Por Hernán Andrés Kruse.-

“Y no es así. Dios es la libertad suprema, libertad con la que voluntariamente se adhiere al bien y a la verdad sin posibilidad de apartarse de ellos, porque los conoce y los ama identificados con su propio Ser. León XIII decía en la encíclica Libertas: “Sabiamente advertían contra los pelagianos San Agustín y otros que si el poder declinar de lo bueno fuera según la naturaleza y perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles, los bienaventurados, en todos los cuales no se da semejante poder, o no serían libres, o lo serían con menor perfección que el hombre”. La cuestión se dilucida si volvemos a recapitular que la falencia de la libertad humana que escoge el mal y que se aparta del fin ético para el cual esa libertad existe como facultad moral, es solamente un decaimiento o una abdicación a que está arriesgado y sometido el hombre a causa de su imperfección. Es su libertad desfalleciente, que hay que intensificar en orden al bien. Entonces nos damos cuenta que tenía razón Santo Tomás cuando enseñaba que “la necesidad que resulta de una voluntad firmemente fija en el bien no disminuye la libertad, como se ve en Dios y en los santos” (Suma Teológica, II-II, 68-4). Ese es el supuesto supremo y excelso de la libertad que realiza plenamente la tendencia al bien que es su fin: es la perfección de la libertad que ya no puede soslayarlo porque se sacia en él.

Esta breve incursión teológica, según la cual solamente la necesidad impuesta a la voluntad por causas extrínsecas o coactivas destruye la libertad, procura insinuar que la libertad imperfecta y defectuosa del hombre depura su imperfección y su defecto, adelanta, acrece y se plenifica cuando, a su modo y análogamente, funciona como la libertad de Dios, es decir, aplicada al bien que da desarrollo a la personalidad humana. Cuanto más se aparta la libertad humana del error y del mal, más se aproxima a su finalidad ética. Por eso, la libertad sin finalismo carece de sentido; el finalismo sin ética, también; y la ética sin una metafísica realista extravía su sentido. El hombre, que es un ser incompleto y proyectivo; que tiene una naturaleza llamada a perfeccionar y actualizar sus potencias; que ha de desarrollar su personalidad para llegar a ser el “ser-que-debe-ser”, dispone de la capacidad de su libertad para alcanzar conscientemente el bien, para tender a su fin último, para lograr su personalización. Cuanto más y mejor actualiza el hombre su inclinación al bien, más robustece su libertad, más la armoniza con su fin. Cuando la persona usa su libertad ordenándola éticamente al bien por razón de finalidad metafísica, su valor personalidad se consolida, progresa y se desarrolla.

La generalidad de los hombres habla de la dignidad de la persona humana y la acepta. Presuponiendo sin mayor explicación los fundamentos de esa dignidad, desembocamos en la libertad. Si el ser del hombre fuera como el ser de la piedra, del animal, o de los demás seres irracionales, no tendríamos la noción de que el hombre está llamado e incitado a un fin de que debe conquistar mediante el esfuerzo y el uso correcto de su libertad. Por ello, el respeto a la dignidad del hombre reclama el respeto a esa libertad con la que puede y debe ganar su fin ontológico, que es su bien perfectivo y la plenitud de su ser. El ser libre tiene una dignidad intrínseca, y sin el respeto a su libertad esa dignidad sufre menoscabo, porque se hiere la esencia íntima de la persona, donde dignidad y libertad se reciprocan. El progresivo acercamiento del hombre a la perfección posible de su ser es una obra de cultura y, a la vez, una tarea moral. Cultura no es solamente lo que el hombre hace con las cosas añadiendo ese hacer a la naturaleza, sino lo que hace con sí mismo, o sea, el obrar de sus conductas para beneficio de su propio ser. En esta doble dimensión la cultura es faena ética que precisa de la libertad.

Si emigramos del ámbito interno de la persona y la proyectamos al mundo exterior, tenemos que presuponer que su libertad evade también el área de su soledad, emerge y se despliega en actos que tienen entidad objetiva en el mundo social, político y jurídico. Y es allí donde ahora tenemos que ver a la libertad, siempre relacionada con el intento del hombre por autorrealizarse. Primero, la libertad puede ser captada como una idea, como una ideología, como una creencia social. Cuando el repertorio de lo que una sociedad o un grupo social piensa, cree y apetece, incluye y concibe a la libertad como una situación de expansión o de disponibilidad favorable al hombre, a su vida, a su actividad, a sus derechos, hay en el complejo cultural de esa sociedad o de ese grupo una idea de libertad. Se imagina que todas las formas de convivencia, en el campo de la sociedad civil y de la sociedad política, necesitan suficientes espacios de libertad personal.

En segundo término, cuando la filosofía jurídica se hace cargo de los valores, los suele presidir con el valor justicia. Y de inmediato, integra el plexo de esos valores con uno que es la libertad. Un valor es un bien, que tiene su contravalor o disvalor, porque los valores son bipolares. La falta de libertad es un disvalor, en tanto la libertad como valor jurídico es un bien de la convivencia social, un bien de la organización política con que reestructura esa convivencia. Sin libertad no se puede realizar el valor justicia, y sin libertad no se puede ordenar el estado hacia su fin de bien común. Otra vez, aquel “asegurar los beneficios de la libertad” a que se refiere nuestro preámbulo, se coordina con sus otras cláusulas de “afianzar la justicia” y “promover el bienestar general”, para unificar la idea que el valor libertad surte beneficios en el mundo jurídico y en el mundo político, haciendo posibles la justicia y el bien común. Si en la interconexión de los valores hablamos de la “libertad como justicia”, rescatamos la idea de que sin el valor libertad no se puede realizar la justicia, y que el valor justicia requiere realizar el valor libertad. Es justo respetar y promover la libertad, en tanto a su vez la libertad facilita la justicia. A la inversa, es injusto estrangular o yugular la libertad, porque la falta o la atrofia de la libertad ponen óbice a la realización de la justicia.

