes con lo que sabemos sobre el mundo natural. Por último está la importancia de la falsabilidad, es decir, la capacidad de una afirmación para ser refutada o probada como incorrecta. La ciencia formula afirmaciones que son falsables y está dispuesta a revisar y modificar sus teorías a la luz de nuevas pruebas. Por el contrario, las supersticiones a menudo carecen de esta disposición a ser revisadas o corregidas.

“Los Superpronosticadores: cómo ganamos en un mundo de Predicciones” de Philip E. Tetlock es un libro que revela los secretos de aquellos individuos que destacan en el arte de la predicción precisa. Este grupo de superpronosticadores ha demostrado, de manera consistente, su habilidad para superar a expertos, políticos y analistas en la precisión de sus pronósticos. Tetlock argumenta que los superpronosticadores se destacan en su capacidad para cuestionar sus propias creencias, ser humildes, utilizar el método científico, adoptar enfoques analíticos y ajustar sus pronósticos a medida que obtienen nueva información. Además, sugiere que estas habilidades no son exclusivas de expertos en pronósticos, sino que pueden ser aplicadas en una variedad de campos, desde la política hasta los negocios, con el objetivo de mejorar la toma de decisiones y la capacidad para prever resultados futuros. Entonces, la teoría de Tetlock afirma que los pronosticadores que aparecen en los medios de comunicación son peores que los que no aparecen y aun los mejores pronosticadores tienen la misma chance que un chimpancé de acertar el futuro. Y podemos decir desde un punto de vista metafísico que, esencialmente, es impredecible. El futuro como esencia tiene el carácter de fortuito, porque si no la vida no sería vida. Todo eso es posible”.

Lo real y concreto es que nadie cree en los vaticinios de los encuestadores. Muchos están convencidos de que la inmensa mayoría de ellos no son otra cosa que operadores políticos, mercenarios que se venden al mejor postor. Es cierto que los yerros de los encuestadores son notorios pero de ahí a dudar de su integridad ética media un largo camino. Creo que cada vez son más los argentinos (me incluyo) poco dispuestos a, por ejemplo contestar una encuesta telefónica. Creo que cada vez son más los argentinos que le dicen al encuestador que tienen decidido votar a “mengano” y en el cuarto oscuro votan a “sutano”. Creo que cada vez son más los argentinos que tomaron la decisión de no votar más pese a estar obligados por ley a hacerlo. En la elección del pasado 22 de octubre diez millones de compatriotas se quedaron en sus hogares, a pesar de todo lo que estaba en juego. Si el voto fuera optativo lo más probable es que el 80% de los argentinos se quedaría en sus hogares. Creo que la inmensa mayoría de los argentinos llegó a la conclusión de que nada cambiará por más que el sucesor de Alberto Fernández sea Javier Milei. Hoy dominan el desencanto y la resignación. La “casta política”, agradecida.

A continuación paso a transcribir partes de un interesante ensayo de Daniel Cabrera titulado “En defensa de las encuestas” (Revista de Reflexión y Análisis Político, vol. 15, núm. 2, octubre, 2010).

¿ORÁCULOS?

“A partir de algunos pocos pero espectaculares pronósticos electorales fallidos, efectuados por analistas y estudiosos de la opinión pública basándose principalmente en resultados provenientes de encuestas, se ha generado un debate que lanzó sus principales críticas hacia la herramienta empleada: las encuestas no tendrían suficiente potencial predictivo y serían un mero entretenimiento (Korn 1995, 2002, 2005), en ocasiones financiado por políticos interesados en mejorar su imagen con la connivencia de los consultores. Iniciales predicciones acertadas habían encumbrado exageradamente el poder de las encuestas hasta que llegaron yerros más notorios que numerosos, que derrumbaron lo que entonces pareció un castillo de naipes: si bien se recuerda tanto el increíble pronóstico de Gallup en 1936 como su inesperado equívoco en 1948, este último resultado parece cobrar más fuerza en las discusiones, volviendo especialmente rígidas las repulsas “cuanto más elevada es la posición intelectual” (Nöelle Neumann, 1970).

