Por Jorge Raventos.-

Durante las dos últimas semanas se registraron muchos hechos resonantes: ayer, sin ir más lejos, apalearon al secretario de Seguridad de la provincia de Buenos Aires. La semana anterior se conocieron los datos de la Encuesta Permanente de Hogares que difundió el INDEC: la pobreza alcanzó al 39,2 por ciento en el segundo semestre de 2022. El presidente Alberto Fernández viajó a Washington y se entrevistó con su colega de Estados Unidos, Joe Biden. Los gobernadores de la Región Centro -el entrerriano Gustavo Bordet, el santafesino Omar Perotti y el cordobés Juan Schiaretti- se reunieron en Córdoba, difundieron un cuestionamiento al peso de las retenciones y propusieron su gradual eliminación; además, insinuaron la necesidad de una presencia política fuerte “federal, del interior”, justo en el momento en que Schiaretti se apresta a lanzar formalmente su candidatura presidencial.

Pero si se mide por el centimetraje de los medios gráficos o por el tiempo y los bits dedicados por las redes y los medios electrónicos, la noticia y las repercusiones más importante de este período las produjo Mauricio Macri cuando anunció que no será candidato en los próximos comicios.

Hasta allí, el fundador del Pro amagaba con su candidatura presidencial pero ni la anunciaba ni renunciaba a ella, algo que perturbaba tanto a su propio partido como a la coalición Juntos por el Cambio. Todos querían saber ya mismo a qué atenerse, tanto los que consideraban que una candidatura suya favorecería al oficialismo (que sin duda explotaría la mala imagen que Macri no conseguía superar) como los que apostaban a que Macri unificase a la coalición y renovara la esperanza en un “segundo tiempo” en el que revisaría y corregiría los errores que determinaron la derrota sufrido en el primero.

El ingeniero dio entonces un paso (atrás o al costado, depende de la narrativa).

Los hechos son más importantes que el relato: Macri y Cristina Fernández de Kirchner, figuras principales de sus respectivas coaliciones, no competirán electoralmente este año. Ella, primero anunció que no participaría de ninguna lista y luego se declaró proscripta. “Sé` gual”, como decía Minguito Tinguitella.

En rigor, aunque ambos cuentan con el respaldo de minorías intensas y significativas, ya no tienen la voz cantante en sus fuerzas políticas. No pueden hacer lo que quieren. En el Pro, tanto Horacio Rodríguez Larreta como, inclusive, Patricia Bullrich, se mueven con autonomía. Ambos habían declarado que sus postulaciones eran independientes de lo que Macri decidiera hacer.

La señora de Kirchner, por su parte, aunque es convocada por un sector del Frente de Todos para que juegue el papel de llamador electoral de la base propia, es resistida por poderes territoriales y sindicales del peronismo que la ven como un obstáculo, no solo para alcanzar mayorías sumando a sectores independientes, sino para eventualmente gobernar.

Si bien se mira, ella misma parece convencida de que su momento ha pasado y sólo tiene por delante una extensa etapa de resistencia, para la que aspira a garantizar el control de sus seguidores sobre la provincia de Buenos Aires.

Como se ha señalado reiteradamente en nuestras reuniones, ya hace tiempo que el epicentro de la política argentina no es la concentración del poder que caracterizó a la era K (y que la expresidenta encarnó protagónicamente), sino más bien su descomposición. Ella, que pudo convertir a Fernández en candidato con un tweet, hoy ni consigue someter plenamente a su criatura ni mucho menos podría repetir aquella hazaña. Le está resultando difícil encontrar un candidato plausible para someterlo a la primaria que Alberto Fernández parece decidido a forzar.

Por su parte, Macri, que da un paso (atrás o al costado) como hizo ella en 2019, no está en condiciones de poner a dedo un sucesor ni siquiera en el distrito donde el Pro, que él formó, gobierna desde hace una década y media.

