Por Hernán Andrés Kruse.-

La Cámara de Diputados acaba de darle media sanción al proyecto de modificación de las jubilaciones de privilegio enviado por el Poder ejecutivo. Sin la presencia de los diputados de Juntos por el Cambio el oficialismo obtuvo 129 votos. De esa forma el proyecto será enviado a la Cámara Alta donde seguramente será aprobado por amplia mayoría. El presidente Alberto Fernández decidió poner el dedo en una llaga muy grande ya que los damnificados por esta ley son personajes con poder. En efecto, la corporación judicial no oculta su ira por el proyecto del oficialismo, a tal punto que centenares de jueces han amenazado con presentar su renuncia si finalmente el proyecto del ejecutivo se transforma en ley.

Desde que el presidente expresó su deseo de modificar las jubilaciones de privilegio, esta palabra me hizo acordar a un célebre ensayo del enorme Emmanuel Sieyès (1748-1836) titulado “Ensayo sobre los privilegios”. Goza de una vigencia extraordinaria. He aquí su texto completo (*).

Emmanuel Sieyès

Ensayo sobre los privilegios

www.antorcha.net/biblioteca_virtual

Se ha dicho que privilegio es una dispensa para el que lo obtiene y un desaliento para los demás. Si ello es así, convengamos en que es una pobre invención ésta de los privilegios. Supongamos una sociedad perfectamente constituida y lo más dichosa posible. ¿No es cierto que para trastornarla por completo será suficiente dispensar a unos y desalentar a los demás?

Quisiera estudiar los privilegios en su origen, en su naturaleza y en sus efectos. Pero esa división, perfectamente metódica, me obligaría a volver con excesiva frecuencia sobre las mismas ideas. Me envolvería, por lo que se refiere al origen, en una discusión de hechos, en una querella interminable; porque ¿qué no encontraremos en los hechos si buscamos como debe buscarse? Prefiero suponer, si se quiere, el más puro origen a los privilegios. Sus partidarios, es decir, casi todos los que de ellos se aprovechan, no pueden exigir más.

Todos los privilegios, sin distinción, tienen ciertamente por objeto dispensar de la ley o conceder un derecho exclusivo a alguna cosa que no está prohibida por la ley. Lo que constituye el privilegio es el estar fuera del derecho común, del que no puede salirse más que de una u otra de esas dos maneras. Vamos, pues, a examinar, desde este doble punto de vista, todos los privilegios conjuntamente.

Preguntaremos primero cuál es el objeto de la ley. Este, sin duda, es el de impedir que sea vulnerada la libertad o la propiedad de cada uno de nosotros. Porque no se hacen leyes por el placer de hacerlas, y aquellas que tengan por objeto estorbar inoportunamente la libertad de los ciudadanos, serán contrarias al fin de cualquier sociedad y habrá que abolirlas rápidamente.

Hay una ley-madre, de la que todas las demás deben derivarse: No hagas nunca daño a tu prójimo. Esta es la gran ley natural que el legislador articula, en cierto modo (al detallada), en las diversas aplicaciones que formula para el buen orden de la sociedad; de ella emanan todas las leyes positivas. Las que pueden impedir que se cause perjuicio a los demás son buenas; las que no sirven a este fin, mediata ni inmediatamente, son necesariamente malas, porque perjudican a la libertad y son opuestas a las leyes verdaderamente buenas.

Una larga servidumbre de las conciencias ha introducido los más deplorables prejuicios. El pueblo cree, casi de buena fe, que no tiene derecho más que a lo que está expresamente permitido por la ley. Parece ignorar que la libertad es anterior a toda sociedad, a todo legislador, y que los hombres no se han asociado más que para poner sus derechos a cubierto de los atentados de los malos y para entregarse, al abrigo de esta seguridad, a un desarrollo más amplio, más enérgico y más fecundo en el goce de sus facultades morales y físicas. El legislador ha sido establecido no para conceder, sino para proteger nuestros derechos. Si a veces limita nuestra libertad, lo hace en virtud de aquellos de nuestros actos que resulten perjudiciales a la sociedad, y, por tanto, la libertad civil se extiende a todo aquello que la ley no prohíbe.