En Argentina, la actividad tomó impulso a partir de la reapertura democrática de inicios de los años ochenta. Una década después, el público interesado se anotició de algunos desaciertos producidos en otras latitudes —Gran Bretaña, Francia, España— pero con fuerte impacto en el medio local (Laffont 1995, Clarín 1995, Ámbito Financiero 1995, Kollmann 1995, Bosoer 1996). Por su lado, los expertos vernáculos saltaron a la fama gracias a sus errores y no a sus virtudes. Desde el inolvidable y anticipatorio caso Otaegui (Somos 1993), pasando por los enredos políticos protagonizados por Aurelio (Kollmann 1997, Rodríguez 1997, Clarín 1997), casi todos los especialistas nativos han tenido su lado oscuro.

El poder de vaticinio de las encuestas ha sido poco tratado en la literatura especializada, especialmente respecto de su frecuencia y profundidad. En tanto algunos estudios hacen foco en las limitaciones de los sondeos para proporcionar un pronóstico (Beltrán y Valdivia 1997), otras investigaciones evalúan la capacidad predictiva de las encuestas a partir de varios indicadores (Vujosevich 1996; Acosta, Jorrat y Pérez Lloveras 2000; Donoso y otros 2006; Aceves González 2007; López y Figueroa 2009), la mayoría de ellos basados en la distancia entre el vaticinio y el resultado final. A pesar de que la investigación de Beltrán y Valdivia profundiza en las limitaciones de las encuestas, los autores señalan que “cinco puntos es un error promedio común…” (Beltrán y Valdivia 1997), aludiendo a los casos de Gran Bretaña, España y Francia, producidos entre 1992 y 1996. Citando a Crespi destacan, por otra parte, que el error promedio de 453 encuestas en Estados Unidos fue de 5,7 puntos porcentuales, otorgando a Gallup el derecho de reclamar que después de 1950 no han tenido errores superiores a los 1,6 puntos.

Vujosevich, por su parte, evalúa la certeza de los pronósticos en función de la distancia entre la predicción y el resultado —medido en puntos porcentuales— y establece que los investigadores son competentes a pesar de las dificultades que presenta el método de la encuesta, ya que el promedio de aquellas diferencias se situó en los dos puntos —el estudio evaluó la predicción de nueve consultoras para una sola elección: la de Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en 1996—. Por su lado, Acosta, Jorrat y Pérez Lloveras retoman un trabajo de Mitofsky (1998) que respondía a las críticas efectuadas por Ladd a predicciones provenientes de encuestas electorales en 1996, concluyendo que los pronósticos no habían sido desacertados. Los autores, para estudiar la precisión de las encuestas en ocasión de las elecciones presidenciales argentinas de 1995 y 1999, emplean cinco de los ocho procedimientos presentados por Mitofsky, agregando una propuesta de su autoría. Sus conclusiones no brindan un juicio rotundo y terminante respecto de las quince predicciones examinadas, pero realizan una serie de observaciones muy detallistas y atinadas.

El estudio de Donoso y otros compara los promedios de los vaticinios de trece empresas para los comicios presidenciales chilenos de 2005 con los resultados de dichas elecciones —no se lo indica en el artículo, pero se trata del método tres de Mitofsky—, adicionándole un análisis que ajusta el resultado según el margen de error muestral de la estimación. Como corolario, los autores encuentran que las diferencias “sólo en algunos casos superan el 3 y 4%, encontrándose la mayoría de las discrepancias entre el 0 y el 2%” (Donoso y otros 2006: 168). Aceves González confronta las predicciones de 13 casas encuestadoras con los resultados de las elecciones presidenciales mexicanas de 2006, concluyendo que “las encuestas reflejaron con gran fidelidad el carácter cerrado de la contienda (…) resultando elementos confiables para la medición de preferencias electorales” (Aceves González 2007: 102). Sin embargo, y contradictoriamente, el autor menciona más tarde que “en su calidad de instrumento demoscópico de predicción, las encuestas electorales exhiben amplias limitaciones…”, aunque atenúa su crítica al completar la frase diciendo que “habría que precisar que dichas limitaciones no se encuentran vinculadas, necesariamente, a sus procedimientos metodológicos, sino que se derivan de las regulaciones impuestas por la legislación…” (Aceves González 2007: 107).

