Por Hernán Andrés Kruse.-

“Cualquier fanatismo sólo puede germinar en individuos prefanáticos, esto es, en ciertos sujetos cuya estructura psíquica esté predispuesta cognitiva, emocional y comportamentalmente. La sugestionabilidad, la docilidad ante el líder y la impulsividad antisocial son ingredientes que no pueden faltar en un fanático. Detengámonos ahora en los mecanismos psicológicos que encontramos infiltrados en el comportamiento y que son, como poco, factores coadyuvantes de su conducta y actitudes.

a) Proyección

Bion aseguraba, y su exegeta D. Sor (1993) también, que el fanatismo se aloja en la zona beta del cerebro. Llama así a la estructura funcional donde se contienen todos los ‘elementos basura’ del psiquismo, es decir: los afectos, fantasías, deseos, impulsos, etc, que no admitimos, que nos destruyen y que, por ello, quedan escindidos, disociados de la personalidad. Al igual que ocurre con todo lo que no podemos asimilar, pasa a ser disociado, escindido, no reconocido como propio y atribuido a un elemento o persona externa. Es lo que se conoce en psicología cognitiva como atribución externa y en psicoanálisis como proyección. Sin embargo, aún ‘atribuyendo a los otros lo que no admitimos en nosotros’, esos componentes defenestrados, esas ‘partes malas’ o locas forman parte de nuestra personalidad, si bien pueden funcionar disociadas de su núcleo identificativo principal, vivirlas como una excentricidad, un rapto emocional, un arrebato o manía, o incluso como una ‘doble personalidad’ cuando los elementos disociados cobran una intensidad inusitada e incontrolada que lleva al sujeto a perder el dominio de sí mismo y actuar de forma enajenada.

b) Disociación

Lo antes expuesto arrastra este mecanismo o lo lleva implícito; gracias a él se atiende selectivamente a lo que es congruente con nuestra expectativa previa, despreciando los estímulos, informaciones o creencias que la contradicen, actuando como si ni siquiera existieran. El punto de vista del otro queda apartado, aislado de los circuitos cognitivos y emocionales. La capacidad de ponerse en el lugar del otro está completamente mermada. Vemos que la disociación está en la raíz de la intolerancia. Eso permite a un fanático no experimentar sentimientos de humana compasión, piedad o empatía respecto al que es distinto, relegándole a la condición de extraño subhumano. Hablando del racista y del xenófobo como expresiones de fanatismo biológico o cultural, Junquera aduce: “Sabemos que reacciones de prejuicio, desconfianza, desprecio, beligerancia u odio colocan tanto al racista como al xenófobo frente a una definición del otro que es prójimo pero que no deja de ser considerado como extraño pues se le degrada y se le niega” (C. Junquera, 1985).

c) Escisión

En virtud de la escisión (división intrapsíquica), todo lo absolutamente bueno, noble, justo, legítimo y necesario está de nuestra parte, en tanto que todo lo malo, injusto, cruel o maligno, está de parte del otro, quien pasa así a erigirse en enemigo, adversario o amenaza a la que hay que abatir o de la que debemos alejarnos. En esto consiste el maniqueísmo: la artificial y obtusa división del mundo en buenos y malos, válidos e inválidos, santos o demonios. Aquí radican las polarizaciones y el frentismo, puesto que además se teme lo diferente en la medida que puede suponer la amenaza de contagio de su maldad o el arrebato de mi bondad. La escisión se complementa y culmina en la expulsión violenta de aquello o aquellos que encarna(n) proyectivamente esas partes malas no admitidas de uno mismo. A continuación vienen el extrañamiento intolerante y el encierro defensivo y hermético en el propio grupo o comunidad donde se retroalimenta la sospecha ante lo exterior, lo diferente o lo novedoso, y se preserva lo propio, acentuando obsesivamente las señas de identidad distintivas y exclusivas del grupo de pertenencia.

