Por Alberto Medina Méndez.-

Demasiadas personas consideran que este tema no puede siquiera discutirse. Cuando empiezan los cuestionamientos a este derecho, considerado esencial, se exasperan rápidamente, reaccionan en forma desmedida y se cierran a cualquier tipo de intercambio de opiniones.

Es vital entender los peligros que se asumen cuando una idea no puede ser revisada, sobre todo cuando los resultados de esas políticas, no han demostrado su utilidad práctica, sino más bien todo lo contrario.

La actual dinámica sindical tiene un indiscutible origen fascista. La legislación vigente es corporativa. Delega poder en los gremios y no en los trabajadores, dando lugar a la creación de cuantiosos engendros institucionales que gozan de una inmerecida jerarquía. No se han construido al amparo de la voluntad ciudadana, sino de una alquimia jurídica artificial.

Quienes defienden el derecho inalienable a la huelga utilizan justificaciones simplistas, pretendidamente emotivas, pero estructuralmente falaces, en la inmensa mayoría de los casos. La realidad aporta muchas evidencias, sin embargo, la clase política no ha tenido el coraje suficiente para hacer algo al respecto. Prefieren ni mencionarlo, para evitar que se crispen los ánimos.

El tradicional argumento de que la huelga es legal es de una enorme pobreza intelectual. La esclavitud, «la solución final», el colonialismo y el «apartheid» también eran legales sin que eso los haya convertido jamás, ni siquiera en su tiempo y contexto, en legítimo por su mera existencia.

Aquello de que las organizaciones gremiales protegen a los trabajadores es completamente discutible. No es posible demostrar que hubiera ocurrido bajo otras reglas de juego. Lo que es indudable es que este esquema que tantos adeptos tiene, ha provocado una temible estratificación entre asalariados de primera y de segunda, y esto sí que es más difícil de refutar.

Esa mirada sesgada, lamentablemente masiva, que intenta colocar a los empresarios como los «malos de la película», esos que pueden hacer lo que sea mientras los explotados empleados, dócilmente, aceptan las humillantes condiciones que les imponen, no se ajusta para nada a la realidad.

Algunos, aun hoy, sostienen que la huelga es un civilizado modo de expresar disconformidad. Por eso, para esa visión, vale todo y coartar esa posibilidad configura una limitación totalmente inaceptable.

Esa caricatura del presente omite múltiples aspectos demasiado relevantes que son intencionalmente ignorados por los que persiguen réditos espurios y defienden solamente sus propios espacios de poder, utilizando a los que se esfuerzan a diario, como instrumento para cumplir sus propios objetivos.

Bajo esas circunstancias, esos sindicalistas no están priorizando a la gente a la que supuestamente representan, sino a su mezquino e intrincado aparato de intereses económicos y políticos, que le resulta absolutamente funcional para lograr esas metas personales que han diseñado para sus vidas.

La situación económica, las medidas del gobierno, las percepciones subjetivas de la sociedad, son la excusa perfecta para avanzar en direcciones oscuras. Solo pretenden lograr mayor visibilidad pública dando una simulada batalla, con muchas cámaras de televisión a su alrededor, para regocijar sus egos y dar pasos firmes hacia sus pérfidas ambiciones.

A no engañarse. No los mueve ni su cínica sensibilidad social, ni su adoración por los que se sacrifican a diario en sus tareas de rutina. No se trata de personajes heroicos, ni tampoco de humildes almas caritativas. Ellos saben lo que hacen y son muy eficaces a la hora de construir poder.

No lo hacen a solas y sin colaboración explícita. Son los actores cotidianos de la sociedad los que los han ayudado finalmente a edificar este monstruo que hoy se ha apropiado del país, poniendo de rehenes a todos los ciudadanos y amenazándolos con situaciones aberrantemente inmorales.

Ellos pueden hacer lo que hacen porque conviven en esta nación con una casta política cobarde, que no está dispuesta a enfrentarlos en serio. Se llenan la boca en privado, detallando las crueldades de la corporación sindical, pero luego tranzan y se arrodillan ante sus denigrantes exigencias.

Parte de la sociedad cae en la misma trampa, avala estas disparatadas aventuras y cree genuinamente en la historieta que dice que estos pícaros dirigentes gremiales realmente protegen a los trabajadores. Justifican todas sus depravaciones apelando al patético argumento del mal menor.

Ellos siguen creyendo que sin sindicatos los trabajadores serían esquilmados y no gozarían de ningún beneficio. Existen otras experiencias diferentes en sociedades afines. Tal vez si conocieran algo de eso concluirían que este modelo no resiste el más mínimo análisis y que sus peores costados sobreviven, mientras sus hipotéticas ventajas se esfuman.

También existe otro sector significativo de la sociedad que sabe muy bien que esta impronta sindical es negativa y nefasta para todos. Pese a esa convicción acepta con mansedumbre que todo siga igual y no está dispuesta a apoyar los cambios necesarios. Los pusilánimes no solo militan en la política, también están estratégicamente diseminados en la comunidad.

Hacer un «paro nacional» es, tal vez, el posgrado de la inmoralidad. Es utilizar las herramientas legales disponibles para abusar de ellas en contra de la sociedad que se las ha cedido ingenuamente. La perversidad de esta forma de actuar merece un repudio unánime y es hora de que la sociedad se exprese, sin eufemismos e hipocresías, dando su más sincera opinión.

Es evidente que la creatividad gremial no existe. Siempre se les ocurre lo mismo. La discusión finalmente solo pasa por conocer cuando será la huelga y que extensión demandará en esta ocasión. Habrá que reconocer que la receta ha funcionado y por eso no se esmeran con novedosas invenciones.

Soportar estoicamente esa bravuconada de siempre vale la pena para demasiada gente. Mientras esa inercia ciudadana no se modifique, la política tampoco hará lo que debe y los infames dirigentes sindicales seguirán atropellando a todos como lo han hecho desde siempre.

La huelga puede ser un recurso de última instancia y no un comodín que se coloca en cualquier momento y lugar. Solo debería existir en el ámbito de la relación voluntaria entre los trabajadores y su empleador, pero no de un modo corporativo que permita esta sistemática extorsión a la sociedad.

El uso de la fuerza, la amedrentadora actitud de sus líderes, la hostil postura que impone conductas a la ciudadanía, no puede constituirse en un derecho aplaudido efusivamente por la sociedad. Mientras esto no se comprenda la gente seguirá sufriendo la perversidad del derecho de huelga.

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