Por su parte, López y Figueroa se valen de la comparación de los resultados electorales con el promedio de las estimaciones obtenidas por siete encuestas para cada uno de los postulantes en los comicios presidenciales chilenos entre 1989 y 2005, y para el plebiscito trasandino de 1988. Esta investigación verifica que las diferencias entre resultados y estimaciones no superaron los seis puntos porcentuales, en tanto sitúa el promedio de error en torno de los tres puntos porcentuales. Finalmente, basado en el análisis de las predicciones efectuadas por catorce empresas que realizaron encuestas en cuarenta y nueve elecciones ocurridas en Argentina entre 1987 y 2007, un trabajo reciente (Cabrera 2009b) demuestra, sobre la base de tres de los indicadores de Mitofsky y otros propios, que al menos tres cuartas partes de los pronósticos electorales basados en datos provenientes de sondeos de opinión pública han sido razonablemente acertados.

¿HORÓSCOPOS?

El argumento más importante de quienes pugnan por limitar la difusión de resultados de encuestas en períodos preelectorales se basa en la creencia de que la abierta difusión de encuestas y sondeos de opinión produce fuertes y decisivas inclinaciones a la hora de decidir el voto, principalmente el de los indecisos. Estas influencias operan como manipulaciones, contaminaciones externas al libre albedrío del individuo (Alonso, Cabrera y Tesio 2007). Sin embargo, sólo puede especularse con que las encuestas están en condiciones de orientar opiniones, actitudes y conductas si se admite que, en realidad, es la publicación de sus resultados en un medio masivo de comunicación lo que puede tener alguna incidencia sobre el comportamiento de los ciudadanos. Aunque no está debidamente estudiado el eventual impacto que la publicación de resultados de un sondeo puede ejercer sobre el público, abundan antecedentes en relación con el influjo que los medios tienen sobre sus audiencias.

En el contexto de una campaña electoral, debería entenderse que la divulgación del resultado de un sondeo electoral podría surtir un efecto en los consumidores de medios similar al que podría ejercer cualquier otra publicación acerca de idéntica temática —la aparición de un candidato en un programa, la opinión de un periodista, la difusión de un acto de gobierno, etc.—. Lo distintivo es que podría considerarse que el público, al leer o escuchar el resultado de una encuesta, se ve a sí mismo, se está mirando en un espejo. Si, como sostienen Braun y Adrogué (1998), es en los casos en que los resultados de encuestas toman estado público cuando se generan las críticas de la audiencia a los sondeos, especialmente sobre su verdad y confiabilidad, no podría descartarse que el propio público vuelque en este tipo de información sus dudas acerca de la res pública, genéricamente hablando, tan cuestionada en las últimas décadas.

Por otra parte, no sólo los medios de comunicación transmiten mensajes que orientan, moldean y colaboran en la decisión del votante. En este sentido, no puede desdeñarse la influencia que tienen las opiniones de familiares, compañeros de trabajo, vecinos, amigos, etc. Ni tampoco deben descartarse las creencias y valores previos de los ciudadanos acerca de las cuestiones públicas, especialmente respecto de los gobernantes, los partidos y la política. También los hechos vividos cotidianamente ayudan a formarse una opinión y prefiguran actitudes sobre las cuestiones públicas, entre ellas el voto. Un aumento salarial, una baldosa floja, un despido, el incremento de las expensas, un corte de calles, la inauguración de una conexión cloacal; centenares de sucesos van conformando las impresiones e ideas que luego se expresan en el cuarto oscuro y, en ocasiones, en una encuesta que, publicación mediante, se vuelve sobre los emisores y permite contrastar la propia opinión con la de los semejantes.

Por lo expuesto, las reflexiones para explicar la relación entre la publicación de una encuesta y el voto, deben orientarse 1) hacia los estudios que procuran dar cuenta de las motivaciones de los electores al sufragar, y 2) hacia la extensa gama de teorías que intentan explicar la influencia de los medios sobre el público.

En este último sentido, la historia de la investigación académica sobre el tema puede dividirse en tres etapas: a) la de los efectos poderosos, que reúne un conjunto de teorizaciones, vigentes entre 1920 y 1940 aproximadamente, acerca de que los medios impactan fuerte e inmediatamente en un público atomizado —individualismo metodológico mediante— a través de “irresistibles técnicas de persuasión colectiva” (Dader 1990); b) la de los efectos limitados, que postula que los medios sólo tienen capacidad como para reforzar opiniones y actitudes preexistentes en los individuos —quienes, por otra parte, hacen uso de una selectiva percepción— y que la campaña activa las predisposiciones políticas de los ciudadanos (Lazarsfeld 1985), ideas en auge hasta los años 70; y, con posterioridad, c) la de los efectos cognitivos, con la que resurge la concepción de medios poderosamente influyentes, aunque sus efectos son pensados desde una perspectiva socioestructural y cultural global, y no ya individual.

