Por Hernán Andrés Kruse.-

La sorpresiva, al menos para mí (y creo que para millones de compatriotas), e impactante victoria de Sergio Massa en las elecciones del domingo 22 de octubre demostraron que, en esta oportunidad, el factor económico no influyó en lo más mínimo en el resultado electoral. Lo que sí quedó en evidencia fue la capacidad del candidato presidencial de Unión por la Patria y su equipo para convencer a millones de argentinos del peligro que corrían si Javier Milei lograba triunfar en primera vuelta. La campaña del miedo fue, qué duda cabe, exitosa.

Ahora bien, con el correr de los días también quedó en evidencia la increíble diferencia que Massa le sacó a Milei: nada más y nada menos que siete puntos. El tigrense estuvo a tres puntos de ser consagrado presidente el domingo 22 de octubre. Su remontada fue sencillamente apoteótica: desde las PASO hasta la primera vuelta aumentó su caudal electoral en 9 puntos. Ello significa que entre el 13 de agosto y el 22 de noviembre logró que casi tres millones de electores nuevos lo votaran los otros días. Entonces me formulé (como lo deben haber hecho millones de argentinos) la siguiente pregunta: ¿bastó la campaña del miedo para provocar semejante resultado? Al meditar la respuesta me acordé del filósofo español Jorge Ruiz de Santayana, quien dejó para la posteridad la frase “quien olvida su historia está condenado a repetirla”.

La increíble remontada de Sergio Massa me hizo acordar a la época en que el presidente de la nación era el general Agustín P. Justo. En 1935 el radicalismo decidió levantar la abstención, romper la política de intransigencia y, en consecuencia, presentarse en los comicios para gobernador y diputados en las provincias de Entre Ríos, Corrientes, Santiago del Estero, Santa Fe, Catamarca, Córdoba y Buenos Aires. El radicalismo ganó en Entre Ríos (54.000 votos contra 43.000 de los conservadores) y en Córdoba (109.000 votos contra 104.000 de los conservadores), pero fue derrotado en Corrientes y en Santiago del Estero. Era evidente, como bien señalan Carlos Floria y César García Belsunce en su clásico libro “Historia de los Argentinos”, que cuando la transparencia estaba garantizada el radicalismo era un rival difícil de vencer en las urnas. Este axioma quedó corroborado en las elecciones que tuvieron lugar en la provincia de Buenos Aires. En noviembre de ese año el candidato conservador Manuel Fresco logró un amplio triunfo sobre Honorio Pueyrredón (278.000 votos contra 171.000 del radical). El fraude fue sencillamente escandaloso. La única reacción del gobierno fue el silencio. Por su parte, el embajador norteamericano en Buenos Aires envió el siguiente despacho a Washington fechado el 22 de noviembre: “El partido Demócrata Nacional, el principal grupo político en la coalición gubernamental, ha ganado las elecciones provinciales en la provincia de Buenos Aires en lo que es considerada una de la más burlesca y fraudulenta contienda electoral jamás realizada en la Argentina”. ¿El triunfo de Sergio Massa se asemeja al triunfo de Fresco? Semejante pregunta jamás tendrá una respuesta adecuada porque, al menos hasta ahora, ningún candidato opositor efectuó ninguna denuncia ante la Justicia.

Buceando en Google encontré un ensayo de María Dolores Béjar titulado “La construcción del fraude y los partidos políticos en la Argentina de los años treinta” (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP). A continuación paso a transcribir la parte del “paper” donde la autora centra su atención en la presión del gobierno del general Justo para disciplinar a los jueces díscolos.

EL DISCIPLINAMIENTO DE LOS JUECES

“La Junta Electoral bonaerense que intervino en la organización de las elecciones gubernativas de 1935 dio curso a medidas que posibilitaban un mayor control sobre las decisiones de los presidentes de mesa: incluyó la firma de los fiscales en los sobres entregados a los votantes y aceptó la presencia de los suplentes en el lugar de los comicios, un testigo que estaba revestido de la inmunidad de arresto. Sin embargo, una nota de protesta del PDNB bastó para que los jueces anularan estas disposiciones. Los jueces federales Rodolfo Medina de La Plata y José Astigueta de Mercedes, en cambio, pretendieron operar sobre la trama política e institucional que habilitaba la producción de resultados electorales al partido gobernante. El juez Medina, secundado por fuerzas de la subprefectura de Buenos Aires, concretó una serie de procedimientos que pusieron en evidencia la estrecha conexión entre los dirigentes conservadores y la policía provincial. A fines de octubre, allanó la casa del dirigente de Quilmes Manuel Huisi donde se encontraron numerosas libretas de enrolamiento, inspeccionó el local de la comisaría, el del Registro Civil de Almirante Brown, y el domicilio particular del comisario Rodolfo Frías. Inmediatamente, el jefe de la policía, el juez Elías Casas Peralta, destacó las excesivas atribuciones que se había asignado el juez federal y el Poder Ejecutivo elevó una protesta a la Corte Suprema de Justicia: Medina debía ser sancionado porque su proceder afectaba: “las buenas relaciones que deben existir entre el Poder Federal y las autoridades locales […]. Sólo se concibe el empleo de las fuerzas nacionales de las subprefecturas para cumplir mandatos judiciales […] cuando los jueces federales se hayan dirigido infructuosamente a los gobiernos de provincia y [éstos] hayan negado la cooperación a que se encuentran obligados”.

