Por Hernán Andrés Kruse.-

Evo Morales fue presidente de Bolivia por más de una década. De ideología progresista mantuvo excelentes vínculos con aquellos mandatarios latinoamericanos afines: Hugo Chávez, Rafael Correa, Lula, Néstor Kirchner, Cristina Fernández Kirchner, entre otros. Pero fue lo suficientemente pragmático para relacionarse de manera civilizada con presidentes de otro signo político, como Mauricio Macri y Sebastián Piñera. Durante su largo período presidencial la calidad de vida de los bolivianos se elevó notoriamente. Hay un indicador económico que a los argentinos nos causa una gran envidia: hoy la inflación en el país del altiplano es menor al 2% anual. Lamentablemente, Evo cometió dos “pecados”. El primero es su origen indio. Evo Morales es oriundo del sector indígena o, si se prefiere, originario del país vecino. Que por primera vez, como bien lo acaba de expresar el presidente electo Alberto Fernández, ocupe la presidencia un boliviano que se parece a los bolivianos, es toda una noticia. Pues bien, su indigenismo jamás fue tolerado por aquellos sectores del pueblo boliviano “blancos”, es decir, “superiores”. El otro pecado fue su intención de eternizarse en el poder, pecado compartido por varios líderes progresistas de la región, como Hugo Chávez, Rafael Correa y el matrimonio Kirchner, entre otros. Para el logro de ese objetivo se valió del manoseo de la constitución a través de un proceso de reformas tendiente a legitimar esa ambición. Dicho proceso tuvo su culminación hace poco cuando tuvieron lugar las elecciones a presidente que terminaron en un escándalo de proporciones. Evo aseguró que había ganado en primera vuelta, lo que fue tajantemente desmentido por la oposición cuyos máximos referentes lo acusaron de haber cometido fraude. La OEA decidió poner en marcha una auditoría para determinar la limpieza de los comicios mientras comenzaban a registrarse signos de rebelión, protagonizados por sectores castrenses, en varios puntos del país. El domingo 10 de octubre Evo Morales decidió convocar a nuevas elecciones para descomprimir la situación. Poco antes, al dar a conocer el informe preliminar de su auditoría, la OEA le exigió al presidente la anulación de las elecciones presidenciales. Horas más tarde las fuerzas armadas y la policía le exigieron la renuncia. Morales renunció y hoy se encuentra exiliado en México luego de un prolongado viaje por la decisión de varios presidentes de la región de no permitir al avión que lo transportaba surcar por su cielo.

Evo Morales no renunció por convicción sino porque fue presionado por las fuerzas armadas y la policía. Fue eyectado del poder por la fuerza de los fusiles, como en los “buenos tiempos”. Fue un golpe de Estado clásico, como los que tuvieron lugar en la Argentina durante varias décadas. La presión que sufrió Evo Morales me hizo acordar a la que sufrió en 1966 Arturo Illia. Pero lo notable de este golpe de Estado fue que sus máximos referentes civiles, el empresario Luis Fernando Camacho y la presidenta autodesignada Jeanine Añez, se abrazaran a la Biblia cuando se consumaba la destitución. Ello significa que se está en presencia de un golpe de Estado tradicional impregnado de un fuerte tufillo religioso, lo que le otorga un inquietante carácter dogmático. En efecto, “Un dogma”, dice José Ingenieros en su libro Hacia una moral sin dogmas, “es, a la vez, una verdad infalible y un precepto inviolable, revelado directamente por la divinidad o por sus elegidos, o indirectamente inspirada a hombres que tenían calidad particular para recibirla. El dogma debe ser acatado tal como lo ha definido, de conformidad con la inspiración divina, una autoridad cuya competencia es indiscutida; su palabra expresa la verdad absoluta y debe ser objeto de fe inmutable, puesto que la divinidad no se engaña nunca ni puede engañar” (…) “Esa doctrina, implícita en varios sistemas teológicos, ha sido generalmente auspiciada por los gobiernos que cimentaban su autoridad en el derecho divino” (…) “Toda ética fundada en una teología es, por definición, dogmática. Quien dice dogma, pretende invariabilidad, imperfectibilidad, imposibilidad de crítica y de reflexión” (…) “El dogma no deja al creyente la menor libertad, ninguna iniciativa; un verdadero creyente, por el simple hecho de serlo, reconoce que, fuera de los preceptos dogmáticos, es inútil cualquier esfuerzo para el perfeccionamiento moral del individuo o de la sociedad”.

La dogmática Jeanine Añez no es presidente de Bolivia sino una usurpadora por una sencilla y contundente razón: en el acto de proclamación no estuvieron presentes los legisladores que responden a Morales, que constituyen la mayoría. La usurpadora prometió convocar cuanto antes a elecciones presidenciales. La gran pregunta es la siguiente: ¿podrá participar la fuerza política que responde al presidente derrocado (MAS) y que representa a cerca de la mitad del electorado? Mucho me temo que las flamantes autoridades bendecidas por Trump y Bolsonaro se inclinen por su proscripción. Bolivia está viviendo un momento dramático. La sociedad está ferozmente dividida en dos bandos antagónicos, irreconciliables. Evo Morales no es inocente en esta triste historia pero menos lo son quienes, tanto civiles como uniformados, ejecutaron un golpe de Estado de consecuencias impredecibles.