Con la ayuda de estos principios elementales podemos juzgar los privilegios. Los que tienen por objeto una dispensa de la ley no pueden sostenerse, porque toda ley, como ya hemos indicado, dice, directa o indirectamente: No hagas daño a tu prójimo, y ellos supondrían algo así como decir a los privilegiados: Se os permite hacer daño al prójimo. No hay poder al que le sea dado hacer tal concesión. Si la ley es buena, debe obligar a todo el mundo, y si es mala, es preciso destruirla, porque supone un atentado contra la libertad.

Igualmente, no se puede conceder a una persona el derecho exclusivo a alguna cosa que no esté prohibida por la ley, puesto que supondría tanto como arrebatar a los ciudadanos una porción de su libertad. Todo lo que no está prohibido por la ley -como ya hemos indicado- es del dominio de la libertad civil y pertenece a todo el mundo. Conceder a alguno un privilegio exclusivo sobre lo que pertenece a todo el mundo sería hacer daño a todos en beneficio de uno solo, lo que representa a la vez la idea de la injusticia y de la más absurda sinrazón.

Todos los privilegios son, pues, por su propia naturaleza, injustos, odiosos, y están en contradicción con el fin supremo de toda sociedad política.

Los privilegios honoríficos no pueden salvarse de la prescripción general, puesto que presentan uno de los caracteres que acabamos de destacar: el de conceder un derecho exclusivo a algo que no está prohibido por la ley; sin contar que, bajo el título hipócrita de privilegios honoríficos, no queda apenas derecho pecuniario que no se intente invadir. Pero como, incluso entre las gentes de sano espíritu, se encuentran bastantes partidarios de esta clase de privilegios, o al menos que piden gracia para ellos, conviene examinarlos con atención para ver si realmente son más excusables que los demás.

A mi juicio, los privilegios honoríficos tienen un vicio más, que me parece el peor de todos; consiste en que tienden a envilecer a la gran masa de ciudadanos y, ciertamente, no es pequeño el mal que se causa a los hombres al envilecerlos. No se concibe cómo se ha podido consentir en la humillación de veinticinco millones setecientos mil hombres, a fin de honrar, ridículamente, a trescientos mil. No hay en ello nada que esté de acuerdo con el interés general.

El título más favorable para la concesión de un privilegio honorífico suele ser el de haber prestado un gran servicio a la patria, es decir, a la nación, que no puede ser más que la generalidad de los ciudadanos. Pues bien: recompensad al miembro que haya honrado y servido al cuerpo social, pero no cometáis la absurda locura de rebajar el cuerpo con respecto al miembro. La masa de ciudadanos es siempre la cosa principal, la que debe ser servida; ¿deberá, por tanto, ser ella sacrificada al servidor, a quien no se premia más que por haberla servido?

Una contradicción tan chocante debería ya haberse hecho sentir en general. Lejos de esto, nuestro resultado parecerá, sin duda, nuevo o, al menos, muy extraño, y es que, a este respecto, existe entre nosotros una superstición inveterada que rechaza la razón y se ofende hasta de la duda. Algunos pueblos salvajes se complacen en ridículas deformidades, a las que rinden el homenaje debido a la belleza natural. En los pueblos hiperbóreos, es a las excrecencias políticas -mucho más perjudiciales, puesto que sacan y arruinan el cuerpo social- a las que se prodigan estúpidos homenajes. Pero la superstición pasa y el cuerpo que ella degradaba reaparece con toda su fuerza y su belleza natural.

Pero… ¿cómo? -se me dirá- ¿Es que usted no quiere reconocer los servicios prestados al Estado? Perdóneme, pero yo no creo que las recompensas del Estado puedan consistir en algo que sea injusto o envilecedor, porque no hay que recompensar a unos a expensas de otros. No confundamos en ningún caso dos cosas tan distintas entre sí como son los privilegios y las recompensas.

¿Se trata de servicios ordinarios? Para saldados tenemos los salarios ordinarios o las gratificaciones de la misma naturaleza. ¿Se trata de un servicio de importancia o de una acción brillante? Ofreced, en cambio, un avance rápido de grado o un empleo distinguido en armonía con los talentos que se han de recompensar. En fin, si es preciso, añádase el recurso de una pensión, pero en un número reducido de casos y solamente cuando, a causa de circunstancias tales como vejez, heridas, etcétera, no pueda existir ningún otro medio de recompensa suficiente.

Me diréis que no es bastante y que son necesarias otras distinciones aparentes a fin de asegurarse el respeto y la consideración generales. Y a eso yo respondo, con ayuda del buen sentido tan sólo, que la verdadera distinción está en el servicio prestado a la patria o a la humanidad y que la consideración pública y el respeto van siempre allí donde esta clase de méritos les llama.