La Corte Suprema declaró que no poseía jurisdicción sobre el caso y dispuso su traslado a la Cámara de Apelaciones de La Plata. Los camaristas emitieron dos dictámenes. El de la mayoría, firmado por Luis Zervino y Adolfo Lascano, no dio lugar a las sanciones solicitadas mientras que Ubaldo Benci consideró pertinente efectuar un llamado de atención al magistrado cuestionado, ya que, antes de recurrir a las fuerzas de la Prefectura, debió solicitar el auxilio de las fuerzas de seguridad provinciales. En marzo de 1936, la Junta Escrutadora Nacional –integrada por Luis Zervino, presidente de la Cámara Federal de Apelaciones; Rodolfo Medina, juez federal de La Plata; e Ismael Casaux Alsina, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la provincia– aprobó una serie de medidas para garantizar la libre emisión del voto: las urnas serían firmadas en su interior por uno de los miembros de la Junta, los partidos políticos tendrían una representación equitativa y proporcional en las mesas receptoras de votos, los suplentes deberían asistir al acto electoral y los sobres incluirían la firma de los fiscales. En contraste con la actitud de la Junta provincial, los jueces a cargo de las elecciones nacionales no accedieron a los reclamos del partido gobernante. También se consideró la posibilidad de solicitar al gobierno nacional que confiriese al ejército la custodia de las urnas; dos años antes le había encomendado esta tarea en Tucumán y Santa Fe. La iniciativa no se concretó debido a la respuesta negativa del ministro de Interior frente a un pedido similar elevado por las juntas de Santa Fe, Corrientes y Tucumán.

La dirigencia conservadora reprobó la decisión de los jueces porque implicaba “una sanción de orden moral contra los procedimientos dispuestos por la Junta Electoral de la provincia de Buenos Aires”. Para el gobierno provincial, las normas aprobadas confirmaban la estrecha connivencia entre algunos miembros del Poder Judicial y el radicalismo que no reparaba en los medios para volver a ocupar el gobierno. Estas declaraciones, según La Nación, habían vulnerado un principio básico: el Poder Judicial por su función en la sociedad debía quedar al margen de las pasiones de la polémica política. Si el gobierno bonaerense tenía causas concretas debía presentarlas con las pruebas correspondientes, la mera formulación de reproches sobre la conducta de los jueces daba cuenta del estado de confusión en que se hallaba la provincia. En las elecciones legislativas complementarias del 15 marzo, Medina y Astigueta intentaron frenar las prácticas fraudulentas mediante la subordinación de las fuerzas policiales a sus directivas. El primer domingo de marzo, habían comprobado que todas sus demandas caían en el vacío porque se daba “la circunstancia especial de ser la misma autoridad denunciada quien debía ejecutar las órdenes encaminadas a amparar a los electores agraviados”. En consecuencia, solicitaron a Casas Peralta que designase a funcionarios capacitados y con los medios de movilidad necesarios para actuar bajo las órdenes directas de su juzgado durante la jornada electoral.

El jefe de la policía y el Poder Ejecutivo recordaron que la ley fijaba límites muy precisos a la intervención de la Justicia federal, si se los ignoraba, se violaba la ley. El gobierno dispuso que fuera del ámbito de las ciudades de La Plata, Mercedes y Bahía Blanca, sedes de los jueces federales, los funcionarios policiales sólo acatarían las órdenes de los jueces de paz y en los establecimientos bajo su dependencia no habría de permitirse la intromisión de empleados ajenos a la repartición. Para los miembros de la Junta electoral, la delimitación de competencias precisas que defendían las autoridades provinciales significaba confesar “el franco fracaso de la Ley Sáenz Peña, desde que, […] la libertad, seguridad o inmunidad individual o colectiva que ella procura garantir, como medio de asegurar la libertad de sufragio, […] habría de quedar –fuera de la Capital o ciudades donde funciona un juzgado federal– al exclusivo amparo de los jueces de paz de las provincias”. Al cierre de los comicios, Medina declaró a la prensa que la falta de colaboración de la policía le había impedido atender las denuncias de fraude. Los argumentos esgrimidos por el gobierno bonaerense fueron confirmados por un sector de la Justicia. La Cámara Federal de Apelación revocó las sanciones que Astigueta impusiera al comisario y al juez de paz de Pergamino por haber negado su colaboración al secretario del juzgado. Los camaristas Ubaldo Benci y Héctor de la Fuente coincidieron en afirmar que el juez se había arrogado competencias que correspondían a otras autoridades. Era más importante que los jueces mantuviesen “su misión inconfundible en medio de la vorágine política, que el bien que su anómala intervención pudiera producir al régimen representativo de la soberanía nacional”.

