Por Hernán Andrés Kruse.-

“A su vez, recordemos, la conquista de la hegemonía es relevante porque es la condición a partir de la cual puede tomarse el control del Estado-gobierno o sociedad política de forma estable y sin que signifique una dictadura que oprima a sectores subalternos como, por ejemplo, el campesinado. Esto nos conduce a la pregunta de si la burguesía es una de las clases de las que debemos obtener el consenso previamente a la toma del control del Estado, cuestión que de recibir una respuesta positiva, convertiría al modelo de Gramsci en una suerte de reformismo o parlamentarismo”.

LA CONQUISTA DE LA HEGEMONÍA COMO FORMACIÓN DE LA VOLUNTAD NACIONAL-POPULAR

“Cuando tomamos la hegemonía en sentido restringido y nos preguntamos qué acciones debe llevar adelante el proletariado para conquistarla, la respuesta pone de relieve la importancia del partido. En primer lugar, como vimos más arriba, la burguesía es hegemónica, en el sentido de dirección política, porque ha logrado articular sus intereses con los del resto de las clases que le son subalternas; porque se ha aliado con el resto de los sectores que, a su vez, prestan su consentimiento y su colaboración voluntarios y activos (Anderson). De esto se desprende que el proletariado, que es una de las clases que consiente la hegemonía burguesa, debe dejar de prestar este consentimiento. Romper la alianza que tiene con el capital significaría, por un lado, volverse consciente de cuáles son sus verdaderos intereses, los cuales desplazarían de su lugar a aquellos que, consensuados con la burguesía, no hacían más que velar por la situación de explotación. Esto, sin embargo, no podría ser impulsado por el proletariado en su conjunto, ya que si así fuera sería porque éste sería consciente de que los intereses que lo movilizan son aquellos que perpetúan su situación de dominación, lo que significaría que la hegemonía que se quiere repudiar no existiría como tal.

A juicio de Gramsci, el repudio de la alianza con la burguesía y la promoción de una nueva, que tenga como finalidad el fin de la explotación sólo pueden ser llevados a cabo por un partido político, organismo que fue dado por el desarrollo histórico. Gramsci explica que el papel que asigna al partido no podría asumirlo un individuo porque las acciones que se necesitan llevar a cabo no son inmediatas, inminentes y de tipo defensivo, restaurativo o reorganizativo, sino de un alcance vasto, de un carácter orgánico y de tipo creativo original. Asimismo, tampoco podrían ser acciones espontáneas y oportunistas realizadas por la totalidad de la clase, como quizá podría haber postulado Georges Sorel, ya que para Gramsci es necesario, por un lado, que el partido se instituya como mito o fantasía que, actuando sobre el proletariado disperso, suscite y organice una nueva voluntad nacional-popular, y por otro, que exista una primera célula en donde germine dicha voluntad.

En este punto es que se pone en juego el rol de los intelectuales orgánicos: estos son los dirigentes del partido y los que brindan, al proletariado en este caso, homogeneidad y consciencia de su función económica, social y política. Gramsci indica que los grupos sociales se crean a sí mismos intelectuales. Éstos constituyen la cohesión principal que tiene un partido. Podría interpretarse que los dirigentes de aquel partido aparecerían en el desenvolvimiento natural de cada clase, sin embargo, esto no es así porque, por ejemplo, los campesinos serían un sector sin intelectuales orgánicos. Además, también es posible que un determinado estrato intelectual desaparezca. En caso contrario no tendría sentido la recomendación gramsciana a los intelectuales de que prevean siempre la posibilidad de su derrota y destrucción; de que no descuiden la preparación de un fermento a partir del cual pueda regenerarse el elemento intelectual.

Esto nos permite indicar que el proletariado comienza a recuperar la hegemonía sobre sí mismo cuando comienza a existir un partido que lo representa. Como señala Gramsci, el partido sería la parte más avanzada o autoconsciente del grupo social que representa. De esto se sigue que su existencia para nada implica que todos los individuos que conforman la clase obrera confíen en el partido que los representa o que tomen como propios los intereses que éste defiende, ya que la burguesía podría continuar ejerciendo la hegemonía sobre estos. De esta forma, el partido se enfrenta a dos tareas simultáneas: por un lado, expandir el repudio de la alianza que une al proletariado con la burguesía hacia el resto de los individuos que componen el primero, y por otro, comenzar a forjar una nueva voluntad nacional-popular que implique una nueva alianza, no con la burguesía sino con el resto de las clases explotadas por ésta.

