Por Hernán Andrés Kruse.-

“A diferencia de los dispositivos panópticos que estudiaba Michel Foucault, dispositivos en los que el vigilante “ve pero nunca es visto”, aquí la imagen del presidente aparece, cuando él lo decide, en los monitores estratégicamente ubicados en diversos lugares de la planta (los monitores son aquí más similares al Gran Hermano orwelliano -que aparece siempre ante los sujetos mostrándose y haciendo evidente que ve-, que al más discreto y sigiloso panóptico). De este modo, la imagen demandante del jefe puede aparecer, en cualquier momento y sin previo aviso, ante los ojos de los obreros. Este sistema de video-vigilancia permite a la autoridad no sólo inspeccionar y cerciorarse de la calidad del trabajo de los obreros y los capataces sino que le permite, además, “hacerse presente”: manifestarse, en forma de video-imagen, ante los propios trabajadores. La simple presencia de esos monitores-de esas pantallas que pueblan la fábrica y que albergan la posibilidad siempre latente de la aparición súbita de la autoridad-, constituye, para los trabajadores, un recordatorio de que son objeto de una continua vigilancia, de que están colocados bajo un puntilloso escrutinio. La siguiente escena muestra al presidente dando una orden al encargado de la sala de control de máquinas; como una moderna epifanía, la imagen del presidente surge en la pantalla y, con voz tronante, ordena: “¡section five, speed her up!” El jefe ha ordenado acelerar la producción en uno de los sectores de la fábrica y nuestro Hefesto ha obedecido al momento: ha hecho, en el panel de control, las maniobras necesarias para dar mayor celeridad a la maquinaria. Como sonido de fondo y amplificada por un altoparlante, escuchamos de nueva cuenta la voz del presidente dirigiéndose, esta vez, a un capataz: “Attention foreman, trouble on bench five, check nut tightening. Nut coming through loose on bench five…Attention foreman!”

La cámara nos conduce al puesto de trabajo en cuestión y vemos allí a Charlot que, reconcentrado, intenta sin lograrlo seguir el vertiginoso ritmo de la cadena de montaje. Su tareas es precisa, puntual, intolerablemente específica, es lo que Marx llamaba, a propósito de la división del trabajo, una “faena de detalle” (Marx, 1973): debe apretar un par de tuercas que le son repetidamente presentadas por obra de la cadena de montaje construida, como se sabe, por una banda móvil o “cadena conductora sin fin” (Braverman, 1987). Como podemos advertir en las elocuentes imágenes de la película, la función de la cadena es doble: no sólo consiste en “presentar” al obrero las tuercas-es decir, en acercarle el objeto sobre el cual debe recaer su trabajo-sino, también, en “arrancárselas” -en arrebatarle el objeto-. La cadena de montaje, no hay duda, es un invento audaz: al mismo tiempo que “acerca” el objeto al trabajador- lo hace llegar hasta el lugar que ocupa el sujeto sin necesidad de que el sujeto pierda tiempo en su desplazamiento hacia el objeto-, lo “sustrae”-lo lleva lejos del alcance del hombre. Así, la acción del trabajador-en este caso, el ajuste de las tuercas., debe desplegarse en ese breve lapso de tiempo en el cual el objeto está al alcance de sus manos; el obrero está forzado, por la naturaleza misma de la cadena, a realizar una acción sin retraso, sin aplazamiento, a consumar la operación en ese breve instante que media entre la llegada del objeto y su desaparición. Este doble carácter-este dar y quitar el objeto de trabajo-es lo característico de la cadena de montaje, de ese “engranaje en perpetuo movimiento” (Linhart, 2009) que exige del sujeto una atención permanente, que demanda una respuesta inmediata, una acción exenta de toda demora y de todo extravío. Con su desplazamiento continuo e inexorable, la cadena exige del trabajador un riguroso orden de las operaciones y una extrema economía del tiempo, de los gestos y los movimientos.