Se alude, además, a cambios y transformaciones complejas y lentas, de mediano y largo plazo. Se ponen de moda las teorías de la agenda setting (Saperas 1987) —los medios no dicen cómo hay que opinar sino sobre qué temas hacerlo— y la de la espiral del silencio (Nöelle Neumann 1995) —el temor al aislamiento social conduce al individuo a ocultar aquellas opiniones que él percibe como no dominantes—. Por otra parte, recientes estudios otorgan a las audiencias cierta competencia para decodificar los mensajes, independientemente de las intenciones de los mensajeros (Grimson y Varela 1999, Jensen 1993, Rubin 1996). Sin embargo, todavía no se ha podido demostrar la calidad ni la cantidad de las secuelas de la publicación de una encuesta electoral ni de, por lo demás, cualquier tipo de sondeo, a pesar de los “más de setenta años de investigación en análisis de opinión pública” (Braun y Adrogué 1998).

No obstante, y sobre la base de las teorías de los efectos cognitivos, lo que razonablemente puede establecerse es que, si la divulgación de una encuesta surte algún efecto en el comportamiento electoral, éste no tiene por qué ser uniforme, inmediato, o unidireccional, ni afectar a todos por igual. En este sentido, por ejemplo, no sería aventurado sostener que alguna parte de la ciudadanía de la Capital Federal decidió inclinarse por el Frente Grande en 1994 luego de publicados los resultados de varias encuestas que lo daban ganador en ese distrito, o que algo similar pudo haber ocurrido con el electorado antimenemista en las presidenciales de 1995 cuando los medios informaron —basándose, claro está, en varias encuestas— que José O. Bordón se consolidaba como la primera oposición. Pero no necesariamente ésos tienen que haber sido los efectos surtidos por la información que generaban los estudios de opinión pública. También puede pensarse que, probablemente, en ambos ejemplos, el oficialismo vio incrementar sus votos como consecuencia de las circunstancias antes relatadas.

Como se desprende de lo antedicho, puede hipotetizarse que las encuestas ejercen algún tipo de influencia en la conducta electoral de los individuos sólo enmarcando dicha presunción en comportamientos sociales orientados hacia lo coyuntural, y especialmente ligados a la valorización de ciertas actitudes de las que las teorías de los efectos cognitivos de los medios pueden dar cuenta. Ahora bien, y a pesar de lo predicho, actualmente pareciera existir una extendida creencia (crítica) que indica que la publicación de un pronóstico electoral surgido de un sondeo de opinión, especialmente en medios muy masivos como los televisivos, puede provocar una toma efectiva de posición en un público indeciso en materia de voto, o un cambio en la opinión ciudadana, lo que implicaría dar lugar a consideraciones poco laudatorias acerca de la capacidad de la masa para elaborar juicios propios, otorgando a los medios un poder manipulatorio de la opinión pública que, hasta el momento, no ha demostrado tener.

Al margen del poder que estas tesis otorgan —en forma desmesurada— al falsamente voluminoso y poco gravitante en lo electoral grupo de indecisos, estas posturas son especial y enfáticamente sostenidas por Sartori (1998, 2004) al postular que la televisión produce imágenes y anula conceptos, con lo que el hombre (el homo videns en oposición al homo sapiens) pierde su capacidad para formular ideas y pensamientos abstractos y, en consecuencia, su sentido crítico. Expresa Sartori que la televisión forma la opinión pública, pero que ésta debe considerarse sólo opinión en el público, dada su falta de autonomía, muy diferente a la opinión del público. El autor resalta el papel de la escuela como única herramienta que puede lograr desarrollar una aptitud crítica, que permita contrarrestar la influencia televisiva, sobre todo en los “video—niños que en el futuro serán homo videns, zombies incapacitados para pensar” (Abdala 1998).

En relación con la influencia de la televisión sobre el público, particularmente en los niños, otros autores sostienen que “las audiencias no están formadas por individuos pasivos” (Morduchowitz 2005) y que “a partir de los ocho años las personas son capaces de cuestionar el punto de vista del avisador” (De Biase 2004). Los televidentes reformulan y dan nuevos significados a los mensajes. Morduchowitz, crítica de los contenidos televisivos, asigna a la escuela y a la familia un rol formador en este sentido, que logre jóvenes que “lejos de apagar siempre la televisión, aprenda a encenderla sólo para elegir lo que quiere ver, con criterio y reflexión” (Morduchowitz 2005).