Aunque Gramsci hable de la creación ex novo de la voluntad colectiva, en realidad la relación entre ésta y el partido es dialéctica: el partido es expresión activa y operante de la voluntad colectiva que se le encomienda reconcentrar y robustecer, es decir que el partido sólo surge cuando ya hay una voluntad para organizar. Al respecto podría resultar esclarecedor el análisis de Frosini (2004): de acuerdo con este autor, Gramsci lee el “Prólogo” a “Una contribución a la crítica de la economía política” a la luz de otro texto de Marx: “las Tesis sobre Feuerbach”. Estos textos son considerados temporal y teóricamente muy distantes entre sí, sin embargo, esta audaz y heterodoxa combinación le permite a Gramsci interpretar que todo conocimiento –y no sólo la toma de consciencia del conflicto entre las fuerzas productivas– se da en el terreno ideológico. Así, el concepto de ideología es reinterpretado a partir de la reformulación de la cuestión de la verdad en términos de praxis es decir, como realidad y poder del pensamiento que se demuestra en la actividad práctica. Esta equiparación entre ideología y conocimiento hace surgir la necesidad de pensar en un nuevo tipo de objetividad: tan histórica y contingente como válida y vinculante (Frosini). De esta manera, el conocimiento y la praxis política se identifican.

Volviendo a la relación entre voluntad y partido, entonces, el mismo devenir de la praxis en el grupo social haría surgir tanto a los intelectuales/políticos como a la voluntad que el partido deberá comenzar a concentrar y fortalecer. La organización de la voluntad nacional-popular, en uno de los fragmentos más explícitos que pueden encontrarse en Gramsci, es el arbitraje para alcanzar un equilibrio entre los intereses del grupo social que representa y el resto, procurando que el desarrollo del primero se dé en un marco de consenso y cooperación por parte de los grupos aliados, entre los cuales podría incluirse sectores realmente hostiles. Ya daremos nuestras razones más abajo, pero creemos que la expresión “grupos decididamente adversarios” (Gramsci) no incluye a la burguesía, como podría haber interpretado, siguiendo a Anderson, “un cierto izquierdismo vulgar”.

LA CONQUISTA DE LA HEGEMONÍA COMO REFORMA INTELECTUAL Y MORAL

“El tema de la formación de una nueva voluntad colectiva sería propio de la hegemonía como dirección política. El tema de la reforma intelectual y moral, en cambio, sería pertinente a la hegemonía como dirección cultural. Sin embargo, como podemos apreciar en el punto anterior, ambos están no sólo en estrecha relación sino profundamente entrelazados. Creemos que esto puede apreciarse especialmente en la imposibilidad que tendría el proletariado para considerar los intereses acordados con la burguesía como perjudiciales y renegar de ellos. En lugar de hacer esto, esta clase colabora activa y voluntariamente con dichos intereses. Tal imposibilidad estaría dada, principalmente, por la concepción del mundo predominante en la sociedad capitalista occidental. Hasta aquí, esto sólo pondría de relieve la dificultad teórica para hacer una delimitación precisa entre ambos tipos de hegemonía; entre la organización de la voluntad nacional-popular y la reforma cultural. Pese a esto, en lo que respecta a la praxis, además es señal de la imposibilidad de encarar de manera inconexa los dos aspectos que constituirían el programa gramsciano.

En las sociedades capitalistas occidentales el control sobre la cultura del proletariado está en manos de la burguesía. El sector obrero, antes de pretender dirigir la cultura de todas las clases que compondrán la alianza de clases explotadas que lidera, debería entonces retomar el control de su propia cultura. Pero esto, análogamente a lo dicho en el punto anterior, no puede significar que la masa de proletarios, en conjunto, reniegue de la ideología en la que abreva y asuma el trabajo de criticarla y reformarla. En realidad, se trata también de una relación dialéctica entre la organización de la voluntad nacional-popular y la reforma cultural: parecería que no puede haber necesidad de esta última sin la primera, pero a su vez, la reforma es la que prepara el terreno para que la voluntad se siga desarrollando; la reforma necesita estar ligada a un programa de reforma económica, pero el campo económico-corporativo era el primer momento desde el que podía desarrollarse la voluntad; y finalmente, el programa económico, de acuerdo con Gramsci, es la manera en que se presenta la reforma intelectual y moral.