d) Racionalización

Visto lo anterior y puesto que el mecanismo esquizoparanoide es primitivo e irracional, fuertemente visceral, para acreditar su legitimidad y derecho, necesita apoyarse en una trama de argumentos racionales que avalen intelectualmente al sujeto, que le doten de elementos de convicción y propaganda, ante todo que le convenzan a sí mismo de que su acción o ideología están sólidamente fundados y sostenidos sobre un sinfín de motivos históricos. En esto estriba el mecanismo de racionalización. Todos los fanatismos apelan siempre a lo que J.A. Marina (2000b) llama una “razón transcendental”. Merced a este mecanismo se procura embellecer y ennoblecer las actitudes de segregación e intolerancia, presentándolas como única salida o último recurso, habida cuenta de la acumulación de perjuicios arrastrados a lo largo del tiempo, o la obviedad de las aspiraciones y las luchas legitimadoras. Aclaremos esto: la esencia de cualquier fanatismo es profundamente irracional, pero su revestimiento externo puede estar contundentemente trabado en una armazón filosófica, histórica o ética que puede resultar incluso altamente convincente. El fanatismo se sustenta sobre convicciones, cuya etimología cum-vincere señala el afán de vencer sobre el otro, sobre la alternativa que señala el cum-vivere de vivir con el otro. Para sentirse en el derecho y hasta en el deber de derrotar al otro es necesario fabricar un armazón racional. J. Bergeret (2001) recuerda que cualquier convicción es susceptible de fanatizarse en la medida en que se absolutice o dogmatice. En este caso la convicción deja de ser una idea que me gusta y pasa a ser una creencia que actúa como divisoria entre los que la comparten y los que la niegan: “…toda convicción ideológica, política, filosófica o religiosa puede verse infiltrada, de forma más o menos insidiosa, por creencias consideradas excesivamente rápido como postulados ineludibles” (J. Bergeret, 2001).

La racionalización se aprecia, por ejemplo, en el uso de eufemismos que modifican el significado de sus acciones, a la par que modifican el encuadre. Así, la destructividad es presentada como estrategia de lucha, los atentados como guerra no declarada contra un enemigo más poderoso, las muertes como daños colaterales, etc. El uso de eufemismos, amén de edulcorar actividades o manifestaciones que, por su crudeza, podrían volverse contra ellos mismos y provocar fisuras y discrepancias internas entre sus adeptos, pretende ennoblecer y dotar de un amparo trascendental lo que de no ser así pasaría por pura locura o psicopatía. Dedúzcase de aquí que la onda expansiva y el efecto propagandístico de una acción racionalizada es mayor que si se ofrece como mera expresión caótica de la furia. Subrayaré este punto como denominador común a todos los fanáticos: se sienten investidos por el derecho y acuciados por el deber de salvar a los demás o de juzgarles y condenarles, de imponerles o hacerles obedecer sus propias creencias, sea mediante coacciones físicas, emocionales, educativas o policiales, estas dos últimas modalidades cuando los movimientos fanáticos detentan el poder en regímenes calificados de totalitarios. E. Wiesel, premio Nobel de la Paz y superviviente de los campos de exterminio nazi, alertaba: “El terror (fanático) no aspira a convencer, sino a dominar, a subyugar, a aplastar. El fanático se erige a sí mismo en legislador, intérprete de la ley, fiscal, juez y verdugo” (E. Wiesel, 2001).

