Por Italo Pallotti.-

Los argentinos, por esas cosas que no se entienden demasiado, hemos pasado décadas siendo víctimas del engaño. Y realmente en esa situación cada uno deberíamos estar preocupados, por cuanto el paso del tiempo ha obrado como un disparador para que la clase gobernante, por obra la mayoría de las veces del voto popular, haya hecho de ese mandato una imitación burlesca. Las consecuencias de la mentira instalada, como una rémora en la estructura del poder, ha ido paulatinamente cercenando también a modo de pandemia los beneficios de la veracidad. El ciudadano ha comprendido que ya no le interesa, porque bajó los brazos, ocuparse de la manera cruel que le mienten, sino ya de las consecuencias de ello; de un embuste permanente, en una trampa que por sus facetas lo fue llevando paso a paso a un callejón cuya salida, casi de laberinto, no sabe bien donde está. Escudados en un sistema, por demás discutible y cuestionado como lo es la Democracia (o la nueva Democracia, esa de los 40 años, como cínicamente se la define) los gobernantes no han tenido ningún escrúpulo en bastardearla, al punto que una gran mayoría ha comenzado a dudar de los anunciados beneficios que ese método debería entregarle.

Muchos se han entronizados como “padres de la Democracia”, cuando su aporte a tal efecto está severamente cuestionado; no solo por la civilidad, sino por la historia que un día se escribirá sobre el particular. La verdad, tarde o temprano termina con los mitos y los engaños descarados impuestos al pueblo. Las palabras, como los gestos grandilocuentes y tribuneros en algunos y de barricada en otros, fueron sembrando ilusiones falsas que se evaporaron rápidamente, cuando una realidad inexorable las pulverizó de la misma forma. Hay un impulso interior que lleva a los pueblos a vivir con la certeza como un medio para hacerlo en un clima de paz y libertad, La falacia enseñoreada la fue desgastando en los métodos discursivos, de relatos falsos y luego en la acción. Es hora que el pueblo, más aún es imprescindible ya, tome conciencia para qué le sirve la Democracia. Para ser la vía que lo lleve a una mejor calidad de vida o a una banalización que solo le seguirá trayendo tristezas y pesares. El vacío de poder por el que transitó la República, casi una caricatura, deberá llevarlos a reconsiderar los beneficios que ella le aporta; asunto que no debería estar en discusión.

Una especie de infortunio nos persigue, según parece, como de costumbre elegir los menos peores. Sobre todo asumiendo que el voto (cuestionablemente popular) sigue estando en manos de una inmensa mayoría de hombres y mujeres, incultos cívicamente. A la hora de votar debería evaluarse qué se quiere para sí, su familia y la sociedad; sobre todo un análisis de quienes son, qué le prometen y sobre todo la factibilidad de esto último. Un paneo, en la composición de las cámaras del Congreso, nos deja la sensación de un compacto grupo cuya retórica y argumentación está montada sobre temas que sólo tienen que ver con el sostenimiento de intereses sectarios o políticos, tantas veces en las antípodas de lo que el pueblo que los votó, espera de ellos. Lo delirante entre la ideología y el internismo que causa preocupación y vergüenza. Ni hablar si uno recorre la historia de esas bancas, donde verdaderos hombres del derecho, la ciencia y la práctica legislativa la prestigiaron, tiempos ha, de modo colosal. Esto, agregado a la ineptitud del gobierno de los últimos años, casi de un modo grotesco (por ser suave) que no podemos comprender cuál será el resultado a tanta negación de la realidad que por múltiples motivos nos ha depositado en un terreno hostil, casi de ficción. El nuevo gobierno debe asumir por él y por todos una tarea ciclópea e histórica de fase terminal. Sin fisuras, ni atenuantes. ¿Lo dejarán? O una siniestra y trágica actitud cuasi golpista, los enterrará a ellos (los de siempre), al nuevo y con él a todos, en una irrealidad tantas veces padecida.

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