En cada mano, Charlot porta una llave con las que ajusta las tuercas que desfilan frente a él y que amenazan, en todo momento, con irse hacia la oscura boca de la cadena de montaje, con escabullírsele de las manos y evitar, así, la transformación que él está obligado a imprimirles. Las siguientes escenas nos mostrarán a Charlot incapaz de satisfacer la demanda que procede de la máquina: una repentina comezón lo obliga a rascarse y pierde el ritmo del ajuste, una mosca revolotea alrededor de su cabeza y vuelve a perder el ritmo y a ganarse la reprimenda del capataz y la furia de sus compañeros de cadena, cuyo trabajo se ve afectado cuando Charlot falla y se demora: el fracaso de Charlot amenaza con dar al traste con la producción en cadena, el ritmo de la producción en serie se ve colocado bajo riesgo de colapso. Luciano Sáchile ha hecho una observación esencial sobre esta misma secuencia: “La pregunta que subyace en la escena es: si tan diminuto es el trabajo de un obrero (…), si tan poco es, si tan poco hace (en el sentido de que su trabajo está secuestrado por un detalle, por eso que Marx llamaba una tarea “monosilábica” una y otra vez repetida), ¿por qué su ausencia momentánea puede hacer perder toda la producción? Lo que Tiempos Modernos nuestra no es sólo el estrés del trabajador, la precarización y las tensionantes condiciones de trabajo, también la importancia de su rol. Si él no está, todo se viene abajo. Por eso mismo (…) es a partir de él, del trabajador, de la unidad de todos los trabajadores, que este (…) sistema de explotación se puede cambiar” (Sáchile, 2018). Así, Chaplin señala la condición fundamental de la fuerza de trabajo: de la potencia creadora del trabajo vivo depende la totalidad de la producción (incluso en las formas más automatizadas de producción, todo depende del trabajo vivo pues es éste el que en última instancia produce las máquinas, el software o los robots). Y esa potencia creadora de la fuerza de trabajo no sólo se refiere a su capacidad de creación de bienes (objetos o servicios, mercancías industriales o postindustriales) sino también a la capacidad de creación de sociedad.

Pero volvamos a la trepidante escena de la cadena de montaje. La máquina se yergue aquí como persecutora y amenazante: el trabajador es “perseguido (…) por el ritmo” (Linhart, 2009) frenético de la cadena que amenaza con escabullirle el objeto que él debe transformar con su acción. La cadena de montaje opera una extraña transmutación: es como si el objeto, gracias a una peculiar alquimia, cobrara vida propia, el objeto se escapa, se va, huye de la tarea que el hombre tiene que operar en él. Chaplin nos enseña aquí que la máquina interpela al hombre, que la cadena, con su deslizamiento continuo, obliga al sujeto a seguir, con su propio cuerpo y con su propio esmero, un movimiento automático e independiente de su voluntad, un movimiento que “no hace concesiones” (Linhart, 2009) y que se erige frente a él como un poder, como una fuerza que se ejerce y se despliega sobre su cuerpo y su espíritu. El ritmo automático de la cadena está gobernado por las necesidades del ritmo de la valorización del valor. Chaplin muestra que la tecnología incorpora, en su propio funcionamiento, la lógica de la acumulación de capital. La tecnología no es, desde luego, algo neutro, está social e históricamente determinada. Como un Sísifo contemporáneo, quien trabaja en la cadena de montaje está obligado, por la naturaleza de la máquina en movimiento, a recomenzar su tarea una vez terminada. Recordemos que, en la mitología griega, Sísifo había sido condenado por los dioses a la realización de una tarea absurda, inadmisible para la razón: una tarea tortuosa sin fin y que debía ser eternamente recomenzada. El mito cuenta que Sísifo había sido arrojado al Tártaro y condenado a subir una gran roca por la empinada ladera de una montaña. “Cada vez que (Sísifo) está a punto de llegar a la cima (…), el peso de la desvergonzada piedra le obliga a retroceder, y la mole vuelve una vez más a la misma base Allí la vuelve a tomar pesadamente y debe empezar de nuevo” (Graves, 2006). De este modo, la piedra caía por su propio peso y Sísifo debía reanudar el trabajo; volver a subir la cuesta y a remontar la piedra eternamente sin poder nunca cambiar de actividad.