Dejad, dejad al público dispensar libremente los testimonios de su estima. Cuando, desde vuestros puntos de vista filosóficos, consideréis esta estima como una moneda moral, potente por sus efectos, tendréis razón. Pero si pretendéis que el príncipe se arrogue la distribución, os extraviáis en vuestras ideas. Se trata de un bien del público, es su última propiedad, y la naturaleza, más filósofa que vosotros, liga el sentimiento de la consideración únicamente al reconocimiento del pueblo. Y es que ahí, únicamente reside la patria, ahí están las verdaderas necesidades, esas necesidades sagradas que los gobiernos descuidan, pero que serán eternamente el objeto adorado por la virtud y el genio. Dejad al premio natural fluir libremente del seno de la nación para saldar su deuda. No entorpezcáis ese sublime comercio entre los servicios prestados al pueblo por los grandes hombres y el tributo de consideración ofrecido a los grandes hombres por el pueblo. Es puro, es verdadero, es fecundo en felicidad y en virtudes en tanto que nace de relaciones naturales y libres. Pero si la corte se apodera de él, lo corrompe y lo pierde. La estima pública va a extraviarse en los canales emponzoñados de la intriga, el favor o la criminal complicidad. La virtud y el genio no son recompensados y, a su lado, un montón de insignias y condecoraciones, de un vario abigarramiento, ordenan imperiosamente el respeto y la consideración hacia la mediocridad, la bajeza y el vicio; en fin, los hombres ahogan al honor y las almas se degradan.

Pero yo quiero que vosotros, virtuosos, no confundáis nunca lo que es digno de recompensa con aquello que sería preciso castigar; al menos debemos convenir en que la distinción que hayáis acordado, si el que la disfruta cae en degeneración, no puede servir más que para hacer que se honre a un hombre bajo, quizá un enemigo de la patria. Así habréis enajenado a su favor, y para siempre, una parte de la consideración pública.

Por el contrario, la consideración que emana de los pueblos es naturalmente libre y queda retirada en el instante en que cesa de ser merecida.

Ahí está el único premio adecuado al alma de los ciudadanos virtuosos, el único apropiado para inspirar buenas acciones y no para irritar la sed de vanidad y orgullo, el único que puede buscarse y obtenerse sin maniobras y sin bajezas.

Dejad a los ciudadanos hacer los honores de sus sentimientos y entregarse de grado a esta expresión tan halagadora y alentadora que saben dar por inspiración y conoceréis entonces, en el libre concurso de todas las almas fuertes, en los múltiples esfuerzos para todos los géneros del bien, lo que debe producir, para el avance social, el gran resorte de la estima pública.

Pero vuestra pereza y vuestro orgullo se acomodan mejor dentro de los privilegios. Aspiráis menos a ser distinguidos por vuestros conciudadanos que a ser distinguidos de vuestros conciudadanos. Si es así, no mereceréis ni lo uno ni lo otro y no puede ser de vosotros de quien se trate cuando haya que ocuparse de recompensas al mérito.

De estas consideraciones generales sobre los privilegios pasemos a sus efectos, sea en relación con el interés público o en relación con el interés de los mismos privilegiados.

En el momento en que el príncipe imprime a un ciudadano carácter de privilegiado, abre el alma de éste a un interés particular y la cierra, más o menos, a las inspiraciones del interés común. La idea de la patria se reduce para él, encerrándose en la casta que le ha adoptado. Todos sus esfuerzos anteriores, empleados con fruto en servicio de la causa nacional, van a volverse contra ella. Se quiso animarle y se le ha depravado.

Nace entonces en su alma un deseo de destacarse, un ansia insaciable de dominación. Este deseo, que por desgracia tiene analogía con la naturaleza humana, es una verdadera enfermedad antisocial; no hay nadie que no le haya sentido mil veces, y siempre es, por su esencia, antisocial, júzguese de sus estragos cuando la ley y la opinión vienen a prestarle su valioso apoyo.

Penetrad un momento en los nuevos sentimientos de un privilegiado. Él se considera, con sus colegas, como formando un orden aparte, una nación escogida por la nación. Piensa que se debe, ante todo, a los de su casta, y si continúa ocupándose de los otros, éstos no son ya, en efecto, más que los otros, es decir, ya no son los suyos. Ya no es el país un cuerpo del que él era miembro, sino el pueblo, ese pueblo que muy pronto en su lenguaje y en su corazón no será más que un conjunto de gentes de poca importancia, una clase de hombres creada expresamente para servir, mientras que él fue hecho para mandar y disfrutar.

