Por Alberto Medina Méndez.-

La política contemporánea invita permanentemente a encarar debates que son absolutamente periféricos e intranscendentes, que tienen la intención de ocultar contenidos de mayor magnitud. No importa cuál sea el tema que propone la coyuntura. Invariablemente todo gira alrededor de lo mismo.

Lo concreto es que el gasto estatal está totalmente desbordado. La sociedad pretende que el Estado lo haga todo, barato y bien. Eso requiere de recursos que no son inacabables. En ese contexto, la disyuntiva central pasa por definir a quienes saquear en cada ocasión.

Vale la pena recordar que los gobiernos se alimentan de tres únicas fuentes y por más creatividad que se le imprima a este dilema, serán los impuestos, el endeudamiento o la emisión de dinero, las únicas alternativas a las que pueden recurrir los que conducen los destinos políticos de la comunidad.

Se podrán buscar atajos, se utilizarán ardides, se encontrarán inclusive métodos para dilatar los impactos, pero inexorablemente la cuenta algún día se paga. Las vivencias dan testimonio de que cuanto más retorcido es el artilugio, desenredarlo resulta, a su vez, mucho más engorroso.

Esta es la radiografía de muchas sociedades que han intentado hacer del gasto estatal un mecanismo flexible, capaz de soportar cualquier dislate, sin advertir que han fabricado una verdadera «bomba de tiempo».

Esa intrincada construcción no resiste más y administrarla con sensatez parece casi imposible. La clase política ha decidido no dar la mala noticia. Es por eso que siguen hablando del Estado como un ente mágico que todo lo puede y que es capaz de brindar múltiples soluciones a los problemas.

Tal vez sea el momento de empezar a admitir que ese discurso está repleto de repetidas falacias y absurdas mentiras. El Estado no puede siquiera resolver los asuntos más elementales, esos que le dieron nacimiento en el origen de las sociedades organizadas.

La Justicia ya no goza de ninguna respetabilidad y los ciudadanos saben que su seguridad personal, depende más de las acciones preventivas que encara cada individuo que de la protección del las leyes. El Estado no aborda sus funciones esenciales con eficiencia. No puede ocuparse siquiera de lo menos, por lo tanto tampoco puede hacer bien el resto de esas misiones que la ciudadana, en un acto de candidez e ingenuidad, le encomienda.

Claro que la política miente cuando dice que puede hacerse cargo de esos nobles objetivos. El Estado moderno no puede garantizar ni seguridad ni justicia, pero tampoco es eficaz a la hora de educar o curar, mucho menos puede ser empresario o administrar algo más complejo con cierto criterio.

Es tiempo de entender que los dirigentes han ingresado al círculo vicioso del embuste eterno, solo porque no han reunido el valor suficiente para confesar que el sistema que ellos defienden ha colapsado y es ingobernable.

Es importante aceptar que la mayoría de ellos, también, siguen en esa inercia crónica porque existe una sociedad que prefiere la ceguera y la inocencia a la verdad, esa que se verifica en la propia experiencia empírica.

Es más fácil delegar responsabilidades que asumirlas como propias. Será por eso, probablemente, que los ciudadanos siguen buscando a quien endilgarle la tarea que ellos mismos no desean tomar en sus manos.

No se trata de defenestrar a la política y convertirla en la única responsable de todas las calamidades de esta era sino, en todo caso, de comprender que parte de este desatino permanente le toca a cada uno en este juego.

La política debe ser el instrumento para transformar la realidad. Pero es vital distinguir entre su potencial, lo que se puede esperar de ella y su dramático presente, diferenciando lo que debería hacer de lo que hace.

La dirigencia actual ha elegido obedecer a la sociedad, intentando ser consecuente con sus demandas, por eso solo dice lo que la gente quiere escuchar. Son los ciudadanos los que parecen estar muy confundidos al creer que lo que el Estado gasta nace del aire, al punto que muchos se han convencido de que si los políticos dejan de robar, el dinero es inagotable.

La corrupción es mala y no debería ser tolerada jamás, en ninguna de sus formas. Pero es muy ingenuo creer que si el gobierno fuera honesto le sobrarían los recursos para hacer todo lo que la gente pretende.

Como en la vida misma, se precisa comprender que las necesidades insatisfechas son ilimitadas pero también que los recursos son siempre escasos. En definitiva, solo se trata de asignar prioridades y eso implica, irremediablemente, dejar de lado ciertas cuestiones para privilegiar otras.

Mientras no se comprenda esta lógica básica, se seguirá tropezando indefinidamente. En esto, todos son responsables. Primero los líderes por no plantear con franqueza la verdad, aunque sea políticamente incorrecta, pero también la ciudadanía que, a estas alturas, ya no puede alegar ignorancia.

Se puede seguir debatiendo sobre las circunstancias emergentes del presente, sobre si es mejor crear nuevos impuestos o aumentar los existentes, emitir a mansalva o endeudarse como tantas otras veces en el pasado, pero más tarde o más temprano, habrá que enfrentar la verdadera discusión de fondo.

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