Ahora bien, el operario de la cadena de montaje tiene una tarea similar a la que imaginaron los antiguos griegos: como Sísifo, quien trabaja en la cadena debe reemprender la misma faena una y otra vez, sin verla, nunca, terminada. La función de la cadena consiste en ese eterno retorno del objeto de trabajo: una vez realizado el ajuste de un par de tuercas, éste debe reiniciarse en el otro par de tuercas que han ocupado ya el lugar de las precedentes. El trabajo de los operarios de la cadena consiste en esta repetición sisífica, su trabajo se despliega en el marco de ese eterno retorno de lo mismo (eterno retorno del mismo objeto y del mismo gesto) y en esa imposibilidad de finalizar la tarea. Como Sísifo, los obreros están condenados a “ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada” (Camus, 1963) pues, una vez finalizada la acción sobre un par de tuercas, éstas, como por arte de magia, reaparecen ante el sujeto y solicitan, de nueva cuenta, su pronta intervención. El trabajo adquiere, así, la apariencia de un simulacro: “un simulacro absurdo de trabajo, que se deshace apenas hecho como por efecto de alguna maldición” (Linhart, 2009). Esta profusa e ingeniosa mitología, el mundo antiguo imaginó estos suplicios y, en su intensa vida económica, el mundo moderno los realiza. La llamada “organización científica del trabajo” y su perfeccionamiento fordista efectivizó esa tarea sin fin que la mitología griega concibió como un tormento. Si los griegos “mitologizaron” el horror en la leyenda de Sísifo, el mundo moderno lo consuma en la organización de su vida económica y en la cadena de montaje, en ese “perpetuum mobile” (Marx, 1973) que, trayendo y volviendo a traer el objeto de trabajo, asigna al sujeto una tarea interminable y lo convierte en un “apéndice de la máquina” (Marx y Engels, 1976). Tal como escribió Eisenstein a propósito de Tiempos Modernos, la “cadena de montaje que muestra la película, es una tortura interminable, un Gólgota motorizado” (Eisenstein, 2010).

En las escenas de la fábrica, Chaplin muestra a su personaje incapaz de seguir el ritmo de la cadena, representa al sujeto que no puede “fluir”, que se ve desbordado por la producción en flujo continuo. Una de las secuencias más memorables de Tiempos Modernos es aquella en la que Charlot es ingerido por la máquina: inhábil para seguir el ritmo que ésta le impone-rebasado por el movimiento de la cadena-, Charlot pierde, una tras otra, las tuercas que la banda en movimiento continuo le presenta y, persiguiéndolas-intentando inútilmente satisfacer la exigencia del mecanismo automático y la añadida demanda del capataz que lo conmina a acelerar el ritmo de trabajo-, salta, enloquecido, a la lóbrega boca de la máquina. Charlot es engullido por las “fases devoradoras” (fuentes: citado en Royo, 2005) de la cadena, subsumido en ella; él mismo entra, así, en el interior de la máquina, en donde todo marcha sobre ruedas; hay allí una armonía sistémica entre los componentes del mecanismo: las brillantes ruedas dentadas, el brazo mecánico, los precisos engranajes que dan su pulso elemental e inexorable al “organismo del sistema maquinista” (Marx, 1973). El mecanismo, como el de un reloj descomunal, es aceitado, regular, impasible, indiferente a la variación. Este sistema espera de Charlot un funcionamiento semejante al de los engranajes: debe ser ese “apéndice de la máquina” del que hablaban Marx y Engels. Del trabajador se espera un acoplamiento místico con la maquinaria (o con el sistema): él debe ser una pieza, toda diferencia entre él y las cosas debe ser borrada, anulada.

Charlot enloqueced. Al salir de las entrañas de la máquina baila un extravagante ballet: usa las llaves como parte de una delirante coreografía ajustando, en lugar de las tuercas, las narices de sus compañeros de trabajo, los botones de la falda de las secretarias, introduce un mayúsculo desorden, vuela por los aires colgado de un gancho, huye de todos hasta que es llevado a un hospital psiquiátrico por una “depresión nerviosa”, según se le en la película. Con su propia locura, Charlot pone “en ridículo la locura colectiva que nos apresa” (Chaplin citado en Eisenstein, 2010): su desquiciamiento pone ene videncia el propio desquicio capitalista. La locura de Charlot en Tiempos Modernos -el colapso nervioso que lo saca de la fábrica y lo lleva al psiquiátrico- no es sólo el pretexto de Chaplin para un buen gag: es la síntesis mímica de la racionalidad capitalista que subsume todo al principio de la valorización del valor”.

(*) Natalia Radetich Filinich titulado “La mirada etnográfica de Charles Chaplin: La crítica del capitalismo en Tiempos Modernos” (Culturales Vol. 7, México, 2019, Universidad Autónoma Metropolitana).

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