Por María Zaldívar.-

Crecí escuchando que “somos un país rico” mientras la realidad se empeñaba en desmentirlo. Algo raro pasa porque ese mensaje repetido hasta hoy nos describe como reyes pero el espejo nos devuelve la imagen de unos zaparrastrosos que viven a subsidios. Porque si es cierto que estamos llenos de recursos naturales también es cierto que, mientras permanecen en estado natural, no son recursos.

A través de las ultimas décadas hemos apilado beneficencia estatal hasta convertirnos en un destacado miembro del lote de naciones tercermundistas del planeta. Peleamos los peores lugares en las pruebas PISA con países tan remotos que hasta desconocemos su ubicación en el mapa. Cada año aumentamos la cantidad de planes sociales y, lejos de preocuparnos, nos enorgullece. Millones de habitantes reciben asistencia social para alimentar a sus familias, millones que tampoco pagan sus consumos de servicios públicos y a la mayoría de los millones que sí los pagan les parece bien. Podría deducirse que a todos los involucrados: asistidos, estado y pagadores les resulta menos gravoso mantenerlos económicamente que sacarlos de la indigencia.

Recientemente se ha comunicado con satisfacción el “boleto estudiantil” . Hace unos cuantos años que los chicos van al colegio, principalmente, a comer. Suprimidos los aplazos y sin posibilidad de repetir grado, la escuela pública fue mutando hasta llegar a ser el engendro que es hoy. Ahora los chicos podrán trasladarse gratis a un lugar donde les regalan la comida y las notas. En el fondo es lógico. Si el padre no paga la luz no hay razón para que el hijo pague el transporte y el almuerzo. La asistencia estatal se ha vuelto cultura. O incultura porque, paradójicamente, quienes se empujan por entrar en el circuito de la dádiva oficial no salen más de pobres. Las consignas culturales de moda han sepultado la noción de dignidad y que el estado provea lo que cada individuo no puede alcanzar con el propio esfuerzo, ahora es un derecho.

Nótese que las villas “miseria”, inolvidable legado de Perón que trasladó gente del interior a la capital y el conurbano para alterar el resultado de las elecciones en su favor, solían denominarse villas de “emergencia”. El concepto indica excepcionalidad y durante varias décadas, así fue. El poblador de esos asentamientos estaba de paso hacia algo mejor. Mi madre, docente, censó durante años algunos de esos barrios marginales. Su recuerdo habla de familias humildes y prolijas que la recibían con amabilidad y algún bocadito casero. No iba acompañada por gendarmería, nadie le robaba ni la hostigaba; vio muchos manteles de hule, mucho tejido a mano y la expectativa de no volverse a encontrar en el siguiente censo.

Hoy no son más “villas de emergencia” porque no son más de paso. Los cartones y el adobe fueron reemplazados por materiales de construcción que los diferentes gobiernos, desde el peronismo a Cambiemos, reparten “gratis”. El proyecto pasó de erradicarlas a urbanizarlas, como si fuera posible urbanizar el espanto. El poder político ha decidido sepultar a sus pobladores sellando su suerte. Con cada bolsa de cemento que aceptan, esos “beneficiados” están firmando su declaración de pobreza permanente.

El peronismo institucionalizó la demagogia. La Argentina tomó el veneno con las dos manos a partir de los ’50 pero setenta años después no es serio seguir lamentándose de aquella catástrofe. Los no peronistas estamos utilizando la misma paupérrima excusa de los que señalan al gobierno militar de los ’70 como responsables de los males actuales, cuarenta años después. Un día hay que madurar, hacerse cargo de la mochila que nos ha tocado y dejar de mirar para atrás. Sin exculpar a nadie, es hora de terminar con la descripción de los problemas y pasar a resolverlos. ¿Qué día hicimos de la miseria una virtud y cómo ninguna fuerza política opuso resistencia a semejante falacia?

El punto de discrepancia es el diagnóstico. ¿Cuál es nuestro problema? ¿Qué hay que cambiar para que el país se encamine? ¿Es una cuestión de personas o hay algo más? El PRO entiende que son las personas. Ese es el diagnóstico sencillo: se cambian las personas equivocadas por las correctas y listo, la cosa se arregla. Los que sostenemos que el problema es el sistema entendemos que, cuando el sistema funciona, las personas son casi lo de menos pero que la tarea de cambiar el sistema es titánica y que para eso sí es preciso un puñado de titanes.

Cambiar las personas es reemplazar a Kicillof por Prat Gay. Cambiar el sistema es pensar y aplicar una política que tenga como objetivo reducir los subsidios y el asistencialismo y es trabajar sobre una población empalagada de populismo. Es explicarle que cuando se reclama que de algo se haga cargo “el estado”, un asalariado estará haciendo el esfuerzo económico. Es aclararle a la opinión pública que “el estado” son los que trabajan y pagan impuestos, que “el estado” reparte el dinero ajeno porque “el estado” solo genera gasto. Cambiar el sistema es abandonar el tramposo paradigma colectivista de la igualdad que abrazamos hace décadas y dejar de temerle a la libertad.

Cambiar las personas es reemplazar a Garré por Patricia Bullrich o a Parrilli por Majdalani. Cambiar el sistema es degollar la connivencia entre la política y el delito. Es decidirse a no tener contemplaciones ni complicidades con la delincuencia. Es desarmar las mafias en Ezeiza, en la Aduana y en el fútbol. Es arrastrar ante el Consejo de la Magistratura a cada juez y a cada fiscal que no se muestre implacable contra la corrupción, aunque se pierda una votación, o varias. Cambiar el sistema es animarse a hacer algo diferente a lo que se vino haciendo. Cambiar las personas es “infiltrar” agentes de seguridad en las fiestas para detectar narcotráfico o uso ilegal de armas. Cambiar el sistema es disponer de las fuerzas de seguridad en franca defensa de los ciudadanos y arremeter contra el delito sin complejos, sin “buenismo” ni tibieza respaldados en el Código Penal que manda “reprimir” la conducta antisocial.

Cambiar las personas es reemplazar a Braga Menéndez por Durán Barba. Cambiar el sistema es decir a la población lo que tiene que saber esencialmente la verdad, con independencia de lo que marquen las encuestas. Es respetar a la política porque es una ciencia y no instalar falazmente que venir de otro sector sin experiencia en la cosa pública es una cualidad en sí misma.

Cambiar las personas es reemplazar a Lopérfido por Jorge Pititto. Cambiar el sistema es sostener al funcionario que dice la verdad, cueste lo que cueste ya que los principios no tienen precio. Es ser fuerte ante el embate de los que distorsionan la historia porque defender las causas justas nunca es gratis pero sería deseable que acá, como en algunas sociedades, valiera la pena. Porque la Conadep dice que los desaparecidos fueron 8600 y la diferencia entre la verdad y la mentira no es un número sino una forma de encarar la vida. Es la diferencia entre ser Fernández Meijide o ser Bonafini; es la diferencia entre ser una persona de bien o no serlo y porque ceder a la mentira es de cobardes, es vergonzoso y es imperdonable.

Cambiar el sistema es dejar de vociferar contra la corrupción casi como una muletilla y luchar contra la impunidad que es lo que realmente nos destroza como sociedad y que sigue gozando de excelente salud a pesar del cambio de personas.

La Argentina está grave. El peronismo la ha devastado pero el radicalismo no viene haciendo demasiado por modificar el rumbo y ahora, asociado al PRO, tampoco se vislumbra la intención de barajar y dar de nuevo.

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