En esta somera visión iusfilosófica aparece también la ética. Los valores entrañan un deber ser ideal y exigente para el hombre. La realización de los valores con signo positivo es una obra cultural y moral, como lo es la de eliminar los disvalores. El hombre tiene el deber ético de realizar los valores y de superar los disvalores. Al derecho y a la política le interesan la libertad. Y le interesan como ideología y como valor. El mundo jurídico y el mundo político padecen en su ordenación y en su funcionamiento cuando la libertad sufre desmedro. Y padecen porque se altera el modo de emplazamiento justo que es debido a la persona humana para que viva y se desarrolle como tal. El hombre sin libertad no puede proyectarse benéficamente al mundo del derecho y de la política, en tanto la convivencia sin libertad tampoco revierte benéficamente al hombre. Del hombre a la sociedad y al estado, y desde éstos hacia el hombre, hay una corriente circulatoria donde, si no fluye la libertad, falta el oxígeno que vivifica a ambos: al hombre y al ambiente.

La libertad es un derecho: derecho “de” libertad, y derecho “a” la libertad. Por eso tiene sentido hablar de la libertad jurídica. La libertad no es neutral al derecho, en ningún campo donde la imaginemos Si todo lo que no está prohibido está permitido, la zona exenta de prohibición es zona de licitud jurídica, de libertad jurídicamente relevante, o sea, amparada por el derecho. Y si las acciones privadas de los hombres que no ofenden al orden, a la moral pública, ni dañan a terceros, quedan sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados (según sabia fórmula del art. 19 de nuestra constitución), la libertad cuyo ejercicio no repercute malignamente en el bien común público se retrae a una zona de libertad jurídica. ¿Por qué? Porque el derecho la protege y la inmuniza para que no soporte la intrusión del estado ni de terceros. Cuando empezamos a desglosar la libertad en derechos subjetivos, comprendemos que la libertad jurídica aglutina derechos, y que los derechos humanos en su haz completo definen a la libertad. Libertad y derechos son la esencia de la democracia como forma de organización política en la que la persona se sitúa de una manera favorable a su dignidad, a su libertad y a sus derechos. Es el derecho constitucional de la libertad el que da solución a la democracia.

Pero la libertad es exigente. Hemos aludido a los derechos humanos. No basta respetarlos, es insuficiente no violarlos: hay que promoverlos. Defensa y promoción significan hacerlos posibles, facilitar su goce y su disfrute, poner al hombre en condición efectiva de ejercerlos, liberarlo de lo que los entorpece o los castra. La libertad y la democracia son liberación: liberación de transgresiones, de obstáculos, de impedimentos, de estrangulamientos, de malos condicionamientos-económicos, sociales, culturales, políticos-que hostilizan o inhiben el acceso pleno al goce de sus derechos. Cada estrechez y cada óbice son déficits de la libertad, de la que el hombre precisa para vivir y desarrollarse como persona, de la que reclama la justicia para que en cada situación y en cada tiempo la situación histórica del hombre resulte compatible con su dignidad. La libertad cuyos beneficios ordena asegurar nuestro preámbulo es un eje vertebral de la constitución argentina de 1853-1860, de esa constitución que viene de la historia, que arraiga en nuestra tradición, que está cargada de fluido ético.

Poco a poco hicimos sumariamente las conexiones mínimas entre la libertad y la persona humana, entre la libertad y el bien, entre la libertad y la ética, entre la libertad y la cultura, entre la libertad y la ideología, entre la libertad y el valor, entre la libertad y la democracia. Algunos de esos nexos quizás parecerán perder su reenvío a la ética. Sin embargo, si hallábamos un sentido ético en esa libertad que tiene el fin moral de tender al bien que perfecciona y personaliza al hombre, también detectamos igual sentido en las proyecciones de la libertad que cobran dimensión social, política y jurídica. No es ético organizar la convivencia de los hombres con desmedro o violación de su libertad. Hay una ética política que obliga a tratar al hombre como persona, a situarlo política y jurídicamente con un status favorable a su dignidad, a su fin trascendente, a su imagen divina. El orden moral traspasa la frontera del ser personal en su soledad e intimidad para prolongarse en el mundo del derecho y de la política. En él, la ética demanda reconocer la libertad, respetar la libertad, expandir la libertad, para realizar la justicia y para lograr el bien común que, como bien que es, también es ético. Juan XXIII, en su encíclica “Pacem in terris”, recordaba que la convivencia entre los hombres tiene que realizarse en la libertad, porque es el modo que conviene a la dignidad de seres llevados, por su misma naturaleza racional, a asumir la responsabilidad de las propias acciones. La responsabilidad por la libertad es el último requerimiento que la moral hace al hombre que la usa y la ejercita. Responsabilidad y riesgo. Es el costo ineludible que debemos satisfacer si queremos vivir con la holgura suficiente y en el espacio necesario de la libertad. De no ser así, no sabemos ser hombres, no merecemos serlo”.

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