Sí, los privilegiados acaban realmente por considerarse como hombres de otra especie. Esta opinión, en apariencia tan exagerada y que no parece compaginarse con la noción del privilegio, llega a ser insensiblemente algo así como su consecuencia natural y acaba por establecerse en todas las conciencias. Yo pregunto a cualquier privilegiado franco y leal, como sin duda los hay: cuando él ve cerca de sí a un hombre del pueblo, que no ha venido para hacerse proteger, ¿no experimenta frecuentemente un sentimiento involuntario de repulsión, dispuesto a dejarse traslucir bajo el más ligero pretexto, mediante una palabra dura o un gesto despectivo?

El falso sentimiento de la superioridad personal está tan arraigado entre los privilegiados, que querrían extendido a todas sus relaciones con el resto de los ciudadanos. Ellos no han sido hechos para ser confundidos, para estar al lado de nadie, para mezclarse, etcétera. Es fracasar esencialmente el hecho de disputar, el parecer como equivocados cuando se han equivocado realmente, es comprometerse incluso el tener razón, etcétera, etcétera.

Pero es preciso ver, sobre todo, en las campiñas alejadas, en los viejos castillos, cómo este sentimiento se alimenta y se infla en el seno de una orgullosa ociosidad. ¡Allí es donde se respeta y se aprecia todo lo que vale un hombre importante y se ve cómo éste desprecia a los otros a sus anchas! Es allí donde se halaga y se idolatra de buena fe su alta dignidad, y aunque todo el esfuerzo de una tal superstición no puede dar, a un tan ridículo error, el menor grado de realidad, no importa; el privilegiado cree en ella con tanto amor, con tanta convicción como el loco del Pireo creía en su quimera.

La vanidad, que de ordinario es individual y gusta de aislarse, se transforma allí, prontamente, en un espíritu de cuerpo indomable.

Si un privilegiado tropieza con la menor dificultad por parte de la clase que desprecia, se irrita, se siente herido en sus prerrogativas, cree ser atacado en sus bienes, en su propiedad y muy pronto él excita, inflama a todos sus coprivilegiados y forma una confederación terrible presta a sacrificarlo todo para mantener, y después para aumentar, su odiosa prerrogativa.

Es así como el orden político se trastorna y no deja ver más que un detestable espíritu aristocrático.

Sin embargo -se me dirá-, en sociedad se es cortés lo mismo con los no privilegiados que con los otros. No he sido yo quien ha hecho notar primero el carácter de la cortesía francesa. El privilegiado francés no es cortés porque él deba ser así con los demás, sino porque cree debérselo a sí mismo. No son los derechos de los demás lo que respeta, sino su propia dignidad. No quiere, por sus modales, ser confundido con lo que él llama mauvaise compagnie y teme que el objeto de su cortesía pueda tomarle por un no privilegiado como él.

Guardémonos de dejarnos seducir por esas apariencias gesticulantes y engañadoras; tengamos suficiente buen sentido para no ver en ellas más que lo que hay: un orgulloso atributo de estos mismos privilegiados a los que detestamos.

Para explicamos este deseo tan vivo de adquirir los privilegios se pensará quizá que, al menos, al precio de la felicidad pública, se ha compuesto, en favor de los privilegiados, un género de felicidad particular, por el encanto embriagador de esta superioridad de la que un pequeño número goza, a la cual un gran número aspira y de la que los otros se ven precisados a vengarse mediante los recursos de la envidia o del odio.

¿Se olvidará que la naturaleza jamás impone leyes impotentes o vanas y que ha decretado no distribuir la dicha a los hombres si no es por igual? ¿Se ignorará, pues, que es un pérfido cambalache el ofrecer a la vanidad lo que contraría a esa multitud de sentimientos naturales que integran la felicidad real?

Escuchemos, sobre este punto, nuestra propia experiencia, abramos los ojos ante la de todos los grandes privilegiados y de todos los grandes mandatarios, a los que su estado coloca en situación de gozar, en las provincias, de todos los pretendidos encantos de la superioridad. Todo lo consigue para ellos esta superioridad; sin embargo, se encuentran solos, el fastidio fatiga su alma, vengando así los derechos de la naturaleza. Ved el ardor impaciente con que vuelven a la capital en busca de sus iguales y cuán insensato es sembrar continuamente en el terreno de la vanidad, puesto que no se puede recoger más que la zarza del orgullo y la adormidera del tedio.