e) Regresión

En la fabricación de un fanático influye igualmente el mecanismo de regresión, en función del cual el sujeto o grupo se retrotrae a etapas o posiciones de mayor pasividad, heteronomía e infantilismo. El fanático suele manifestar actitudes de sumisión, obediencia ciega y pensamiento acrítico ante sus superiores o líderes carismáticos, jefes de grupo, etc, cual si de un niño conducido por su padre se tratara. Ello exige que deposite sobre figuras externas (mecanismo de desplazamiento) sus propios componentes intelectuales y críticos, renuncie a su libertad de pensamiento, abrazando las ideas o conclusiones de las figuras de autoridad. Ferenczi (1912) lo expuso con claridad al hablar de la sugestión como mecanismo que subyace a la hipnosis. El fanático adopta una posición de obediente procesador de consignas, dictadas por los líderes o figuras carismáticas, abdicando del pensamiento y deviniendo un autómata que reproduce ideas estereotipadas o cumple tareas encomendadas de forma ciega y compulsiva. De ello habló extensamente W. Reich en “La psicología de las masas del fascismo” o E. Fromm en “El miedo a la libertad”, así como N. Bilbeny en “El idiota moral” (1995). La sugestibilidad correlaciona con la intolerancia a la incertidumbre. Vivir en la duda, la carencia de seguridades absolutas, en las verdades sólo probables y no apodícticas, es una fuente de angustia que ciertas personas no pueden sufrir sin desequilibrio. La forma de huir de esta angustia a lo incierto o desconocido es abrazar reductiva y simplistamente la doctrina que se les ofrece, magnificada como manantial de vida, verdad y sosiego. El remedio a la incertidumbre es la fe incontestable, el seguimiento y la entrega ciega a aquellos investidos de la doctrina o del don de la sabiduría. Ellos resolverán las dudas, aquietarán los ánimos soliviantados y disiparán la ansiedad exponiendo como asideros intelectuales monolíticos, discursos simples, dado que los “discursos creativos rompen la ortodoxia” (M. Navarro, 1997).

f) Fantasía

El fanático ha establecido una relación astigmática con la realidad, con el entorno social, con la historia. Esto es: contempla sólo a través de cierto ángulo de visión los hechos, mantiene en la ignorancia o desprecia como falsedad o irrealidad todo lo que no concuerda con el prejuicio previo. Sólo ve lo que quiere ver, lo que espera ver en función de la congruencia esperada con su filtro doctrinario. La consecuencia inmediata es que acaba instalándose en una realidad sensitivamente deformada, una fantasía interna distorsionada y con escasos puntos de contacto con la realidad objetiva y social. Su realidad reemplaza la realidad y es tomada como la única realidad. Se ha operado una metonimia psíquica en la que una parte de la verdad es extrapolada y absolutizada, convertida en toda la verdad, lo que conduce inexorablemente a una convicción delirante o deliroide que funciona como una burbuja-refugio y que aísla al sujeto del entorno. Dentro de la burbuja permanece inmune a la controversia y sus certidumbres se mantienen ajenas a la refutación, revisión o análisis. Frecuentemente llega a considerarse contaminante todo elemento externo, por lo que evitarán el contacto para eludir el contagio con los ‘herejes’, los ‘no iniciados’ o los ciegos a la verdad. (R. Bassols, 1999). La nueva verdad totalizada puede ser investida de un halo de espiritualidad apócrifa, de misterio, de iluminación. El sujeto recibe la nueva verdad a modo de una conversión religiosa, una experiencia cumbre, que le transforma y redime por dentro, y en referencia a la cual la vida cobra un nuevo sentido. La conversión puede experimentarse de forma súbita o gradual, por adoctrinamiento, pero una vez culminada, adquiere tal intensidad y plenitud que el individuo marca un jalón entre el antes y el después de ese momento, entre el hombre nuevo y el hombre viejo. El conflicto de identidad que sobreviene puede ser dramático en la mayoría de casos, ya que se considera imposible adoptar la nueva verdad o el nuevo ámbito de creencias en continuidad con el yo anterior. Se impone la ruptura. La forma de amortiguar el impacto dramático de la escansión (corte en el sentido biográfico lineal del yo) es negando el Teresa Sánchez Sánchez 124 Universidad Pontificia de Salamanca valor de todo lo previo a la revelación, abominando de todo lo vinculado a la memoria personal. Todo lo aquí expuesto produce en muchos casos concretos el escalofrío de la psicosis. Se entabla una lucha entre el ‘hombre viejo’ y el ‘hombre nuevo’, en la que suele triunfar este último”.

(*) Teresa Sánchez Sánchez (Papeles Salmantinos de Educación-Facultad de Pedagogía-Universidad Pontificia de Salamanca-2002):“¿Cómo se fabrica un fanático?

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