En definitiva, las diferentes respuestas de los ciudadanos —o de una parte de ellos— pueden ser interpretadas como voto estratégico; es decir, como el resultado de una racional especulación —en el mejor sentido de la palabra— electoral por parte de los votantes o, por el contrario, como la consecuencia relativamente irracional a estímulos mediáticos. Sea como fuere, la difusión del resultado de una encuesta opera como insumo, ya sea en la impensada decisión o en la estrategia del elector, a pesar de que aparentemente “lo que subyace es la idea de que un voto táctico es de peor calidad democrática que un voto ideológico”, como plantea Wert (2002: 244). La visión pesimista sobre los ciudadanos contrasta con las conclusiones de una encuesta nacional (citada por Braun y Adrogué 1998) en la que los entrevistados valoraron estar informados, pero en la que dijeron prestar poca atención a los resultados de encuestas. Desde Lazarsfeld hasta el presente se han escrito innumerables trabajos que demuestran que la toma de decisiones y la práctica efectiva del voto es un proceso sumamente complejo imposible de reducir bajo la idea de estímulo-respuesta.

En síntesis, es probable que la publicación del resultado de una encuesta produzca algún síntoma en la actitud de los votantes, que puede manifestarse de varias maneras y en distintos grados. Es decir, la divulgación de un sondeo de opinión a través de los medios puede ser —nada menos pero nada más— sólo uno de los factores orientadores del sufragio.

DIOSES, ADIVINOS O PITONISOS: LOS VERDADEROS RESPONSABLES

Los ataques hacia la incapacidad premonitoria de los sondeos, por un lado, y las críticas a la publicidad de los resultados de las encuestas, sobre todo en períodos preelectorales, por otro, parece confundirse muchas veces —quizás a raíz de los apurados tiempos televisivos y radiales que en ocasiones impiden un análisis pormenorizado y mesurado de lo que se dice en esos medios— con un embestida a la técnica en sí misma, mientras ha dejado indemnes a otros actores de este proceso —expertos y medios de comunicación— a los que parece dejar, al mismo tiempo, sin funciones específicas. Debe tenerse en cuenta que si “una encuesta no dice lo que la gente piensa, sino lo que la gente dice” (Schuster, en Sued 2003), entonces “no fracasaron las encuestas preelectorales sino su lectura lineal y esquemática” (Bosoer 1996). Una de las motivaciones centrales, sino la principal, que conlleva la realización de análisis e investigaciones sociales es la de conocer las características de la opinión pública incluyendo lo que ella pudiera sugerir. En este marco, el sondeo es un instrumento que provee información para aquel objetivo y, como tal, “no prescribe cursos de acción (…) los resultados de una encuesta no indican de manera inmediata qué decir o qué hacer. El dato requiere —para tener alguna utilidad— del valor agregado que le brindan el análisis y la reflexión sociopolitológica” (Adrogué 1998: 15)

En síntesis, el conjunto de insumos que una encuesta concibe, bien procesados e interpretados a la luz de hipótesis y teorías, y eventualmente adicionados a otra masa informativa, da lugar a diagnósticos y nuevas hipótesis —coronadas con algunos pronósticos— que elaboran los investigadores. Este proceso se ha visto simplificado, muchas veces, bajo la idea de que son los sondeos —y no sus realizadores— los que logran la predicción. Esta reducción conlleva la idea de que la técnica es la que acierta o falla en el pronóstico, generando elogios y críticas por lo general desmedidos, que no alcanzan —o al menos no significativamente— a investigadores y analistas, sus verdaderos ideólogos y hacedores. El mecanismo de producción de datos involucra la participación de una serie de roles —clientes, investigadores, sponsors—, y logra un punto de inflexión cuando los informes son publicados, lo que significa la introducción de un nuevo actor: la prensa. La intervención de los medios de comunicación logra la difusión de algunos atributos de la investigación a través de encuestas, especialmente de aquellos aspectos que cumplen con ciertos postulados básicos de las noticias: dar lugar a lo inesperado, a lo fuera de lo común, a la excepción (Muñoz Alonso 1989). Cuando las predicciones no se cumplen los mass media logran su cometido, forjando —entre otros efectos— una fuerte crítica hacia las encuestas.