No confundamos, en ningún caso, la superioridad absurda y quimérica, obra de los privilegios, con la superioridad legal entre los gobernantes y los gobernados. Esta es real y necesaria. No enorgullece a los unos ni humilla a los otros; es una superioridad de funciones y no de personas. Pero si aún esta superioridad no puede compensar de las dulzuras de la igualdad, ¿qué hemos de pensar de la quimera de que se alimentan los simples privilegiados?

¡Ah, si los hombres quisieran conocer sus intereses, si supieran hacer algo por su propia felicidad!… Si consintiesen en abrir, por fin, los ojos a la cruel imprudencia que les ha hecho desdeñar, durante tan largo tiempo, los derechos de los ciudadanos libres por los vanos privilegios de la servidumbre… ¡cómo se precipitarían a abjurar de las numerosas vanidades en las cuales han sido educados desde la infancia!, ¡cómo desconfiarían de un orden de cosas que se empareja tan bien con el despotismo! Los derechos de los ciudadanos lo son todo; los privilegios lo dañan todo y no resarcen de nada.

Hasta el presente he confundido todos los privilegios, los que son hereditarios con los que uno obtiene por sí mismo; no es que sean todos igualmente nocivos, igualmente peligrosos en el estado social. Si en el orden de lo malo y de lo absurdo hay clases, indudablemente los privilegios hereditarios deben ocupar la primera y no me daré por vencido hasta probar una verdad tan palpable. Hacer de un privilegio una propiedad transmisible es querer arrojar de sí hasta los menores pretextos para justificar la concesión de tales privilegios; es trastocar todo principio, toda razón.

Otras observaciones pondrán, aún más claramente, de manifiesto los funestos efectos de los privilegios. Fijémonos, además, en otra verdad general, y es que una falsa idea no tiene necesidad de ser fecundada por el interés personal y sostenida por el ejemplo de algunos siglos para corromper, al fin, todo el entendimiento. Insensiblemente, y de prejuicio en prejuicio, se llega a formar un cuerpo de doctrina, que presenta el extremo de la sinrazón y lo que ésta tiene de más nauseabundo, sin llegar nunca a quebrantar la larga y supersticiosa credulidad de los pueblos.

Así vemos elevarse bajo nuestros ojos, y sin que la nación piense siquiera en reclamar, numerosos enjambres de privilegiados, en una religiosa persuasión de que ellos tienen una especie de derechos adquiridos, por el solo nacimiento, a los honores, y por su simple existencia a una parte del tributo de los pueblos.

No era bastante, en efecto, que los privilegiados se mirasen a sí mismos como otra especie de hombres, sino que han llegado a considerarse modestamente, ellos y su descendencia, como una necesidad de los pueblos, no como funcionarios de la cosa pública; a este título se parecerían a la generalidad de los mandatarios públicos, cualquiera que fuese la clase de que hubieran sido extraídos. Se consideran como formando parte de un cuerpo privilegiado, que creen necesario en toda sociedad que viva bajo un régimen monárquico. Si hablan a los jefes del gobierno o al monarca mismo, se presentan como el apoyo del trono y sus defensores naturales contra el pueblo; si, por el contrario, hablan a la nación, aparecen como los verdaderos defensores de un pueblo que sin ellos sería pronto aplastado por el despotismo.

Con un poco más de discernimiento, el gobierno vería que en una sociedad no son precisos más que los ciudadanos que viven y obran bajo la protección de la ley y una autoridad encargada de velar y de proteger. La única jerarquía necesaria, ya lo hemos dicho, se establece entre los agentes de la soberanía; es ahí donde es precisa una graduación de poderes, donde se encuentran las verdaderas relaciones de inferior a superior, porque la máquina pública no puede moverse más que mediante esta correspondencia. Fuera de ella no hay más que ciudadanos iguales ante la ley, todos dependientes, no los unos de los otros, porque ello supondría una servidumbre inútil, sino de la autoridad que les protege, que les juzga, que les prohíbe, etcétera, etcétera. El que disfruta de extensas posesiones no por eso es más que él vive de un jornal. Si el rico paga más contribución, es que por tener más propiedad reclama más protección. Pero ¿será menos precioso el ochavo del pobre y menos respetable su derecho? En cuanto a su seguridad, ¿no debe reposar bajo una protección al menos igual a la del rico?