En su fundamentación, De la Fuente destacó que el artículo 93 de la ley 8871 reconocía tres magistrados investidos de la potestad de resolver las reclamaciones de los ciudadanos que se vieran amenazados o privados del ejercicio de sus derechos cívicos: el juez de sección, en las ciudades asiento de su despacho; el letrado, en aquellas donde no hubiera juez federal; y por último, el juez de paz, donde no existieran los ya citados. La ley era precisa, no cabía por “vía interpretativa sostener que el juez federal por serlo, esté facultado para impedir que los otros, dentro del radio de sus jurisdicciones, ejerzan las funciones que expresamente se les han conferido”. No obstante, el camarista Adolfo Lascano confirmó la decisión de Astigueta. En las elecciones nacionales, según su interpretación, las provincias eran distritos de la nación y “el Congreso no puede haber querido poner al elector durante las horas del comicio, precisamente cuando más lo necesita, al exclusivo amparo de los jueces de paz de las provincias, funcionarios que no están bajo el control directo de la nación”. En el dictamen enviado a la Cámara de Diputados, la Junta Electoral afirmó que los antecedentes presentados demostraban de manera concluyente que los actos eleccionarios del 1 y 15 de marzo “se desarrollaron dentro de un marco de violencia y de fraude que los vician de nulidad, en términos absolutos”. Entre las pruebas del juicio formulado, cabía recordar “que todos los grandes órganos de la prensa, con una uniformidad impresionante, que excluye toda especie de suspicacia, basados en informaciones propias, calificaron de fraudulenta la elección que nos ocupa”.

Con este informe concluía su labor, ahora quedaba a cargo de la Cámara y la Justicia federal la aplicación de “las sanciones que la opinión pública espera”. El PDNB adoptó inmediatamente una serie de medidas destinadas a sancionar a los miembros del Poder Judicial que se habían atrevido a cuestionar su condición de partido gobernante. A fines de marzo la Junta de Gobierno resolvió promover juicio político a los jueces federales de Mercedes y La Plata. En setiembre de ese año, un grupo de legisladores conservadores presentó en la Cámara una denuncia de violación del artículo 42 de la Constitución provincial por parte del juez Ismael Casaux Alsina y del procurador Florencio Palacios Costa, ya que ambos tenían su domicilio en Capital Federal y, en virtud de sus cargos, estaban obligados a residir en La Plata. Inmediatamente, los diputados oficialistas impusieron el tratamiento sobre tablas de la cuestión y nombraron una comisión investigadora que debía pronunciarse sobre la posibilidad de solicitar al Senado el juicio político. A principios de octubre, la comisión ya lo había aprobado, a pesar de las protestas de los legisladores socialistas y radicales y del diario El Día, quienes dieron a conocer la larga lista de funcionarios que no cumplían con la disposición constitucional.

Casaux Alsina elevó una nota al Senado en la que se negó a encarar su defensa: “Los miembros del sector mayoritario del Poder Legislativo que hoy me acusan y juzgan y que actuaron como agentes electorales, vieron contrariados sus intereses políticos con ese pronunciamiento [el de la Junta Electoral] que alcanzó el respeto y la consideración de la República. Por ello no debo someter mi elevada actuación de magistrado, al conocimiento y decisión de quienes carecen de la requerida y elemental imparcialidad para juzgarme […] entrego mi juzgamiento al juicio sereno y elocuente del supremo tribunal de la opinión pública”. El Senado encontró culpables a ambos funcionarios y dispuso que fuesen inmediatamente separados de sus cargos. La Federación de Colegios de Abogados emitió una declaración, aprobada por doce votos sobre dieciséis, que recogió los pronunciamientos de los Colegios de Abogados de Bahía Blanca, Capital Federal, Córdoba, Dolores, La Plata, Mercedes y San Nicolás. La mencionada entidad reconoció que se había cumplido con todas las formalidades de la ley de enjuiciamiento, pero destacó que no podía dejar de manifestar su preocupación por la precipitación con que había sido encarado el juicio. También objetó las últimas reformas aprobadas por los legisladores sobre la organización del Poder Judicial ya que afectaban el principio de la separación de los poderes y no significaban una mejor administración de Justicia. Mientras los legisladores del bloque oficialista colocaron al Poder Legislativo provincial al servicio de sus objetivos como partido gobernante, en el Congreso, el Frente Popular no llegó a aprobar la sanción ejemplar que la opinión pública y los jueces de la Junta Electoral esperaban”.

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