Sin embargo, los ataques apuntan sólo a la técnica, y no a los restantes y necesarios partícipes del proceso antes resumido. Como se dijo, las estimaciones que las encuestas logran sirven de insumo para la presentación de conclusiones, explicaciones, hipótesis y, muchas veces, pronósticos que realizan los investigadores. Si bien las limitaciones pueden minimizarse y las críticas responderse desde la epistemología y la teoría metodológica, lo cierto es que la creciente realización de sondeos —especialmente los electorales, tanto pre como post— conllevan ataques también progresivos al método en sí mismo. Así, pareciera que las encuestas son las responsables de sus propias restricciones, de la insuficiencia de las explicaciones y de los yerros de los pronosticadores. Sin embargo, las injurias no advierten que se trata sólo de un instrumento —técnica, método, procedimiento o como se lo quiera denominar— en manos de expertos —y no tanto—, siendo éstos los falibles. Del mismo modo en que no resultaría razonable esperar que una tomografía o un análisis de sangre advirtiera: “no fume tanto y deje las grasas o no pasa del mes que viene”; tampoco podría esperarse que un barómetro, un termómetro o cualquiera de los aparatos que miden vientos, humedad, altura de las aguas o densidad de las nubes dictaminara: “algunas lluvias por la tarde, desmejorando hacia la noche”.

Las críticas, generalmente, quedan circunscriptas a la encuesta y no se trasladan a los encuestadores, quienes no tienen otra posibilidad que hacer uso de los datos que aquella provee para, mediante su procesamiento, dar lugar al pronóstico. Los datos derivados de encuestas —de por sí, construcciones epistemo metodológicas— son estimaciones y, por lo tanto, deben contextualizarse, interpretarse, adecuarse, compararse, agruparse, analizarse; en fin, tienen que someterse a un proceso de manipulación bien entendida: el denominado procesamiento, en el que el estudioso incorpora su valor agregado, basado en su capacidad analítica, su reflexión, su conocimiento y su experiencia. En esta instancia es donde se producen, como corolario, las predicciones. Aquel proceso de análisis puede aparejar algunos —o muchos— errores que den lugar a pronósticos fallidos. El análisis de los expertos se basa en las estimaciones que la encuesta produce, pero no pueden dejar de considerar, como se dijo, el marco teórico que la contiene, incluyendo las sensaciones colectivas —o climas de opinión— del momento.

Varias hipótesis y teorías dan lugar a debates acerca de cómo tratar diferentes y complicados climas de opinión. En particular, los investigadores y las encuestas deben enfrentar —medir y evaluar adecuadamente— la emergencia de la espiral del silencio (Nöelle Neumann 1995), la contingencia del efecto tercera persona (Wert 2002, Mora y Araujo 2005), el abordaje de temáticas que no forman parte del imaginario colectivo (Noguera 1998), las respuestas de eventuales abstencionistas frente a la proximidad de una elección —que suelen ocultar su intención de no concurrir al comicio—, y la asignación de la intención de voto en públicos indecisos. Incluso los datos —los erróneos datos— pueden ser la causa de las fallas de interpretación; pero, aun así, se deberá convenir que también aquellos son (mal) construidos por el especialista mediante la formulación de (defectuosas) preguntas, (imperfectas) muestras, o (metodológicamente no rigurosos) procedimientos de recolección.

Lo que debe entenderse es que el responsable es, siempre, el investigador. A él —o ella— le caben elogios y críticas. Éstas parecen ser verdades de Perogrullo que, no obstante, no se ven reflejadas, como se dijo al inicio, en la tarea diaria ni —a veces— en la bibliografía. Al menos, no en la medida en que pareciera razonable. Mientras algunos autores parecen batallar en contra de las encuestas (Blumer 1982, Sartori 1992, Bourdieu 1996, Korn 1995, 2002, 2005) otros tratan de poner las cosas en su exacto lugar (Archenti 1995, Jorrat 1995, Vujosevich 1996, Adrogué 1998, Aurelio 1999, Acosta, Jorrat y Pérez Lloveras 2000, Cabrera 2003, Mora y Araujo 2005). Por ahora, los politólogos, sociólogos u otro tipo de profesionales no llegan a convertirse —a pesar de su pretensión— en los médicos de la sociedad (Vommaro 2008) ni tampoco las encuestas en sus técnicos radiólogos. En este sentido, la distinción justa entre encuestas y encuestadores no parece abarcar a la opinión pública ni, menos, a sus propaladores más importantes: los medios de comunicación masiva. Tampoco la opinión pública ni los medios han acusado a los expertos, ni menos condenado, por mala praxis.