Confundiendo estas nociones tan sencillas, los privilegiados hablan sin cesar de la necesidad de una subordinación. El espíritu militar quiere juzgar de las relaciones civiles y sólo ve la nación como un gigantesco cuartel. En un folleto reciente se ha osado establecer una comparación entre los soldados y los oficiales, de una parte, y entre los privilegiados y los no privilegiados, de otra. Si consultamos al espíritu monacal -que tiene tantos puntos de contacto con el espíritu militar-, contestará que no habrá orden en una nación hasta que esté sometida a los reglamentos mediante los cuales gobierna a sus numerosas víctimas. El espíritu monacal conserva entre nosotros, bajo un nombre envilecido, mucho más favor del que se suele pensar.

Todas estas opiniones no pueden pertenecer más que a gentes que no conocen nada de las verdaderas relaciones que ligan a los hombres en el estado social. Un ciudadano, quienquiera que sea, que no es mandatario de la autoridad, no ha de hacer otra cosa que ocuparse en mejorar su suerte, gozar de sus derechos sin herir los derechos de los otros, es decir, sin faltar a la ley. Todas las relaciones de ciudadano a ciudadano son relaciones libres. Uno da su tiempo o su mercancía, otro entrega, a cambio, su dinero; en ningún caso hay subordinación, sino un cambio continuo. Si en vuestra estrecha política destacáis un cuerpo de ciudadanos para situarlo entre el gobierno y los pueblos, ese cuerpo o bien compartirá las funciones del gobierno, y entonces no será la clase privilegiada de la que hablamos, o no las compartirá, y en ese caso quiero que se me explique qué es lo que puede ser este cuerpo intermedio, sino una masa extraña, perjudicial, ya sea por interceptar las relaciones directas entre gobernantes y gobernados, ya sea presionando los resortes de la máquina pública, ya sea, en fin, llegando a convertirse, por todo lo que la distingue del gran cuerpo de ciudadanos, en una carga más para la comunidad.

Cada una de las clases de ciudadanos tiene sus funciones, su particular género de trabajo, cuyo conjunto forma el movimiento general de la sociedad. Si hay una que pretenda sustraerse a esta ley general, se ve claramente que no se contenta con ser inútil, sino que es necesariamente preciso que resulte una carga para los demás.

Los dos grandes móviles de la sociedad son el dinero y el honor, y es la necesidad que se tiene de uno y otro lo que sostiene a la sociedad. Estos móviles o necesidades no deben dejarse sentir el uno sin el otro en una nación donde se conoce el premio a las buenas costumbres. El deseo de merecer la estimación pública, y cada profesión tiene el suyo, es un freno necesario a la pasión de riquezas. Es preciso ver cómo estos dos sentimientos deben modificarse entre la clase privilegiada.

Por lo que toca al honor, éste les está asegurado, es un patrimonio cierto, seguro. Que para los otros ciudadanos el honor sea el premio a su conducta, a los privilegiados les trae sin cuidado, puesto que a ellos les basta con nacer. No sentirán, por tanto, la necesidad de adquirido y pueden renunciar de antemano a todo lo que tienda a merecerlo.

En cuanto al dinero, los privilegiados, ciertamente, sienten una viva necesidad de él. Están incluso más dispuestos a entregarse a esta ardiente pasión, porque el prejuicio de su superioridad les excita sin cesar a forzar sus gastos y porque, al entregarse a ella, no temen, como los otros, la pérdida de todo su honor, de toda su consideración.

Pero, por una extraña contradicción, al mismo tiempo que el prejuicio de clase empuja continuamente al privilegiado a maltratar su fortuna, le veda imperiosamente todos los caminos honestos para llegar a repararla.

¿Qué medio le queda, pues, al privilegiado para satisfacer este amor al dinero, que debe dominarle más que a los demás? La intriga y la mendicidad. Estas dos ocupaciones se convertirán en la industria particular de esta clase de ciudadanos. Entregándose a ella exclusivamente, en ella despuntan, y, dondequiera que estos dos talentos puedan ejercerse con fruto, los privilegiados se establecerán, descartando toda concurrencia por parte de los no privilegiados.

