Por Hernán Andrés Kruse.-

“Comprender las mentalidades fanáticas se ha convertido en un imperativo urgente de nuestra época. Cual si de una disección anatomopatológica se tratara, desentrañar tanto la estructuración social como el funcionamiento psíquico de los sujetos fanáticos es el camino para prevenir y para contrarrestar los gérmenes de violencia fanática que proliferan en la actualidad en todos los ámbitos de la vida. Resumiendo, éste ha sido el objetivo principal de este artículo: mostrar al lector los factores de riesgo social y educativo, por un lado, y desvelar algunos de los dinamismos psicológicos que fraguan gradual o súbitamente la personalidad de un fanático. No podemos terminar sin esbozar, pues, algunas conclusiones que nos ayuden a detectar o a penetrar dentro de la umbría coraza de un radical. Pallares lo retrata con los siguientes epítetos: “El fanático puede ser supersticioso, pero es siempre algo más: suele ser irracional, desmesurado, violento, engreído, dogmático, inflexible, autoritario, exaltado… tiene algo de misticismo y profetismo…” (J.L. Pallares, 1996). La época más proclive para el desarrollo y la proliferación metastásica de la mentalidad fanática es la tardía adolescencia y la primera juventud (A. Viqueira, 1982), pues es cuando el individuo atraviesa de forma natural etapas de despersonalización, crisis de identidad, cuestionamiento de los valores y referencias heredados o aprendidos en la infancia, así como un proceso de desconfiguración de la mentalidad infantil para reconfigurar las líneas maestras que regirán su mundo adulto de forma más personalizada y autónoma. Pero siendo un proceso tan difícil, que entraña tantos duelos de separación del mundo conocido y tantas ansiedades ante el mundo desconocido, el adolescente o joven es enormemente vulnerable a cualquier oferta tentadora que presuntamente le allane el camino, le resuelva o minimice las dificultades o le brinde una cosmovisión confortable, tranquilizadora o grandiosa en la que invertir su vida. Si la oferta proviene de una figura de la que emana autoridad, prestigio o seduccción, el proceso de sustitución por desplazamiento de la figura paterna se realiza sin demasiadas resistencias, sirviendo además para oponerse y/o desprenderse de las figuras originarias de poder o control, lo que otorgará subsidiariamente una vivencia de falsa autonomía, pseudomadurez y pseudolibertad que autorrefuerzan mucho al joven durante esta transición. Si, finalmente, se cae en un grupo, éste arropará, gratificará e insuflará en el neófito un sentimiento de pertenencia a una nueva familia, mejor que la suya propia, alimentará su megalomanía al hacerle vivirse como alguien importante, un elegido llamado a grandes empresas.

El fanático de cualquier signo pierde su condición de sujeto, pasa a ser acólito, soldado o prosélito de un dogma absolutizado, mercenario de una creencia sin fisuras, que permanece estática, inmune al cambio o a las influencias externas, al dolor ocasionado a los demás, al pesar de los familiares y amigos, a la petición de clemencia de sus víctimas. Es una persona consagrada que ha apostatado de su biografía personal, renunciado a propiedades, incluso a un nombre, rebautizándose a menudo con un ‘alias’, en tanto que ha acentuado el valor de las pertenencias conceptuales o simbólicas que ha adoptado en su adscripción de militante de la nueva Causa. El fanático se incorpora a un ejército invisible dentro de cuyas filas cumple dócilmente la misión encomendada para la que se siente destinado o elegido, misión diseñada por jerarquías superiores o líderes magnificados a los que se asigna el don de la infalibilidad y la omnisciencia. Abrazado a la retórica de la violencia, está predispuesto a una conducta sacrificial dramática y grandilocuente, candidato voluntarista a una tragedia que exalte y sublime su anonimato o su insignificancia personal. La muerte, el riesgo, no tienen el mismo significado que para otra persona cualquiera, sino que es un banderín de heroísmo en el campo de batalla, y por ello casi anhelado y sacralizado como exponente de la gloria personal y de la contribución a la Causa común. Desde el alias (nombre de guerra), como expresión del renacimiento a una nueva identidad, el fanático se desembaraza de la responsabilidad, la culpa o la compasión, ya que no es el yo particular sino el militante el artífice de la acción, y ésta se entronca en una meta racionalizada como noble y justa.