Aquí también puede ser útil la referencia al análisis de Frosini. El concepto gramsciano de revolución permanente, estipula este autor, media dialécticamente entre los que define como los dos principios del materialismo histórico: 1] el principio de que “ninguna sociedad se plantea tareas para cuya solución no existan ya las condiciones necesarias y suficientes” [o que no estén en curso de desarrollo y de aparición], y 2] que “ninguna sociedad se derrumba si primero no ha desarrollado todas las formas de vida que se hallan implícitas en sus relaciones” (Gramsci).

La Segunda Internacional había hecho una lectura evolucionista de estos dos principios. Gramsci, como vimos en el punto anterior, había podido fusionar la problemática de la ideología con la de la verdad (Frosini). Por lo tanto es capaz de leer en Marx una unidad entre historia y política. En lugar de esos dos principios, Gramsci postula que las constantes estructurales de la historia pueden ser reducidas a formas organizadas de política (Frosini). En un primer momento los condicionamientos estructurales o económicos se reducen a relaciones práctico-políticas; en un segundo momento, las relaciones prácticas se reconstruyen como relaciones de fuerza. Estas últimas intentan conceptualizar las relaciones entre estructura y superestructura. A nivel de las relaciones de fuerza, la historia como proceso y la política como lucha actual coinciden. El proceso histórico sólo aparece cuando las relaciones de fuerza se acomodan de manera tal que una fuerza organizada ha conquistado la hegemonía. En ese momento, una idea de unidad procesual y de universalidad subordina al resto de las instancias.

De esta forma, volviendo al problema de la relación entre la voluntad nacional-popular y la reforma cultural, parecería ser que, en base a lo que acabamos de ver, esta última sólo es completada cuando la hegemonía ya ha sido conquistada. Esto constituye un problema sin solución a la vista para el partido, ya que éste necesitaba de la reforma intelectual y moral para que sus acciones, decisiones y acuerdos con otros sectores sociales sean interpretados como beneficiosos, aunque a primera vista no lo parezcan o incluso puedan ser evaluados como perjudiciales por la masa a la que pretendía representar. La clave parece estar en el partido y en su praxis cotidiana, en especial, en la de sus dirigentes en tanto intelectuales/políticos orgánicos.

La reforma intelectual y moral comienza gracias a la parte más avanzada de los obreros que se constituye partido. A su vez, sólo gracias a los progresos graduales en lo concerniente a la reforma será posible que las acciones del partido comiencen a ser analizadas en un marco nuevo. A medida que la reforma avance las decisiones del partido serán consideradas útiles o dañinas según contribuyen o no a la formación de la voluntad colectiva (Gramsci). Al mismo tiempo, la voluntad nacional-popular tendrá campo para fortalecerse. Por lo dicho, la reforma y la voluntad parecen avanzar (y posiblemente retroceder) casi en bloque.

Esta interpretación implica que el proletariado podrá, por ejemplo, darse cuenta de las ventajas de hacer pequeños sacrificios económico-corporativos a las clases aliadas, pensando en el largo plazo. De esta forma, parecería quedar descartada la posibilidad de que luego de la reforma el partido ocupe un lugar cuasi divino, o sea, que el proletariado confíe ciegamente en el partido. El avance en simultáneo de la voluntad y de la reforma aseguraría que los obreros entenderán las razones que están detrás de las concesiones económico-corporativas promovidas por el partido. No habría posibilidad de que éstas parezcan inaceptables. Gramsci insiste en que el partido debe hacer que el proletariado confíe en él –como Maquiavelo quería que el pueblo italiano confíe en un jefe–, en que él sabe lo que quiere y cómo obtenerlo. Esta insistencia no significaría que el pueblo crea que las acciones promovidas por el partido sean buenas aunque parezcan dañinas sino que el proletariado sea capaz de entender cómo ese sacrificio aceptado por sus dirigentes promueve la conquista de la hegemonía y la revolución.

Otras cuestiones surgen cuando consideramos la difusión de la reforma cultural en las clases aliadas. Esta difusión es importante por las mismas razones que la hacen importante hacia el interior del proletariado: el desarrollo de la voluntad nacional-popular no puede proseguir si la reforma cultural queda estancada, y el resto de las clases son indispensables para el mismo (Gramsci). Como vimos, la burguesía ejerce su hegemonía especialmente mediante las instituciones privadas de la sociedad civil, por lo que su cultura está en constante elaboración y difusión mediante éstas. La influencia burguesa tiene como función perpetuar la explotación del capital. Ante ésta, el partido comunista parecería tener tres opciones: 1) intentar eliminar las instituciones funcionales a la burguesía; 2) limitar el alcance de su influencia; o 3) intentar conquistarlas para que se conviertan en difusoras de su reforma cultural.

