Por Paul Battistón.-

¿Qué tan difícil es discernir la paz de la guerra? ¿Hay voz autorizada para contar las balas y determinar la cantidad que diga guerra?

¿Es imposible diferenciar dos bandos sólo porque estén dentro del mismo trazado imaginario de geografía política?

Por sus callejas de polvo y tierra

por no pasar, ni pasó la guerra.

Así debería haber sido en mi pueblo de apenas 1500 habitantes, donde todo era lejano, donde ninguna bala corrió y esa falsa impresión de todo lejano me acompañó sin darme cuenta. Entre los que compartimos la infancia en estos diminutos lugares existe una chanza que dice «de milagro llegamos vivos». La libertad casi absoluta de espacio y tiempos, alejarnos 14 km en bici a campo abierto o arriesgarnos en una escalada en las necesarias antenas de TV abierta de más de 10 metros demuestran la existencia para esos pequeños lugares de una bendición especial que nos conservó enteros.

¿Por qué iría mi padre y los de mis compañeros repentinamente a buscarnos, la mayoría de ellos en vehículos a la salida de la escuela y en mi caso a tan solo 200 metros de distancia? La amenaza había sido creíble para nuestros padres.

Neldo no estaba, mi madre lo recordaba como un partícipe singular de su infancia. Algunos no tardaron en relacionar su singularidad con su ausencia. Neldo se había ido de un pueblo a otro y de ahí se había desvanecido. No estaba en ningún lugar, una red de comentarios y especulaciones se convirtieron en un cordón que se terminó uniendo con su aparición.

Pepe fue quien reparó mi Walkie Talkie dañado por mí mismo en un arriesgado juego con electricidad de esos que alimentan la chanza del milagro. La sotana no lo privaba de su gusto por la electrónica ni la radio afición. Su repentino traslado a la provincia de Buenos Aires liberó el rumor de que su iglesia despoblada de imágenes de santos (usados para hacer un contrapiso) solía recibir una población nómade con necesidad de sombras y anonimato.

Repentinamente Gustavo fue nuestro héroe, mío y de mi primo, él también lo era en un grado más lejano. Mayor en varios años, tenía la cancha y sabía todo lo que uno del secundario sabe y nos resultaba vedado. Además tenía la colección de Matchbox que jamás hubiéramos podido tener. Se frustró la siguiente posibilidad de tener otro encuentro y acceder al conocimiento de nuevas cuestiones ¿prohibidas? como caminar por un tejado muy inclinado para huir desde un altillo. Él mismo había huido con una novia bastante mayor dejando de rastro un tendal de cheques sin fondo que su padre debió denunciar como robados para evitar que el apellido ligado a un conocido calzado se viera como financista de montoneros. El rastro terminó en Uruguay.

La colimba, período formador de carácter y encarrilador de descarrilados, de repente se convirtió en un riesgo temido. Orlando invirtió sus influencias para que su hijo no tuviera como destino ese infierno de atentados que era Córdoba. Quizás su obsesiva protección y la ley de atracción le jugaron en contra. El sábado 10 de agosto de 1974, Oscar estaba cumpliendo su servicio militar obligatorio en la Fábrica militar de explosivos de Villa María. Los trozos de revoque de apreciable tamaño cayeron sobre su cabeza arrancados a distancia regular por la munición antiaérea. Su compañero había recibido un disparo en su frente sin piedad tras cumplir la exigencia del matador. Con su frente perforada y la salida en el tope de su cráneo, sobrevivía atado a la vida con un montón de cables y tubitos que hacían dudar a sus compañeros de rezar por su supervivencia o su pronta partida. Fue un domingo distinto, la tensión se sentía en la forma silenciosa de hablar. Orlando no debía llorar, era un hombre, nunca había visto a un hombre llorar. Pregunté a mi madre sobre ese llanto, la respuesta me desconcertó: “todo salió bien” (lo de todo, estaba acotado específicamente a Oscar). Tampoco logré comprender exactamente el llanto de la felicidad. En 5 días Oscar estaba de regreso. De ahí mismo Larrabure se había ido a su calvario de un año de vejaciones; los torturadores cosecharían su siembra sin la dignidad de Larrabure.

Hacía poco Daniel había retomado su trabajo tras cumplir su colimba. Patearon la puerta sin dar tiempo a una respuesta al enérgico pedido de abrirla. Se lo llevaron sin saber a dónde con capucha y a los golpes. Fueron días de sucesivos viajes de mi padre junto al de Daniel en una búsqueda estéril. El uso de contactos e influencias venidas de disímiles direcciones dieron una luz de esperanza de una ubicación certera rápidamente derruida con un traslado que podía augurar una ausencia definitiva. El 24 de diciembre fue arrojado por ahí para que retornara como pudiera.

Oscar y Daniel, ambos trabajaban bajo el mismo techo que yo habitaba.

Las razones de la temporal desaparición y tortura (¿las había?) quizás una supuesta foto, una novia circunstancial, otras eran imaginadas. Quizás “el jubilado”, ese que en las conversaciones burlonas del pueblo hacían referencia a su estado jubilatorio como de invalidez por una hernia en las bolas de tanto estar sentado. Nadie lo recordaba trabajando ni mucho menos incapacitado de hacerlo. La ingenuidad colectiva suponía una picardía de vago, el tiempo haría sospechar de un sueldo de entregador disimulado.

Desde la nada geográfica misma, desde donde todo es lejano, la guerra de alguna forma puso su mano y fue vista y sentida. La suerte quiso que las balas quedaran a la distancia de los periódicos y la revista Gente. Pero estaba claro que el enemigo era el “otro”.

No debía pasar pero pasó la guerra toda dentro de las fronteras, aunque en esas siempre se cuelan intereses foráneos. En esta en particular comenzaron con los mismos y 50 años después esos intereses están activos y aggiornados torciendo lo definido y borrando lo conveniente para su olvido.

Clavaron una fecha en el calendario para reafirmar la memoria selectiva, sembrada en los juicios de la memoria con la prueba apócrifa de la memoria colectiva. La apropiación es tal que se adjudican la suma memoriosa con una resultante falsa.

Fue una guerra civil iniciada y financiada por intereses foráneos, nada menos que del imperialismo de la miseria comunista. El silencioso trabajo les permitió llamarla guerra sucia primero (todas las guerras lo son) y luego terrorismo de estado; ¿la finalidad? convertirse en lo que nunca fueron, inocentes no partícipes.

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