Los dardos apuntan, equivocadamente, a las encuestas, salvo en contadas ocasiones (Vommaro 2008), aunque algunos autores señalan que “ningún medio reporta como pronóstico electoral los resultados de su última encuesta sin modelar” (Beltrán y Valdivia 1997, destacado en el original), es decir, sin sufrir algún tipo de interpretación por parte de los investigadores. De todas formas, cuando se generó un debate fue por estímulo de los medios, y a raíz de los —por ellos denominados— yerros de las encuestas. Ante las notorias diferencias entre el pronóstico y lo sucedido, la mayoría de los expertos consultados por el periodismo esgrimieron distintos tipos de respuestas —más o menos científicas, o técnicas— para justificar, explicar o entender los errores. Entre ellas, en primer lugar, los estudiosos reconocen la relatividad de la encuesta como pronóstico electoral y su posible falibilidad (Kollmann 1996, Clarín 1999, Verón 2006). En segundo término, reiteran las posibilidades del voto oculto, vergonzante o espiral del silencio (Kollmann 1997, Florit 1999, Clarín 1999, Torres 1999 y Verón 2006). Tercero, plantean las dificultades específicas de ciertos escenarios electorales: ley de lemas, electorado rural (Florit 1999, Torres 1999). Cuarto, admiten fallas en el diseño de la encuesta, tanto en la elaboración de la muestra como en el cuestionario (Verón 2006). Quinto, mencionan el vuelco inesperado de los indecisos (Somos 1993, Fioriti 2006). Sexto, señalan limitaciones propias de una técnica particular: la encuesta telefónica (Pensa 1993, Somos 1993). Por último, agregan la mala interpretación de los datos proporcionados por el sondeo (Kollmann 1997a, Verón 2006).

Dos casos conmovieron el círculo de encuestadores y periodistas dedicados al tema. En 1993, casi en los albores del protagonismo de las encuestas en el marco de una campaña electoral, el consultor Javier Otaegui-contratado permanentemente por el programa televisivo conducido por Mariano Grondona-pronosticó el triunfo del radicalismo en la provincia de Buenos Aires por algo más de dos puntos porcentuales, mientras que el escrutinio determinó el triunfo peronista por más de veinte puntos. El experto-en un impreciso descargo-asumió su responsabilidad, aunque adujo que el procedimiento por él utilizado-encuestas telefónicas-era empleado en varias empresas y estaba en una etapa de “ensayo y error” (Somos, 1883). Más tarde, en 1997, la oposición ganó las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires, a pesar de que varios pronósticos otorgaban el triunfo a la candidata oficialista. Algunos especialistas admitieron sus equívocos (Kollmann, 1997), pero lo destacado fue el intercambio de opiniones entre algunos de ellos producidos en el marco del debate organizado por la Asociación Latinoamericana de Consultores Políticos (ALACOP)-recogidos por Calvo (1997)-. La discusión puso en tela de juicio el papel de algunos medios gráficos, que publicaron resultados en plena veda electoral, y apuntó los dardos al sociólogo Julio Aurelio, proveedor del insumo informativo. La controversia generó, también, un altercado entre los propios medios (Página 12, 1999). Por otra parte, un aislado testimonio sobre el rol de las encuestas en la campaña electoral lo constituyó la crítica a dirigentes partidarios, efectuada por uno de los padres fundadores de la actividad (Mora y Araujo, 1999). Con posterioridad, las argumentaciones cambiaron de tomo esta vez, algunos consultores trataron de minimizar el problema y otros asumieron directamente sus responsabilidades. También vale la pena destacar el solitario y sutil alegato del especialista Esteban Lijalad quien, bajo la hipótesis de que el problema de los fallidos de las encuestas radicaba en que los encuestados ya habían encontrado la lógica del sondeo-y respondían, en consecuencia, ocultando su verdadero comportamiento-, prometió no volver a encarar encuestas en boca de urna hasta que no se dieran condiciones para él más saludables y razonables (Lijalad, 1999)”.

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