Aunque no hay una definición explícita de Gramsci, en los fragmentos analizados podríamos inferir que la opción privilegiada es el fortalecimiento y expansión del partido político. Esto se debe a que Gramsci enfatiza en el rol práctico que tiene el intelectual orgánico como hombre de acción y persuasor permanente. Además, atribuye al partido un papel importante en la articulación entre los diferentes intelectuales orgánicos y en la incorporación de intelectuales a sus filas para convertirlos en orgánicos. Esto podría significar tanto que éste reemplace algunas de las funciones de las instituciones privadas burguesas, como que sirva de contrapunto de otras instituciones, prestándose como un oponente de altura y crítico, limitando el poder persuasivo de la ideología promovida por la clase dominante al brindar argumentos y puntos de vista alternativos”.

LA CONQUISTA DE LA HEGEMONÍA NO NECESITA DEL CONSENSO DE LA BURGUESÍA

“Como acabamos de ver, la conquista de la hegemonía no significa buscar intereses que se podrían compartir con la burguesía como para que sea posible una nueva alianza más justa entre esta clase y el proletariado. Tampoco significa que la reforma cultural deba alcanzar a esta clase opresora, de manera que, compartiendo la ideología proletaria, ésta preste su consentimiento al programa de reforma económica impulsado desde la clase obrera. Tal programa debería implicar la desaparición de una clase propietaria de los medios de producción, por lo que un reformismo o un parlamentarismo que pretenda que la burguesía consense su propia desaparición resulta inaceptable.

De acuerdo con Anderson, un movimiento de este tipo no es sino un “izquierdismo vulgar” del que Gramsci no forma parte. Gramsci, como señala Bobbio, es un reformador y un reformador se distingue de un reformista en que el primero busca que la cultura y las costumbres de las clases explotadas se transformen para posibilitar la conquista del poder, mientras que el segundo pretende que la burguesía termine por consentir su propia eliminación, algo que no sucederá nunca. Joseph Femia (1981) describe que este error, que concibe a la postura gramsciana como un camino constitucional y gradual hacia el socialismo, se debe principalmente a dos falacias: la primera es la que indica que la estrategia de guerra de posiciones y la estrategia de guerra de movimientos son alternativas mutuamente excluyentes; y la segunda, aquella que señala que buscar objetivos secundarios y alianzas con otras clases subalternas implica la aceptación de la continuidad histórica y el descarte de la opción revolucionaria.

Una vez que se ha conquistado la hegemonía respecto a las otras clases explotadas no hay nada que impida la toma definitiva del poder, es decir, de la parte del dominio, ubicada en la sociedad política o Estado-gobierno (Anderson). Éste es el momento de la coerción, del constreñimiento mediante la fuerza y, para Gramsci, es meramente instrumental y está subordinado a la sociedad civil, que es el momento de la hegemonía (Bobbio). Anderson sostiene que, luego de conquistada la hegemonía, todavía tiene sentido usar la violencia contra la burguesía, sin embargo, si realmente el proletariado ha conquistado la hegemonía en todo sentido, eso significa que la burguesía está aislada: se han disuelto todas sus alianzas y ninguna otra clase comparte su cosmovisión, de manera que nadie está consensuando su posición privilegiada. En términos de Femia, la guerra de posiciones ya habría conseguido las alianzas y objetivos secundarios que permiten dar paso a la otra estrategia: la guerra de movimientos, es decir, la revolución.

Si la burguesía aún conservara su posición en el gobierno, tendría los días contados y las acciones que podría llevar adelante serían limitadas e inocuas: si todavía tuviera la suerte de que las fuerzas de represión le respondan, su uso le traería aparejados la condena y el castigo del resto de la sociedad, que la terminaría de expulsar de su último reducto de poder. Si la hegemonía fue realmente conquistada, el programa de reforma económica debería estar bastante avanzado. Poco queda como para impedir que éste sea llevado adelante. Si los medios de producción siguen figurando en manos privadas en la letra de la ley, probablemente la dirección económica principal ya no está en manos de la burguesía. Una burguesía sin dirección económica, política ni cultural parecería que no tiene más remedio que disolverse”.

(*) Agustín Eduardo Casanovas (Universidad Nacional de Quilmes, 2018): “El significado de la conquista de la hegemonía en Antonio Gramsci”.

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