El sistema político organizado en torno a las figuras de Macri y la señora de Kirchner se ha ido deconstruyendo en espejo. El antikirchnerismo funcionaba como el pegamento principal de la coalición opositora, de ahí el papel sobredimensionado que la retórica de este sector suele otorgar a la vicepresidenta pese a su evidente declinación y a sus reiterados traspiés políticos.

La oposición usó al kirchnerismo para estimular una, digamos, “polarización positiva”, así como el kirchnerismo usó, en su momento, la evocación del gobierno militar y la represión desbocada de los años 70, y desde 2019 a la fecha, la demonización absoluta del gobierno de Mauricio Macri.

El relato K ha hecho de Macri y de la amenaza de su retorno al gobierno un eje principal de su prédica y de su retórica electoral, junto a la presunta proscripción de la señora de Kirchner. El corrimiento de Macri lo privó de una carta importante (y la realidad, de la otra).

La evaporación electoral de ambas figuras centrales cambia el paisaje y avanza unos pasos en la reconfiguración del sistema político, un proceso que no concluye con los comicios de octubre/noviembre. El cuadro actual de fuerzas políticas y coaliciones que está a la vista debería ser considerado una imagen transitoria, apenas una instantánea en medio de la deconstrucción y recomposición de un sistema que está pinchado y que seguramente seguirá así hasta su extinción.

El país político no tiene, en rigor, demasiados pilares sanos sobre los que asentarse. Los partidos, que en la primera década democrática constituían un tejido social amplio y activo, y exhibían conducciones representativas y legítimas votadas en procesos internos de masiva participación, lo que les otorgaba autoridad a sus liderazgos. Hoy se ven escuálidos y fragmentados. Las estructuras partidarias, edificadas para abarcar permanencias más largas y producir el clivaje entre identidades arraigadas y cambios de época, se ven contaminadas por la lógica de lo efímero, por el “tiempo real” de las tecnologías de la información, que promueve o entierra en el curso de horas o días, temas o perfiles personales, que diseña o pulveriza liderazgos.

Sin canales reales, la política, como arte de la construcción de afecto social y expresión simultánea de diversidades y de capacidad de conciliación, de conflicto y de convergencia, cede su paso a la antipolítica, a la desconfianza y la agresión o al sedicente neutralismo de la “gestión”. Teme la discusión de valores y proyectos. Y pierde capacidad para actuar sobre las situaciones que determinan la felicidad o la insatisfacción de los argentinos.

De lo que se trata es de reformular un sistema de poder que ha llegado al límite y que fracasa en garantizar orden y gobernabilidad del país. Hacerlo requiere un contenido, un rumbo y una base ampliada de poder. La Argentina está hundiéndose paulatinamente, esclava de sucesivas o simultáneas miradas de corto plazo.

Esa reformulación requiere un sentido estratégico, un contenido específico y una misión definida. Demanda, ante todo, representatividad, competencia y acuerdo alrededor de una política de mediano y largo plazo orientada a afrontar y resolver el drama de la pobreza y la marginalidad social que afecta a millones de compatriotas y constituye el mayor desafío que tiene por delante la Argentina. De lo contrario, la pobreza seguirá creciendo.

La sequía terrible sufrida por la producción agraria ha venido a empeorar el cuadro, recortando en alrededor de 20.000 millones de dólares las exportaciones, con sus inevitables consecuencias fiscales (caída de la recaudación) y sociales, caída de los ingresos que afecta principalmente a los más vulnerables.

Pero la sequía es un hecho excepcional. Pasado el fenómeno, Argentina está en condiciones de recuperar velozmente sus noveles de producción y exportación agroalimentaria, mientras en paralelo, con el aporte de Vaca Muerta y los nuevos gasoductos) se incrementa la capacidad de producción y exportación energética y se abren otros campos para atraer inversiones y fomentar crecimiento y empleo. A partir del año próximo (y en varios aspectos, ya en el segundo semestre de este año) el país estará en condiciones de recuperar terreno rápidamente e iniciar un ciclo de crecimiento que en poco tiempo podrá resolver un punto estratégico: el recurrente déficit de divisas, la famosa “restricción externa”.