Ellos llenarán la corte, asediarán a los ministros, acapararán todas las prebendas, todas las pensiones, todos los beneficios. La intriga arroja una mirada universal sobre la Iglesia, la justicia y el ejército, y percibe una renta considerable, o un poder que conduce a ella, ligado a una multitud innumerable de empleos, y pronto termina por considerar estos empleos como puestos de dinero establecidos no para llenar las funciones que exijan talentos, sino para asegurar una situación conveniente a las familias privilegiadas.

No estarán tranquilos a pesar de su profunda habilidad en el arte de la intriga, y, como si temieran que la sola consideración del bien público viniese en algunos momentos a seducir el ministerio, sacarán provecho de la ineptitud o la traición de algunos administradores, y harán, en fin, consagrar su monopolio con ordenanzas apropiadas o mediante un régimen de administración equivalente a una ley exclusiva.

Es así como se consagra el Estado a los principios más destructores de toda economía pública. Ya puede ésta prescribir que prefiere para todo a los servidores más hábiles y menos onerosos; sin embargo, el monopolio obliga a escoger, necesariamente, los más caros y los menos aptos, puesto que tiene por efecto conocido el detener el impulso de los que habrían podido mostrar sus talentos en una concurrencia libre.

La mendicidad privilegiada presenta menos inconvenientes para la cosa pública. Es como una rama ávida que seca a las demás, pero, al menos, no pretende reemplazar a das ramas útiles. Consiste, como toda mendicidad, en tender la mano, esforzándose en excitar la compasión y en recibir gratuitamente; sin embargo, esta postura es menos humillante que la de los otros mendigos, pues parece dictar un deber más bien que implorar un socorro. Por lo demás, ha bastado para la opinión que la intriga y la mendicidad de que se trata aquí, estuviesen especialmente afectas a la clase privilegiada para que se convirtiesen en honorables; todos y cada uno pueden vanagloriarse de sus éxitos en este aspecto; inspiran envidia, emulación, jamás desprecio.

Esta clase de mendicidad se ejerce especialmente en la corte, donde los hombres más poderosos y opulentos sacan el mayor provecho.

De ahí que este ejemplo fecundo reanime hasta en las más apartadas provincias la pretensión de vivir en la ociosidad a expensas de la cosa pública.

No basta ya con que la clase de los privilegiados sea ya, sin ninguna especie de comparación, la más rica del reino, ni que todas las tierras y las grandes fortunas pertenezcan a los miembros de ella; la afición al despilfarro y el placer de arruinarse son superiores a toda riqueza.

Cuando se oye la palabra pobre unida a la de privilegiado se levanta una oleada de indignación. Un privilegiado que no está en condiciones de sostener su nombre y su dignidad es ciertamente una vergüenza para la patria; es preciso precipitarse a remediar este desorden público, y aunque no se llegue a imponer para ello un recargo en los tributos, es indudable que cualquier gasto público no puede tener otro origen.

No en vano la administración está compuesta de privilegiados. Ella vela con una ternura paternal sobre los intereses de éstos. Ahí están esos establecimientos suntuosos, alabados, según se cree, en toda Europa y que se destinan a la educación de los privilegiados pobres de uno y otro sexo. Inútilmente el azar se mostraba más sensato que vuestras instituciones y pretendía hacer entrar a los necesitados en la ley común de trabajar para vivir. Nadie ve en este retorno al buen orden otra cosa que un crimen del destino, y los profesores de esas instituciones se guardan muy bien de inculcar a sus alumnos el hábito de una profesión corriente, capaz de mantener al que la ejerza. Por el contrario, se llega hasta inspirarles una especie de orgullo, por haberse encontrado desde edad temprana a cargo del erario público, como si fuese más honorable recibir la caridad que poder pasarse sin ella.

Se les recompensa con socorros en dinero, con pensiones y condecoraciones el haber tenido a bien consentir en recibir esta primera prueba de la ternura pública.

Apenas salidos de la infancia, los jóvenes privilegiados disfrutan de una situación y de unos honorarios; ¡Y aún hay quien se atreve a compadecer su mendicidad! Fijaos, entretanto, en los no privilegiados de la misma edad, destinados a las profesiones para las que son necesarios el talento y el estudio, y ved que, aunque amarrados a estas penosas ocupaciones, cuestan todavía a sus padres un gran sacrificio económico antes de ser admitidos a jugar la suerte incierta de sacar de sus largos trabajos lo necesario para vivir.