Golpe de Estado en Bolivia: posturas antagónicas

¿Un «golpe» contra un golpista? (*)

Andrés Oppenheimer

MIAMI.- Los presidentes de México, Cuba y Venezuela y el presidente electo de la Argentina, que avalaron el fraude electoral realizado por el expresidente boliviano Evo Morales el 20 de octubre, ahora están denunciando lo que llaman un «golpe» en Bolivia. Pero ¿fue la renuncia forzada de Morales un «golpe»? ¿O fue una restauración legítima del Estado de Derecho después de que un presidente inconstitucional se robó una elección? En otras palabras, ¿puede haber un «golpe» contra un golpista?

Estas son preguntas importantes por razones que van mucho más allá de la crisis de Bolivia. Plantean la cuestión de si una potencial exigencia militar de que se realicen elecciones libres en Venezuela, Nicaragua, Cuba u Honduras sería un golpe de Estado o, todo lo contrario, una medida legítima para restaurar el orden constitucional. Para ser claros, contrariamente a quienes admiran al difunto dictador chileno Augusto Pinochet o a Fidel Castro, creo que no existe tal cosa como un «buen» golpe o un «buen» dictador.

Es por eso que a lo largo de los años he criticado los golpes tanto de derecha como de izquierda, incluidos el de Pinochet, el del dictador argentino Jorge Rafael Videla y el de 2002 contra el difunto hombre fuerte de Venezuela, Hugo Chávez. Pero en todos esos casos, los militares derrocaron o forzaron la renuncia de presidentes democráticamente elegidos. Comparativamente, Morales era un presidente inconstitucional, que cometió fraude en las elecciones del 20 de octubre.

Aquí están los hechos. Primero, según la Constitución vigente cuando Morales asumió el cargo en 2006, solo podía servir dos términos consecutivos. Pero Morales cooptó el sistema de justicia para cambiar las reglas y postularse para un tercer mandato. Esa fue su primera gran violación del Estado de Derecho. En segundo lugar, en 2016 celebró un referéndum para poder postularse para un cuarto mandato consecutivo. Morales perdió el referéndum, pero ignoró sus resultados. Esa fue su segunda gran violación de la voluntad del pueblo.

Tercero, después de haber perdido el referéndum, Morales esgrimió el insólito argumento de que impedirle postularse para un cuarto mandato violaría sus derechos humanos. Hizo que el Tribunal Constitucional, repleto de adeptos suyos, validara su argumento. Esa fue su tercera gran violación del Estado de Derecho. Cuarto, Morales se robó las elecciones del 20 de octubre, tal como lo confirmaron los propios observadores electorales extranjeros invitados por su gobierno y la empresa privada contratada por el régimen para auditar los resultados electorales.

A las 8 de la noche del día de las elecciones, el Tribunal Electoral dejó de anunciar misteriosamente los resultados cuando estaba claro que Morales no ganaría en la primera vuelta. Era vox populi que Morales no ganaría en una segunda vuelta, porque la mayoría de los candidatos de la oposición se unirían en su contra.

El sistema permaneció caído durante las siguientes 23 horas. Cuando se reanudaron los resultados oficiales al día siguiente, Morales había revertido milagrosamente la tendencia de los votos y se perfilaba como ganador en la primera vuelta. Esa fue la gota que rebasó el vaso y motivó que la gente saliera a protestar.

Una misión de observación electoral de 92 miembros de 24 países de la Organización de Estados Americanos (OEA), que el propio Morales había invitado al país, determinó que los resultados oficiales eran dudosos y recomendó que se realizara una segunda vuelta.

Morales disputó el fallo de la misión de observación de la OEA y acordó permitir una nueva misión de auditoría de la OEA de 30 miembros, que la oposición de Bolivia denunció como parcializada a favor de Morales. Sin embargo, la nueva misión de auditoría también concluyó que Morales no había ganado limpiamente.

En resumen, si los militares que recomendaron que Morales renunciara para evitar un derramamiento de sangre permanecen en el poder, será un golpe de Estado. Pero si se respeta la línea de sucesión constitucional y un nuevo presidente interino convoca nuevas elecciones en 90 días, será una medida para restablecer el orden constitucional que había violado Morales.

(*) La Nación, 12/11/019.

Palabras urgentes sobre Bolivia (*)

Edgardo Mocca

La ilegal destitución del presidente Evo Morales en Bolivia marca el fin de una época. Desde la recuperación democrática de Argentina en 1983, las fuerzas armadas no se habían presentado como actor decisivo en un proceso de ruptura del orden constitucional en América Latina. Está claro que hubo militares involucrados en los golpes de Honduras, Paraguay y Brasil. Pero no estuvieron al frente de modo abierto e institucional como en este caso.