El punto clave que hay que abordar reside en cómo evitar que esta nueva oportunidad histórica del país sea desaprovechada por el desorden de la política. El proceso de deconstrucción del sistema político que ha regido un extenso período de decadencia debe dar paso a una reconfiguración que garantice gobernabilidad y una amplia base de apoyo a un rumbo de crecimiento, integración nacional, federalismo, inserción internacional. y reparación social.

El gobierno que surja de las elecciones de octubre//noviembre reflejará todavía el proceso de deconstrucción y búsqueda de reordenamiento: habrá un Congreso en el que ninguna fuerza individual tendrá autonomía de vuelo, lo que supone o una inmovilidad legislativa análoga a la de las últimas semanas o, por el contrario, la más sensata perspectiva de acuerdos prácticos.

Decía Gramsci que «la crisis consiste precisamente en el hecho de que durante el interregno en que lo viejo termina de morir y lo nuevo tarda en nacer: se verifican los fenómenos morbosos más variados».

Se trata de acelerar la transición hacia lo nuevo. Una comunidad puede atravesar momentos de crisis si siente que hay un rumbo, que hay unidad de sentido. De lo contrario, las esperanzas decaen, sobreviene la decepción, la centrifugación, el cuestionamiento a los otros (empezando por “la casta política”). En suma, el tobogán de la decadencia.

Un capítulo importante de la transición se abrió con el paso al costado (o atrás) del ingeniero Macri, que permite en primera instancia un ordenamiento de fuerzas en el Pro, donde se perfilan las figuras de Larreta y Bullrich como precandidatos principales (María Eugenia Vidal no ha pasado hasta ahora de ser un comodín en el juego con el que Macri intentó, e intenta, condicionar los pasos del jefe de gobierno porteño).

Algunas encuestas ilustran el alivio que el apartamiento de Macri produjo en su propia base. Una encuesta de D’Alessio Irol/Berensztein señala que ese corrimiento fue bien considerado por un 67 por ciento de los consultados independientemente de sus simpatías electorales, pero lo significativo reside en que esa media se eleva marcadamente entre los votantes de la oposición, donde 82 de cada cien encuestados que en 2021 votaron por Juntos por el Cambio piensan que “es beneficioso” para esa coalición que Macri no sea candidato.

Si bien se mira, este porcentaje dice mucho más que las cifras de imagen negativa que suele invocar el oficialismo, en las que está incluido el electorado del Frente de Todos (que naturalmente vuelca el porcentaje hacia el costado oscuro). En este caso, en cambio, son 82 de cada 100 votantes de la coalición opositora los que se congratulan del corrimiento (es decir: preferían que Macri no fuera candidato).

Pero, aunque renuncia a la candidatura, Macri promete no borrarse (“Yo no me voy. Estuve, estoy y voy a estar siempre”, le dijo a Ignacio Miri, de Clarín).

Macri adelanta ya que tiene diferencias con posiciones centrales de Larreta, particularmente la opción de éste por un diálogo que amplíe la base que eventualmente surja de una victoria en las urnas para consolidar así la gobernabilidad.

Larreta dice en álgebra, lo que en aritmética se traduce como acordar con el peronismo no kirchnerista. “Ya está claro que no pienso lo mismo -reiteró Macri, interrogado por Clarín- porque hoy ya es difícil encontrar cuál es el peronismo sin el kirchnerismo”.

Hace mucho tiempo que a Macri le cuesta distinguir esa diferencia. Mientras era presidente, Miguel Ángel Pichetto, desde el peronismo no kirchnerista, le proponía más o menos lo mismo que hoy dice Larreta: un acuerdo sobre políticas de Estado compartidas. También se lo sugería un distinguido miembro de Juntos por el Cambio -titular de la Cámara de Diputados en ese período-, Emilio Monzó. Macri prefirió no distinguir, impulsado por otra obsesión.