Todas las puertas Se abren a las solicitudes de los privilegiados. Les basta con presentarse para que todo el mundo se honre en interesarse en sus ascensos. La gente se ocupa con ardor de sus asuntos y de su fortuna. El Estado mismo, la cosa pública, Se ve forzada más de una vez a tomar parte en arreglos de familia, negociar matrimonios, prestarse a compras, etcétera, etcétera.

Los privilegiados menos favorecidos encuentran por todas partes abundantes recursos. Multitud de capítulos para uno y otro sexo; órdenes militares sin objeto, o cuyo objeto es injusto y peligroso, les ofrecen prebendas, mandos, pensiones y, en todo caso, condecoraciones. Y como si no fueran bastantes las faltas de nuestros padres en este sentido, desde hace algún tiempo nos ocupamos con ardor en aumentar el número de estos brillantes saldos de inutilidad.

Sería un error creer que la mendicidad privilegiada desdeña las ocasiones nimias o los pequeños socorros. Los fondos destinados a las limosnas del rey son absorbidos en gran parte por ella, y para que un privilegiado se declare pobre no se aguarda a que su naturaleza padezca, sino que basta con que sufra su vanidad. Así, la verdadera indigencia de cualquier clase de ciudadanos se ve sacrificada a las exigencias del orgullo de los privilegiados.

Los países de Estado (8) se ocupan desde hace mucho tiempo de las pensiones que es preciso dar a la clase privilegiada pobre. Las administraciones provinciales siguen ya estas nobles huellas y los tres estamentos en común, puesto que están compuestos solamente por privilegiados, escuchan con respetuosa aprobación todas las opiniones que puedan tender al alivio de la clase privilegiada pobre. Los intendentes se han procurado fondos particulares para este objeto, y un medio seguro de conseguir éxitos es tomarse un vivo interés por la suerte de dicha clase; en fin, si en los libros, en la cátedra, en los discursos académicos, en la conversación y por doquier queréis interesar a todos, no hay más que un medio: hablad y ocuparos de la clase privilegiada pobre. Ante esta inclinación general de las conciencias, y teniendo en cuenta los innumerables medios de que la superstición, para la que nada es imposible, se ha valido para socorrer a los privilegiados pobres, no puedo explicarme por qué no se ha establecido aún en las puertas de las iglesias un cepillo especial destinado a ellos.

Es preciso citar también aquí una clase de tráfico, fuente de riqueza inagotable para los privilegiados. Está fundado, de una parte, sobre la superstición de los nombres y, de otra, en la avidez de dinero. Me refiero a lo que se ha dado en llamar mésalliances, sin que dicho término haya logrado desanimar a los estúpidos ciudadanos que tan caro pagan el hacerse insultar. Tan pronto como, a fuerza de trabajo o de ingenio, alguien de la clase común ha conseguido levantar una fortuna digna de envidia; tan pronto como los agentes del fisco, por medios más fáciles, han logrado amontonar tesoros, todas estas riquezas son aspiradas por los privilegiados. Parece como si nuestra desgraciada nación estuviese condenada a trabajar y a empobrecerse sin cesar por la clase privilegiada.

Inútilmente la agricultura, la industria, el comercio y todas las artes reclaman para sostenerse, para engrandecerse, para la prosperidad pública, una parte de los capitales inmensos que han contribuido a formar; los privilegiados devoran capitales y hombres; todo está destinado, sin retorno posible, a la esterilidad privilegiada.

El tema de los privilegios es inagotable, como los prejuicios que conspiran para sostenerlos. Pero dejemos este tema y ahorremos las reflexiones que inspira. Llegará un día en que nuestros descendientes, indignados, queden estupefactos ante la lectura de nuestra historia y den a esta inconcebible demencia el nombre que merece. Hemos visto en nuestra juventud cómo algunos escritores se distinguían atacando valerosamente opiniones de gran fuerza, pero perniciosas para la humanidad. Hoy se contentan con repetir en sus conversaciones y en sus escritos razonamientos anticuados contra prejuicios que no existen ya. Éste de los privilegios es quizá el más peligroso de los que han aparecido sobre la tierra, el más íntimamente ligado con la organización social, el que más profundamente la corrompe y en el que hay más intereses ocupados en defenderle. He aquí bastantes motivos para excitar el celo de los verdaderos patriotas y para enfriar el de las gentes de letras.

(*) Eliminé las notas para disminuir la extensión del texto.

Share