En 1983 comenzó la recuperación de la ilusión democrática. Entonces se hablaba de la “transición” a la democracia. Era una doctrina de reforma institucional que asignaba lugar central a partidos y parlamentos, que concebía fuerzas armadas “institucionales” y apartadas del juego político. Era también una doctrina para la que la movilización popular era ruido pernicioso y las agendas redistributivas y anticoloniales de nuestros pueblos eran meros resabios del pasado que había que ir desplazando de la escena.

Aquella transición convivió con la teoría de los “dos demonios”. Bajo su reinado, todo el proceso de resistencia popular contra las fuerzas oligárquicas quedó reducido a sus expresiones más violentas y militaristas, ocultándose así la riqueza y la validez histórica de ese rico proceso de movilización. Cuando hoy se habla de volver a mirar ese pasado, aparece la intolerancia y el oscurantismo antihistórico de quienes pretenden degradar aquellas luchas a un gran malentendido intergeneracional. Lo cierto es que lo que hasta hace poco eran evocaciones fantasmales que había que exorcizar hoy retornan, vuelven a emerger en el escenario político. Las movilizaciones del pueblo chileno son ese retorno; la experiencia de la Unidad Popular chilena fue un faro en aquella circunstancia histórica con la experiencia del gobierno de la Unidad Popular presidido por el héroe y mártir Salvador Allende y hoy está presente en las multitudes que no cesan de ocupar la calle de las principales ciudades del hermano pueblo contra el sedicentemente exitoso neoliberalismo del régimen pospinochetista.

Cada vez está más clara la cláusula no escrita en ninguna carta magna pero plenamente operativa: el orden constitucional solamente es compatible con políticas respetuosas de las desigualdades acumuladas geométricamente en nuestras sociedades. Solamente es admisible en el marco del alineamiento firme detrás de la visión geopolítica estadounidense, de los intereses de la oligarquía financiera globalizada y del sometimiento a las nuevas formas particularmente intensivas del trabajo a la voluntad omnímoda de los grupos económicamente poderosos.

El derrocamiento de Evo es un mensaje claro. Pretende ser un nuevo Nunca Más. En este caso el nunca más de ellos. Nunca más insubordinación a los poderosos, nunca más pueblos empoderados (especialmente si no son blancos y hablan un correcto inglés), nunca más constituciones que pongan la vida, los derechos y la justicia en un plano axiológico superior a la propiedad privada y la seguridad jurídica del dinero.

Es muy importante para los argentinos y argentinas reconocer este mensaje. Vamos a empezar una etapa nueva surgida de la voluntad popular clara y ampliamente expresada en las urnas. Una etapa surgida de las resistencias populares y de la lúcida interpretación de ese proceso ejecutada por quienes se pusieron al hombro el proceso de unidad contra el despojo clasista y la humillación nacional que significó el gobierno de Macri. Tenemos que sostener un proceso político claramente alternativo y antagónico a las políticas de estos últimos cuatro años. Tenemos que hacerlo con voluntad pacífica, con disposición al diálogo plural y constructivo. Y también con una clara e indoblegable decisión de que ningún poder fáctico, ninguna constitución no escrita, ninguna voluntad violenta ni desestabilizadora pueda desarrollarse en nuestra patria. Para eso hay que usar la ley. Para eso hay que legislar ahí donde pueda aparecer algún vacío jurídico que aliente el accionar ilegal y desestabilizador. Para eso hay que desplegar una gran capacidad de movilización popular. De nuestros trabajadores, de nuestras organizaciones sociales, estudiantes, profesionales, científicos. Del movimiento por la igualdad de género, por la plenitud del ejercicio de los derechos de todas y todos, en condiciones de autodefenderse de cualquier agresión.

Se terminó la etapa de la cándida confianza en el respeto por nuestra legalidad democrática, de parte de embajadas extranjeras y servicios de inteligencia de la gran potencia regional. De parte de supuestos “políticos” que viven en medio de carpetas serviciales y están siempre dispuestos a cumplir con deseos urdidos muy lejos de nuestra tierra. De parte de jueces absolutamente venales dispuestos a cumplir el papel de comparsa judicial de la desestabilización antidemocrática. Hay que replantear la mirada y la consecuente agenda geopolítica que confía en la voluntad pacífica y democrática de la CIA y desconfía de potencias que no practican la democracia liberal (¿cuál es la democracia liberal en la que se inspiró la OEA en estas horas trágicas para el pueblo boliviano?). Hay que terminar con el mito del “régimen dictatorial” de Maduro, para comprender la dura crisis que atraviesa el hermano pueblo bolivariano como una consecuencia de la agresión sistemática de quienes se revelan en estas horas como cómplices y lacayos del ataque más cínico a la autodeterminación democrática del pueblo boliviano.

(*) Página/12, 12/11/019.

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