Para un sector minoritario pero con peso en la sociedad argentina, la cuadratura del círculo política (durante muchas décadas) ha sido la disolución, eliminación o neutralización del peronismo.

En los últimos tiempos se vive un cierto resurgimiento de esa quimera: ha emergido un relato histórico revisionista que, apoyado en la crítica al kirchnerismo, coincide sin embargo con éste al caracterizar el período clásico del justicialismo como una réplica anticipada del ciclo K. La intención parece ser aprovechar el ocaso del fenómeno K para despedir con él, en la misma ceremonia, las ocho décadas de protagonismo político del movimiento que nació el 17 de octubre de 1945.

La ilusión de desperonizar la Argentina ha dado lugar a distintos métodos y tácticas (desde la represión a la infiltración, desde la proscripción del justicialismo a la proscripción generalizada de la política a la espera de que el paso del tiempo extinguiera tanto al conductor como a su influencia). Y provocó asimismo sucesivas decepciones y fracasos.

Cada vez que empieza a entreverse que esa quimera se vuelve difícil de alcanzar, los más empecinados son invadidos por una mirada sombría y tienden a diagnosticar que la sociedad argentina está condenada, víctima y cómplice de una aberración incurable.

Ahora la idea luce quizás más realizable. Ya que el Partido Justicialista ha sido largamente colonizado por el kirchnerismo (o por el progresismo, según lo ve Emilio Pérsico) y dado que este ciclo indefectiblemente termina, habría llegado finalmente el momento -a los ojos de aquellas fuerzas- de ir por el peronismo. Mucho más cuando la larga temporada de colonización parece haber anestesiado los reflejos de supervivencia del peronismo, que no encuentra aún ni su eje de reordenamiento ni un liderazgo alternativo.

La paradoja es que mientras algunos preparan un sepelio del peronismo, la mayoría de las fuerzas políticas opositoras se nutren de destacados dirigentes que se formaron e hicieron parte importante de su cursus honorum en el peronismo (eso ocurre hasta entre los libertarios de Javier Milei).

Tal vez la promesa de permanencia en el escenario que formula Macri lo empuja a encarnar una versión actualizada de aquella utopía de cancelación para iluminar desde ese faro lo que cree será un inevitable gobierno de Juntos por el Cambio con un presidente del Pro. Conviene releer el célebre minicuento de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

El desorden que reina del otro lado del muro, en el amplio espectro del peronismo (el autónomo, el no-kirchnerista y el “secuestrado” por el kirchnerismo), puede favorecer un diagnóstico terminal, pero no es aconsejable saltearse precipitadamente los detalles. El apartamiento de Macri es un primer paso del ordenamiento interno del Pro, pero el Pro necesita mantener viva y activa la coalición Juntos por el Cambio, donde tiene socios calificados.

La perspectiva de que el Pro sostuviera la candidatura de Macri constituía un bocado indigerible para la UCR. Ese problema parece resuelto, pero quedan otros.

El ingeniero Macri le reclama a Rodríguez Larreta que garantice la continuidad del Pro en el gobierno porteño y lo conmina a que nomine urgentemente a su primo (Jorge Macri) como candidato único de esa fuerza (es decir, que saque de carrera a Soledad Acuña y a Fernán Quirós, precandidatos de la escudería larretista). El Jefe de Gobierno se resiste a dar un paso en esa dirección sin resolver primero una reivindicación del radicalismo: la garantía de que el comicio porteño ofrecerá condiciones de ecuanimidad para su candidato, Martín Lousteau. El instrumento de la ecuanimidad sería que la votación sobre autoridades de la Ciudad esté diferenciada de la elección nacional (por ejemplo, a través de boletas distintas). Los primos Macri por ahora rechazan la pretensión.