Desde la perspectiva del fanático, que a los demás nos parece cínica, el culpable verdadero es la víctima, por existir, por pensar como piensa o por oponerse a sus propósitos. Un ejemplo de este tipo de argumentación es el siguiente: “si la Guardia Civil no existiera, no podría morir la hija de un guardia civil; es la existencia de este Cuerpo la culpable de dicha muerte, dado que sin su existencia nuestras legítimas aspiraciones encontrarían el camino más abierto a su consecución y no nos sentiríamos oprimidos o amenazados. De ser así, no tendríamos que atacar para defendernos y no habría víctimas inocentes. Por ende, nadie que pertenezca directa o indirectamente al Cuerpo es realmente inocente, por lo que la muerte fortuita de un civil en apariencia ajeno a la lucha no es más que una falacia, así es que se trata de una baja no deseada pero no lamentada”. Pensamientos así encontramos en todos los ejemplos de fanatismo violento que analicemos, sean de signo religioso o político. En cuanto soldados se limitan a ser meros catalizadores de un destino que les envuelve y trasciende y del que sólo son su instrumento material y eficiente. Encontrar una misión, un enemigo a combatir o un motivo por el que valga la pena matar o morir, tiene el mágico efecto de disipar la angustia, eliminar la frustración y darle sentido al sufrimiento indefinido que se experimentaba. Esto es: canaliza teleológicamente la angustia como tensión psíquica orientada hacia una meta objetivable. Nunca faltarán, por otra parte, razones transcendentales y mitificadas, históricas o legendarias, enormemente sesgadas y tendenciosamente adulteradas, para aderezar o darle un manto ideológico a sus actitudes y comportamientos.

Los movimientos fanáticos se engarzan sobre una tarea y siguen un vector que marca la dirección final a seguir, así como sus estaciones intermedias, frecuentemente utópicas y lejos de toda probabilidad real, así como repugnantes a la sensatez y a la cordura. A dicha misión o tarea encauzan tanto su esfuerzo intelectual, formación y posibles lecturas, como su entrenamiento físico, en una diabólica determinación de perseverar voluntaristamente hasta el fin de la lucha, dado que, además y en una infantil catalogación de las cosas, sólo cabe en ella la victoria absoluta o la derrota total. Los ingredientes de la identidad de una persona fanática sufren un reordenamiento complejo, originando una alteración cognitiva, emocional, judicativa, atributiva, moral y comportamental. Generalmente, las señas religiosas o ideológicas basadas en creencias sustituyen a las convicciones científicas acreditadas, al raciocinio y a la información objetiva y contrastada. Los juicios racionales son reemplazados por juicios de valor polarizados (idealización – denigración), los análisis concienzudos son apartados en favor de letanías estereotipadas, lemas y consignas que se repiten a modo de mantras autohipnóticos. La búsqueda cautelosa y paciente de la verdad es sustituida por el hallazgo mágico de La Verdad Suprema. En suma, lo Irracional triunfa sobre la razón, ésta abdica en un pseudopensamiento robotizado y sugestivo, simplificado y empobrecido. Nietzsche proclamaba que “el fanatismo es la única fuerza de que son capaces los débiles” y Voltaire afirmaba: “Todas las sectas se enardecen con tanto más furor, cuanto menos razonables son los objetos de su arrebato” (Ibid, p. 168). La debilidad y rigidez del pensamiento le hacen girar cortocircuitado en derredor de una idea fija, sobrevalorada, obsesivamente engramada en el centro de la conciencia, lo que concuerda plenamente con la definición del fanático suscrita por la R.A.E. (1992) y que reza así: “el que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento, creencias u opiniones sobre todo religiosas o políticas. O el preocupado o entusiasmado ciegamente por una cosa”.

Plantear eventuales soluciones terapéuticas o educativas, sociales o religiosas, a un problema tan arduo y poliédrico como éste, es algo que excede el espacio de este trabajo y mi propia competencia en este momento. Digamos, no obstante, sintetizando que el mejor antídoto contra el fanatismo es mantener alerta e incólume la libertad de pensamiento, estando siempre en la frontera de las ideas, de los grupos, de las costumbres, de las etnias, de las clases, de las naciones, de los partidos, de las patrias, de las ideologías, de las creencias. Mantener un prudente escepticismo ante cualquier imposición que merme la inteligencia creadora y una apertura curiosa y tolerante respecto a lo desconocido o novedoso, evitar el arraigo conformista, la inercia, el gregarismo pasivo, no dejarse convertir en un instrumento o autómata de ninguna voluntad superior a la propia y no renunciar jamás a la búsqueda personal ni siquiera ante lo que se ofrezca como hallazgos maravillosos de otros. Éstas son algunas medidas higiénicas y saludables que ahuyentarán o minimizarán el riesgo de caer en las garras de cualquier movimiento fanático. Y, a juicio de A. Vázquez (1996), el fanatismo soterrado es el primer obstáculo a remover en el camino de la tolerancia. Pero, siendo coherentes con lo que acabamos de expresar, que el lector entienda que lo que acaba de leer son sugerencias, nunca pautas dogmáticas. Por si acaso”.

(*) Teresa Sánchez Sánchez (Papeles Salmantinos de Educación-Facultad de Pedagogía-Universidad Pontificia de Salamanca-2002), “¿Cómo se fabrica un fanático?”

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