Larreta quiere cumplir con los radicales porque confía en el apoyo de las estructuras de la UCR en la campaña presidencial, pero también porque mantiene una sociedad muy constructiva con Lousteau (y con su principal valedor en el distrito (Enrique Coti Nosiglia). En los últimos ocho años Larreta, que ya gobernaba la ciudad desde su puesto de decisivo número dos de Macri, incrementó rotundamente su control sobre el aparato porteño y su sistema de relaciones. Tal vez sospecha que los Macri desarmarían ese tejido y que le resultaría menos complejo seguir desarrollándolo con Lousteau como gestor.

Seguramente se encontrará una solución para ese tironeo. Pero aún habrá otras fichas a colocar en el puzzle opositor: la discusión de las listas es uno obvio, pero también debe resolverse la composición y el orden de las candidaturas cruzadas con las que Juntos espera potenciar la fuerza de su alianza en la elección general. En las varias provincias subsisten tensiones fuertes. En Mendoza, la coalición acaba de romperse.

No es menos importante la resolución de las postulaciones a la gobernación bonaerense (clave de la bóveda de la estabilidad del próximo gobierno).Y también el papel que jugarán las otras fuerzas constitutivas de la coalición, la que lidera Elisa Carrió (quien todavía promete presentar su candidatura presidencial en las PASO) y el peronismo republicano de Pichetto y Ramón Puerta.

Además, después de unas PASO marcadas por la confrontación, ¿qué porcentaje de los votantes del candidato perdedor respaldará efectivamente al otro en el comicio general? ¿Los seguidores de una Patricia Bullrich eventualmente derrotada, por ejemplo, preferirán votar por Larreta o se volcarán por Milei? Y si el vencido en la PASO es Larreta, ¿cuántos de sus votantes preferirán a Bullrich sobre el candidato radical o sobre, por caso, Juan Schiaretti?

Como se ve, son muchas las asignaturas pendientes. Aunque el renunciamiento de Mauricio Macri haya contribuido a ordenarlas y los arúspices de las encuestas distribuyan vaticinios favorables, los segundos tiempos hay que ganarlos en la cancha.

Por su lado, el oficialismo tiene tantas materias por resolver que sería largo enumerarlas. Al menos una -muy principal- se dirimió el viernes último en Washington, donde Sergio Massa consiguió que el FMI abra la bolsa y apruebe un desembolso de más de 5.000 millones de dólares, justificado por los daños financieros que ha provocado la sequía. Para Massa y para el gobierno esos fondos son indispensables, porque se necesita seguir tapando agujeros, una tarea que algunos menosprecian pero que es lo que permite mantener a flote la economía argentina y vislumbrar la esperanza de llegar al comicio sin los estallidos que otros le auguran.

Con los dólares llegaron, claro, condicionalidades: el gobierno debe moderar la moratoria previsional que el kirchnerismo impuso en el Congreso (con ayuda de parte de la oposición), retocar tarifas y subsidios y mejorar con realismo el manejo cambiario. Habrá pataleos del ala más peleadora del oficialismo, pero los desafíos no pasarán de las palabras nadie tiene allí un programa alternativo al de Massa (que básicamente surge del acuerdo con el Fondo).

Después del respiro obtenido en Washington, el ministro se prepara para otro capítulo: en mayo viajará a China. Massa, que quiso construir una avenida del medio en la política argentina, ahora camina por el filo de la grieta geopolítica.

En rigor, la Argentina deberá desempeñarse con ese paisaje mundial de fondo durante largo tiempo. Son tiempos de oportunidad y también de exigencia.

Los recursos a disposición y la composición de fuerzas de un nuevo sistema político compondrán una resultante capaz de integrar la apertura al mundo, consolidar un Estado fuerte e inteligente que no sea una carga sino un motor para el fortalecimiento de la producción nacional, una estrategia de integración nacional y de consolidación del federalismo que incluya una acción vigorosa para incorpora a los sectores más postergados y marginalizados: el conurbano bonaerense y los conurbanos interiores. La transición entre lo viejo y lo nuevo no se agota en la elección presidencial. Pero, más allá de ese hito, hay que acelerarla.

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